Tiger Woods casi muere hace 13 meses. Perdió el control de su coche a 140 kilómetros por hora, en un tramo de 70 a las afueras de Los Ángeles, y el vehículo acabó como un amasijo de hierros. Él salvó la vida, pero su pierna derecha quedó destrozada. Para un golfista con un cuerpo lleno de costuras, con cinco operaciones de espalda y otras cinco de rodilla, parecía el fin de una carrera majestuosa, con 15 grandes como cima. Pero el mito no quería retirarse en un hospital, sino luchando sobre el green. Desde entonces, el estadounidense, de 46 años, ha dado lentísimos pasos hacia una recuperación milagrosa. Y si hay milagros, para Tiger Woods estos suceden en Augusta. Allí se juró ganar la chaqueta verde “por cómo habían tratado a los negros”, allí logró su primer grande, el primero que jugó, hace 25 años, en abril de 1997, allí resucitó con su triunfo de 2019. Allí, para el Masters que comienza el próximo jueves, quiere volver. Este martes se probó en los 18 hoyos del recorrido. El mundo del golf espera saber si Tiger regresará, un cuarto de siglo después, al origen, al lugar donde nació la mayor revolución que un atleta ha protagonizado en su deporte.
En 1995, cuando jugó el Masters como amateur (puesto 41), Woods dejó una nota en su taquilla antes de volver a la Universidad de Stanford, donde el lunes tenía clase. “Aquí he dejado mi juventud atrás para convertirme en un hombre”, escribió. Al año siguiente compartió una ronda de prácticas con Jack Nicklaus, el golfista que 10 antes había situado en 18 el récord de grandes. El Oso Dorado se sinceró ante él: “El campo es perfecto para ti. Vas ganar tantas chaquetas verdes como Palmer y yo juntos [cuatro más seis]”. La profecía suena hoy exagerada —Tiger se ha vestido cinco veces de verde, la última en 2019, 14 años después de la anterior—, pero simboliza el enorme impacto que ya causaba.
Ese Masters de 1997 era el primer grande que Tiger disputaba tras hacerse profesional siete meses antes. Siguió su costumbre de levantarse entre las cuatro y las cinco de la mañana, sin despertador (“levantarme a las seis era quedarme dormido”) y correr unos kilómetros. Era su manera de despejar la mente. Ya era una estrella que se había presentado con el anuncio de Nike: “Hola, mundo”.
En la primera ronda acompañó a Nick Faldo, el campeón vigente. No cruzaron apenas palabra —”cuando juego, me pongo mi armadura”, dice Woods— y las cosas empezaron mal: 40 golpes, cuatro sobre par, en los nueve primeros hoyos. Así lo revive el protagonista en el libro El Masters de mi vida: “Mientras iba al décimo tee me rodeaban media docena de guardias de seguridad. Notaba todas las miradas en mí. Algunos espectadores decían que ya no tenía nada que hacer. Entonces me ayudó la experiencia militar de mi padre [Earl, ex boina verde]. Me había entrenado para ser un despiadado asesino en el campo y poner en práctica lo que él había aprendido en el ejército. De niño le dije que debía convertirme en alguien duro por dentro. Y empezó a utilizar técnicas de guerra psicológica y de prisionero de guerra conmigo… Necesitaba que me exigiera hasta tal punto de no querer continuar. Acordamos una palabra clave para cuando no pudiera soportarlo más. Pero nunca la utilicé. No iba a rendirme… ‘¡Cacho mierda!’, me decía. ‘¿Qué se siente siendo un negrata?’. Esas cosas. No pasaba nada. Me lo decían mientras crecí. Lo oí en el colegio y en los torneos”.
Tiger remontó, firmó 30 golpes en los segundos nueve hoyos y desde ese momento arrasó con todo. Con el campo y con los rivales. Con vueltas de 70, 66, 65 y 69 golpes, entregó una tarjeta de 270 golpes, -18, un récord solo superado en 2020 por Dustin Johnson (-20). Woods sigue siendo el ganador más joven en la historia del campeonato, con 21 años y 104 días, y el vencedor por un margen más amplio, 12 impactos de ventaja sobre Tom Kite.
El italiano Constantino Rocca compartió con Tiger los últimos 18 hoyos, la ronda de un domingo en el que ya era inalcanzable. “Me llevaba nueve de ventaja, pero pensé que podía combatir con él”, recuerda hoy Rocca, de 65 años, desde Bérgamo; “fue imposible. Le daba muy fuerte, a veces fuera, pero siempre recuperaba de manera sorprendente. Era un espectáculo. Lo tenía todo. Y una concentración con 21 años… mentalmente no era normal, muy fuerte, siempre muy concentrado. Aunque fallara un golpe, no se iba. Era un robot. Solo debía controlar esa potencia descomunal”.
El mismo Tiger no podía dejar de darle vueltas a la cabeza aquella noche. “¿De verdad estaba sucediendo? ¿Iba a convertirme en el ganador más joven del Masters? ¿Daría aquella victoria oportunidades a las minorías? ¿Qué significaría para los jugadores negros que habían sufrido por el color de su piel y no habían tenido las mismas oportunidades que yo? Solo había una forma de saberlo. Ganar la chaqueta verde. Había llegado la hora de hacer algo que no se había hecho nunca”, confiesa Woods en el libro. De modo que se vistió de rojo —el color preferido de su madre, originaria de Tailandia, donde simboliza el último día se la semana; también el color de Stanford— y sí, hizo historia.
Tiger era solo el cuarto jugador negro en pisar Augusta, tras Lee Elder, Jim Thorpe y Cal Peete. Su triunfo no fue solo una revolución racial —todos los empleados del campo, la mayoría negros, dejaron sus puestos de trabajo para ver cómo Woods se coronaba— Cambió el golf para siempre, en todos los aspectos, una sacudida como no ha vivido jamás un deporte a cargo de un solo atleta. Los gimnasios abrieron sus puertas, la bolsa de premios se multiplicó por 10, crecieron los patrocinadores… Hasta el Masters empezó a cambiar el campo para hacerlo más largo. Nicklaus dijo que Tiger había convertido Augusta en “nada”.
Seve y Clinton
Chema Olazabal, 12º clasificado, todavía revive impresionado esa exhibición: “Era poderío físico y poderío mental. Con el palo, tenía una potencia que nadie podía alcanzar, una marcha más. Y de cabeza, nunca te daba tregua, en los momentos cruciales no fallaba. Me sorprendió que luego quisiera cambiar el swing cuando había dominado así”.
Ese jovencito Tiger había absorbido como una esponja la sabiduría de Seve Ballesteros (ganador en Augusta en 1980 y 1983) y de Olazabal (1994 y luego 1999): “Fue una suerte pasar tiempo con Seve entrenando en Houston. Le llamaban El Mago por su juego corto. Es lo que era. Llegué a pensar que cerca de los greens podía hacerlo casi todo con la bola. Pasó horas enseñándome. Practicábamos hasta que anochecía”. El lunes antes del torneo de 1997, Woods se entrenó con Seve y Olazabal. Aquella lección de los dos maestros españoles se le grabó a fuego. “Fue una clase magistral. Su golf me recordó a las improvisaciones de jazz que tanto le gustaban a mi padre. Seve y Ollie eran unos genios de la improvisación. Me dieron una lección de golpes ingeniosos”.
Al culminar su obra de arte, Tiger se abrazó a su padre entre lágrimas. El médico le había dicho a Earl que no debía viajar. Había estado a punto de morir (de hecho, estuvo clínicamente muerto) por un infarto, y estaba muy débil. Pero voló hasta Augusta. Tiger le recuerda la noche antes del Masters, tumbado en la cama, dándole consejos sobre cómo poner las manos al patear. Cuando dio el último golpe, allí estaba papá (como en 2019 Tiger se abrazó a su hijo Charlie).
Antes de entrar en la sala de prensa le llamó el presidente estadounidense, Bill Clinton, y esa noche se quedó dormido abrazando la chaqueta verde como un niño a un peluche. Hoy, 25 años después, roto físicamente pero con la misma pasión, Woods quiere volver a soñar en Augusta.
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