Tras la salida este lunes del núcleo duro de la legación diplomática, Estados Unidos ha dicho adiós a Afganistán después de dos décadas de presencia militar, al frente de una coalición internacional cuyos efectivos se adelantaron en unas horas a la salida de los estadounidenses. El epílogo del doble operativo -repatriación y repliegue militar al tiempo- fue tan convulso como había alertado el Pentágono, con el lanzamiento de seis cohetes por el ISIS, cinco interceptados por el sistema antimisiles estadounidense, un día después del bombardeo preventivo que supuestamente costó la vida el domingo a varios civiles en Kabul. Los aviones militares que transportaban a los últimos soldados de los casi 6.000 desplegados por el Pentágono para gestionar la evacuación, despegaron de Kabul poco antes de la medianoche, hora local. Fue el punto final ―un punto y aparte, según los más realistas― a la guerra más larga de EE UU y al mayor puente aéreo de la historia, que ha puesto a salvo a casi 120.000 estadounidenses y afganos.
El ataque con misiles de hoy, cuya autoría asumió la rama local del Estado Islámico —la misma que atentó el jueves en el aeropuerto, conocida como ISIS-K en sus siglas inglesas―, no causó víctimas, según el Pentágono. Un pírrico alivio para el presidente Joe Biden, que el domingo presidió en la base de Dover (Delaware) la llegada de los féretros de los 13 soldados muertos en el atentado suicida mientras varios civiles afganos, entre ellos menores, morían en el ataque preventivo que las fuerzas que comanda llevaron a cabo en Kabul contra un coche cargado de explosivos, una “amenaza terrorista inminente” según el Pentágono. El Comando Central de EE UU investiga lo sucedido.
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A los riesgos de un nuevo ataque terrorista se sumaba el “estado de nervios” que, según varios medios estadounidenses, ha rodeado el cierre de la misión. “Los próximos días van a ser los más peligrosos”, advirtieron el viernes varios portavoces de la Casa Blanca; “la amenaza es real y aún está activa”, repitió este lunes el Pentágono. Los últimos trabajadores locales de la Embajada en Kabul fueron evacuados el domingo, mientras la marcha del núcleo duro de la legación ―el embajador, Ross Wilson, no embarcó hasta el último C-17― fue el pistoletazo de salida para que el retén arriara la bandera.
Mediante un comunicado difundido por la Casa Blanca, el presidente Joe Biden confirmó el término de la misión, agradeció a los mandos militares y la tropa “su coraje, profesionalidad y resolución” y anunció que este martes se dirigirá a la nación para explicar su decisión de no ampliar el plazo para la retirada, por “recomendación unánime del Alto Estado Mayor y todos los mandos sobre el terreno”. Sobre el remanente de estadounidenses que quedan en el país centroasiático, aseguró Biden, “los talibanes han dado su palabra de que permitirán la salida segura y la comunidad internacional se encargará de que cumplan lo prometido”, subrayó; “eso incluye reabrir el aeropuerto para permitir salir a estadounidenses, afganos o nacionales de terceros países, así como para la llegada de ayuda humanitaria”. El mandatario terminó su breve comunicado con un homenaje a los 13 soldados muertos el jueves, “que dieron sus vidas por salvar las de decenas de miles”, citándolos con nombre, apellidos y rango.
Del pequeño contingente de estadounidenses a los que Joe Biden promete no abandonar, 250 han mostrado su deseo de ser evacuados, mientras otros 280 aún no han decidido qué hacer, según datos del domingo del Departamento de Estado. El intento de los aliados de ampliar el plazo de retirada no encontró respuesta en Biden, que desde hace semanas se aferraba a la fecha del 31 de agosto, aunque el límite previsto inicialmente era el del 11 de septiembre. El 11-S: una data puede que en exceso simbólica.
Por el caos que ha rodeado la retirada, y aún más por el broche luctuoso del atentado, costará pronunciar en voz alta, henchida de patriotismo, el tradicional “misión cumplida”; la proclama que el presidente George W. Bush hizo en mayo de 2003 sobre Irak, antes de que el país árabe fuera engullido por la violencia sectaria y la barbarie del ISIS. La salida de Afganistán debería ser el fin de una era, pero tiene más de final abierto, por la incierta suerte que aguarda a los miles de afganos que quedan atrás, muchos de ellos atrapados en el laberinto de la burocracia; por la continuación, por otros medios, de la evacuación, según las garantías dadas a 98 países, incluido EE UU, por los talibanes; pero sobre todo porque el cierre de la misión deja un sangriento epílogo: el renovado terrorismo del Estado Islámico, un grupo que no existía cuando Bush embarcó a EE UU en la guerra contra el terrorismo en 2001, y que parecía debilitado tras sus derrotas en Irak y Siria.
El cierre más definitivo, simbólico, puede darse el próximo día 11, cuando se celebre, aún entre lamentos por los últimos caídos y críticas por la gestión de la retirada, el vigésimo aniversario de los atentados terroristas de Al Qaeda. La que podría haber sido una fecha histórica, redonda, el broche a dos décadas de esfuerzos y pérdidas -y al vano intento de reconstruir un país y dotarlo de instituciones solventes-, será en la práctica una efemérides luctuosa, no sólo por los cuerpos aún calientes de los 13 militares muertos en Kabul.
Como si fuera una triste metáfora, el grupo de familiares que, al amparo de las cámaras, presenció el domingo la llegada de los féretros de sus seres queridos a Dover, solo emitió dos sollozos, uno al paso de la primera caja y otro al término del “traslado digno” de los cuerpos ―en definición del Pentágono―, como si reservasen sus lágrimas de puertas para adentro. Así también, en privado, sin testigos, intenta conjurar la Administración de Biden las consecuencias del desastre que ha rodeado la retirada, del repunte del terrorismo yihadista y la instalación en Kabul de un régimen enemigo y en su día anfitrión de Al Qaeda a la suerte de los miles de afganos ―entre 100.000 y 250.000, según las fuentes― que en su día colaboraron con las tropas de EE UU y hoy aguardan, en la ratonera de las grandes ciudades, un visado que no llega.
Sin más ayuda internacional, con las líneas de financiación cortadas y un corralito bancario en la práctica, la suerte de la inmensa mayoría de los 39 millones de afganos pende de un hilo, en medio de una tormenta perfecta que a la interrupción de la ayuda añade la existencia de decenas de miles de desplazados internos y la pandemia. “Los planes de evacuación han salvado decenas de miles de vidas, y son un esfuerzo loable. Pero cuando despeguen los últimos aviones y se apaguen las cámaras, la inmensa mayoría de los afganos, es decir, unos 39 millones, seguirán dentro del país. Necesitarán que los Gobiernos, las organizaciones humanitarias, el mundo, siga estando a su lado”, ha dicho Filippo Grandi, responsable de la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur), citado por la agencia Reuters.
La CIA, que esperaba el desenganche de la última guerra americana para centrarse en su nuevo objetivo, contrarrestar las amenazas geoestratégicas de China y Rusia, deberá reenfocar de nuevo su misión a la lucha antiterrorista. Entretanto, mientras los demócratas se duelen de las críticas recibidas de medios afines, la oposición republicana, bastante morigerada durante el duelo, calienta motores para sacar rédito electoral, de cara a las elecciones de medio mandato de noviembre de 2022.
El pequeño grupo de periodistas acreditados el domingo para cubrir la llegada de los 13 féretros recibió indicaciones estrictas de los términos que debían utilizar, como contó el encargado de narrarlo al resto de colegas. Nada de hablar de “ceremonia”, sino de “solemne movimiento”, se encargó de recordarles el responsable de asuntos fúnebres del Pentágono. Es probable que tampoco hubiera una ceremonia como tal hoy en Kabul, solo un simulacro, con nocturnidad, para enmascarar la amarga sensación de la derrota.
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