La frustración del Gobierno de Boris Johnson ante la reticencia de EE UU a reabrir la frontera a los británicos doblemente vacunados contra el coronavirus confirma la cronificación del delirio que, desde hace décadas, mantiene al Reino Unido convencido de que la sociedad transatlántica es un vínculo entre iguales. El anuncio esta semana de que los ciudadanos estadounidenses con la pauta de inmunidad completa no tendrán que hacer cuarentena a su llegada a Gran Bretaña (Inglaterra, Escocia y Gales) sigue sin hallar la ansiada reciprocidad en EE UU, pero lo verdaderamente singular no es que la Administración de Joe Biden mantenga su política en materia de viajes internacionales, sino que la de Johnson pensase que cedería.
El roce refleja el desequilibrio estructural entre dos potencias que observan la denominada special relationship (relación especial) desde perspectivas fundamentalmente opuestas, en las que la importancia que otorgan al concepto es incuestionablemente desigual. En la dinámica anglo-americana, la Casa Blanca nunca ha necesitado embelesar a su aliado británico, mientras que Boris Johnson constituye el eslabón más reciente de la cadena de primeros ministros que se resisten a asumir que su país es el socio minoritario.
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Desde el instante en que, el pasado noviembre, empezó a quedar claro quién sería el 46º presidente de Estados Unidos, Downing Street inició una ofensiva para encandilar a un mandatario que nunca había mostrado una predisposición inmediata para la sintonía. Johnson partía en desventaja: frente al refrendo de Donald Trump durante las primarias en el Partido Conservador que lo convertirían en primer ministro, en el círculo de Joe Biden dominaba el recelo, no solo por la proximidad aparente de Johnson con el expresidente, sino por su papel como arquitecto del Brexit.
Biden, el más irlandés de los dirigentes estadounidenses, según confesión propia, había respaldado abiertamente la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, pero es precisamente en estos primeros lances de la travesía en solitario cuando Londres depende de Washington más que nunca desde el fin de la Guerra Fría. Ansioso por acreditar la utilidad del divorcio que él mismo había apadrinado, Johnson necesita sellar urgentemente un acuerdo comercial con la mayor economía del planeta, pero la preeminencia prometida por Trump, al menos de palabra, ha dado paso a un menor apremio evidente por parte de la actual Administración de EE UU.
En los meses previos al referéndum del Brexit, en 2016, Barack Obama, de quien Biden era vicepresidente, había avisado de que, de romper con la UE, el Reino Unido “pasaría a la cola” de las negociaciones comerciales y el hoy presidente ha evidenciado no tener prisa. Entre sus condiciones figura una demanda delicada, ya que Estados Unidos exige solución al contencioso reabierto con Bruselas por el denominado Protocolo de Irlanda del Norte (el mecanismo que evita una frontera con la República de Irlanda, considerado vital para la paz en el territorio, y que el premier quiere renegociar de raíz).
Hasta ahora, Londres había tirado de maquinaria pesada para defender sus credenciales como un aliado útil. Apenas dos semanas después de las presidenciales de 2020, anunciaba una significativa inyección de 16.500 millones de libras (unos 19.000 millones de euros) en las Fuerzas Armadas para los próximos cuatro años, con la que aspiraba a refrendar su compromiso con el mantenimiento de la capacidad militar, esencial para la Casa Blanca.
Pese a los controvertidos ajustes impuestos en Londres debido al impacto financiero de la pandemia, como la reducción de la partida para cooperación internacional, ningún precio se considera excesivo para reforzar los pilares de la relación transatlántica. Esta campaña de atracción explica la desproporcionada naturaleza de la relación especial.
El Reino Unido la ve clave para sus intereses estratégicos, mientras Washington considera la suntuosidad del concepto más anecdótica. Después de todo, el papel de cada uno se fundamenta en dos factores que se retroalimentan desde la Segunda Guerra Mundial: la consolidación de EE UU como potencia mundial, frente al fin del imperio británico y la decreciente influencia global del Reino Unido, como había diagnosticado ya en 1962 el secretario de Estado estadounidense Dean Acheson, cuando declaró que los británicos “perdieron un imperio y no han encontrado aún su rol”.
Dejarse querer
La asimetría, de hecho, domina desde el principio. Fue Winston Churchill quien, hace 75 años, en su discurso sobre el Telón de Acero en Missouri (Estados Unidos), había acuñado un término que no es del gusto de Johnson, por considerar que retrata a su país como “necesitado y débil”. Tampoco va desencaminado, los dirigentes estadounidenses no tienen reparo en dejarse querer, pero frente al monopolio que ejercen sobre la agenda institucional y diplomática del Reino Unido, los primeros ministros británicos, y hasta su identidad, pasan sustancialmente más desapercibidos al otro lado del Atlántico, donde la estrella siempre es el presidente, y nunca un líder foráneo.
Desde su privilegiada posición en primera línea durante décadas, Henry Kissinger es uno de los observadores que más afiladamente ha descrito la mecánica entre ambos países. Refiriéndose a un encuentro entre el premier Harry Wilson y Richard Nixon, el ex secretario de Estado estadounidense dijo que Wilson “saludó al presidente con la benevolencia paternal del cabeza de una vetusta familia que ha tenido tiempos mejores”, si bien siempre ha considerado conveniente mantener la quimera. “No padecemos de tal exceso de amigos como para desincentivar a quienes sienten que tienen con nosotros una relación especial”, un consejo que indudablemente ha influido a los inquilinos de la Casa Blanca hasta la actualidad.
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