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La renuncia de Urzúa evidencia el mando personalista de López Obrador


López Obrador, en su conferencia matutina este miércoles. En vídeo, dimite el ministro mexicano de Hacienda, Carlos Urzúa, por sus discrepancias con López Obrador.



La lapidaria carta con la que Carlos Urzúa renunció como máximo responsable de la economía de México es, ante todo, una crítica a la forma de gobernar de Andrés Manuel López Obrador. Si los motivos son ya de por sí demoledores –decisiones tomadas “sin sustento”; funcionarios que “no tienen conocimiento” de la hacienda pública; conflicto de interés-, la respuesta del presidente mexicano, insinuando falta de compromiso de Urzúa o sugiriendo que no es lo suficientemente de izquierda, ponen de manifiesto el personalismo del presidente mexicano y afloran una de las grandes críticas que siempre le han hecho: su baja disposición a la autocrítica y su alta exigencia de lealtad.

La marcha de Urzúa es significativa en tanto era uno de los miembros moderados de su Gabinete sobre los que López Obrador construyó su perfil más pragmático, que le permitió ganar la presidencia de México de forma arrolladora hace un año. Su continuidad en el Gobierno como máximo responsable de la economía mexicana resultó una garantía y un cortafuegos no solo con los mercados, sino con el mundo económico y empresarial, de donde provienen los mayores críticos con López Obrador desde siempre. A ellos se ha referido el presidente como “mafia del poder”, y viene a englobarlos como “neoliberales” y “conservadores”, a pesar de que los acercamientos a ellos son constantes. Es paradigmática la creación de un consejo asesor del presidente formado por los empresarios más poderosos del país: Ricardo Salinas, Bernardo Gómez, Carlos Hank, Olegario Vázquez Raña. Más allá de los gestos y el discurso, López Obrador es consciente de la necesidad que tiene el país de inversión privada para lograr relanzar una economía que, si no maltrecha, está sumida en la incertidumbre.

Urzúa era la figura que atemperaba a los mercados y a los empresarios, aunque con los meses fue perdiendo influencia. La ascendencia sobre López Obrador es para Alfonso Romo, que funge como jefe de la Oficina de la Presidencia, esto es, uno de los pocos que le hablan al oído al presidente. Las diferencias entre Urzúa y Romo se volvieron insalvables, como evidencia la carta de renuncia, en la que el ya exsecretario de Hacienda criticó la “inaceptable imposición de funcionarios que no tienen conocimiento de la Hacienda Pública. Esto fue motivado por personajes influyentes del actual gobierno con un patente conflicto de interés”, en una velada referencia a Romo y, según varias fuentes conocedoras de las divergencias, a Gabriel García Hernández, el encargado de ejecutar los programas de desarrollo económico, que depende directamente de López Obrador.

El mandatario reconoció que Urzúa tuvo diferencias con algunos miembros de su Gobierno: con Romo por las decisiones en torno a la banca de desarrollo y con él por el diseño del Plan Nacional de Desarrollo. “Yo tuve diferencias con él (…) tuvimos entre otras discrepancias, el Plan de Desarrollo, que hubieron dos versiones y la versión que quedó es la que yo autoricé, incluso me tocó escribirla, porque había otra versión y sentí que era continuismo. Era una concepción todavía en la inercia neoliberal y había que marcar la diferencia”, contó este miércoles en su conferencia de prensa de las mañana. López Obrador reconoció que pese a los señalamientos del exministro sobre el conflicto de interés de algunos de sus funcionarios más cercano, no comenzará una investigación. “No, porque no existe ninguna prueba, ningún hecho”, dijo. 

El presidente de México ha demostrado a lo largo de su carrera política que si algo vale con él es la lealtad. Y eso pasa por no tratar de impedirle hacer lo que tiene en la cabeza. Al costo que sea, incluso el de perder una figura cercana, pragmática y sobre el que se había deshecho en elogios. Hasta que llegó el choque definitivo y el cisma con uno de los hombres más respetados por el presidente y que le había acompañado en su etapa de en Ciudad de México. La respuesta del presidente a las críticas del ya exsecretario, durante la presentación de su sucesor, Arturo Herrera, fue cargar contra Urzúa, deslizando que el prestigioso académico estaba impidiendo llevar a cabo la Cuarta Transformación que ha prometido al país. Un cambio basado en el combate a la corrupción, que, precisamente, choca con las denuncias de Urzúa sobre el conflicto de interés.

El cisma abierto por la renuncia de Urzúa ha sido el más grande en los siete meses de mandato de López Obrador, pero no el único. El director del Instituto Mexicano del Seguro Social, Germán Martínez, abrió con su dimisión en mayo la caja de Pandora de las críticas sobre la gestión de la Administración de López Obrador con una carta en la que, igual que Urzúa, era crítico con la toma de decisiones del mandatario. Tampoco fue casual que en plena crisis migratoria tras alcanzar un pacto con Trump, el presidente pidiera la renuncia de titular Instituto Nacional Migración (INM), Tonatiuh Guillén, un profesional con una amplia carrera en el sector migratorio, y que estaba disconforme con la estrategia de endurecimiento de los controles en la frontera como medida para aplacar las amenazas comerciales de EE UU. En su lugar, López Obrador colocó a Francisco Garduño, sin experiencia alguna en el sector, pero miembro de su guardia pretoriana desde los tiempos al frente de Ciudad de México.

Todas las renuncias ponen en evidencia el personalismo de López Obrador, que ha optado por consolidar su círculo más próximo, sin importarle la estructura de los organismos del Gabinete. Si Romo y Gabriel García han ganado peso entre sus asesores; y los militares se han convertido en un apoyo necesario para el presidente, el canciller, Marcelo Ebrard, se ha erigido en una suerte de vicepresidente de facto. Junto a Urzúa, los damnificados en este poco más de medio año de gobierno han sido la secretaria de Gobernación [Interior], Olga Sánchez Cordero y el secretario de Seguridad, Alfonso Durazo.

El caso de Ebrard es particular. El máximo responsable de la diplomacia mexicana, que sucedió a López Obrador como jefe de Gobierno de Ciudad de México, ha ejercido como jefe de Estado en la cumbre del G-20 -a la que fue precisamente con Urzúa-, ante la negativa del presidente a viajar a la reunión de líderes mundiales y ha sido el encargado de negociar el acuerdo migratorio con Trump para evitar la imposición de aranceles a los productos mexicanos.

La figura de Ebrard se ha agrandado en estos siete meses de mandato, ampliando su área de influencia más allá de las relaciones exteriores: migración, seguridad, economía, opacando a los responsables de dichas carteras. En especial, la crisis diplomática con EE UU ha arrinconado de manera muy llamativa a la Secretaría de Gobernación, de la que dependen orgánicamente las competencias de migración. La salida impuesta del titular del INM es la consecuencia más palpable. De fondo, discurre un distanciamiento y un malestar por parte de Sánchez Cordero, sin apenas presencia pública durante los peores momentos de la crisis. Salvo, en el mejor de los casos para mandar mensajes desconcertantes dentro de lo que debería ser una estrategia de gobierno coordinada para afrontar una crisis de tal calado. La titular de la Segob, que no participó en las negociaciones con la delegación de Trump, fue sin embargo quien anunció de manera algo extemporánea el número de efectivos de la Guardia Nacional que desplegarían por la frontera, obligando a Ebrard desde Washington a corregir su discurso casi sobre la marcha.


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