EL PAÍS

La rutina de la derrota

Por muchos años se habló del milagro peruano como un halago a su fortaleza económica, cuando lo auténticamente milagroso es que la democracia peruana haya sobrevivido. Y aunque existe una guerra por dominar la narrativa de la génesis de este nuevo episodio de la crisis peruana que empezó con el fallido autogolpe de Pedro Castillo; lo cierto es que estamos asistiendo a la metástasis de una sociedad disfuncional, con un régimen híbrido –como lo ha destacado esta semana la Unidad de Inteligencia de The Economist–, que desde hace muchos años no dialoga, sino que persigue al opositor. Más que dos bloques polarizados y populares, la sociedad peruana es una galaxia de liderazgos insignificantes, un amasijo que contiene tantos caleidoscopios como ambiciones políticas individuales, una sociedad que ha perdido la capacidad no sólo de llegar a consensos, sino que persigue y proscribe el consenso. Somos la antítesis de las utopías consensualistas, pero tampoco estamos tan lejanos del estado de guerra hobbessiano que convive con la justicia de mano propia, como lo demuestran las escenas de un gobernador regional en Puerto Maldonado, disparando con su fusil a los manifestantes que arrojaban piedras contra su vivienda.

Mi primera columna en se tituló “Perú, una derrota segura”. Se escribió tras la segunda vuelta del 2021, cuando sobrevivimos a unas elecciones infernales, donde los mandones de turno pidieron asumir lealtades desenfrenadas y se cargaron los pocos espacios de reflexión que existían. No había materia prima para el optimismo, ni Pedro Castillo ni Keiko Fujimori eran candidatos que habían conseguido asegurarse la simpatía de las grandes mayorías. Fuimos a las urnas con las entrañas y nada bueno sale de elegir con el ceño fruncido y las arcadas contenidas. Porque, eso es lo que hemos hecho desde el 2001, cuando recobramos la democracia secuestrada por Alberto Fujimori, elegir con la arcada contenida.

Dentro de esa galaxia de proyectos políticos, se vino a cobijar la identidad electoral del sur peruano, que reclama desde hace mucho tiempo una inclusión política y simbólica dentro del proyecto republicano. No es una mayoría, pero está ahí, lanzando mensajes de advertencia repetitivos. Aquí es donde hay un punto ciego dentro del análisis de esta nueva crisis. Dina Boluarte asumió constitucionalmente la presidencia, su mandato era lícito y no espurio como algunos mandatarios desde Gustavo Petro hasta Andrés Manuel López Obrador han manifestado—con evidente mala inquina y antipatía—. Pero, fue un error endiablado de la presidenta Boluarte no haberse acercado prioritariamente a los que votaron para que Pedro Castillo ganara —no tanto a aquellos que votaron para evitar que Keiko Fujimori triunfase, que no son lo mismo—.

Boluarte subestimó la reacción de aquellos bolsones electorales donde Pedro Castillo diezmó a Keiko Fujimori con más del 80% de los votos: el sur peruano. El error fue más clamoroso cuando, por afán de supervivencia, la presidenta Boluarte decidió acercarse rápidamente a aquellos parlamentarios que —sólo semanas antes—, querían inhabilitarla para la función pública y que siempre predicaron que Pedro Castillo había perpetrado un fraude para llegar a palacio. ¿Qué esperaba la mandataria lograr después de ese giro político? ¿No era mejor dirigir su atención inmediatamente a esas regiones y aclararles los innumerables errores de Pedro Castillo, antes que sonreír frente a las bancadas de la derecha peruana?

Mucha agua ha corrido debajo del puente desde entonces. Más de cincuenta muertos tras la violenta represión policial —muchos de ellos sin siquiera participar de las protestas y que para unos extremistas están “bien muertos”—, un policía quemado junto a su patrulla, comisarías y fiscalías incendiadas, ambulancias que son emboscadas; escenas que dan cuenta de la barbarie. Una barbarie que se ha convertido en rutina. Perú es un país que ha normalizado tener sus carreteras bloqueadas y aeropuertos asediados, y que ya no importe que sea un enfermo grave quien se perjudique ni que sean mafias criminales las que comienzan a cobrar cupos para permitir el paso. Barbarie que nos dejan las —cada vez más frecuentes— escenas de enfrentamiento entre manifestantes y contra manifestantes, donde chocan la xenofobia, el racismo y la impotencia de muchos comerciantes que enfrentarán una quiebra cierta en negocios que no se mueven desde hace semanas. Somos un país con una economía informal, donde un día sin trabajo hace pasar hambre, y aun así muchos comerciantes de mercados de abastos realizan colectas para financiar los gastos de los manifestantes, duele el hambre, pero para muchos, a veces duele más la indiferencia.

Pero también forma parte de nuestra nueva rutina, el ridículo. El ridículo de los desfiles policiales y militarizares por carreteras y calles que tratan de exhibir una idea de poder tan setentera, a la que solo hace falta agregarle la “Marcha Imperial” de John Williams. Ridículo como las detenciones que ha perpetrado la policía en la Universidad Mayor de San Marcos, donde tuvo que liberar a todos los detenidos entre los que había embarazadas y menores de edad. Ridículo como las teorías semióticas de los colores encontrados por la policía en los escudos de los manifestantes, o ridículo como el reconocimiento de la ministra de relaciones exteriores ante el New York Times de que no tienen evidencias claras de que haya criminales instigando las protestas, pese a que semanas atrás la presidenta Boluarte había insistido en sus conferencias de prensa que había criminales incitando y financiando las protestas. La rutina del ridículo.

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No existen mediadores habilitados. Quizá porque nuestras élites políticas, intelectuales, periodísticas y empresariales se alejaron cada vez más de la ciudadanía y, según Ipsos, somos una de las ciudadanías que más desconfía de sus expertos. Quizá porque hasta los expertos se han prestado para el ridículo. En televisión, hay productores que tienen una agenda política irreflexiva, al extremo que tienen contratada a la mejor empresa de estudios de mercado peruana, pero prefieren difundir sondeos entre sus televidentes que no tienen ninguna representatividad, haciéndolos pasar como rigurosos cuando todos saben que cada una de esas pesquisas es un elogio al arte del engaño. Quizá no les bastó con hipotecar su prestigio cuando hicieron desfilar a un criptoanalista que demostraría el fraude de las elecciones del 2021. Woody Allen recordaba que del ridículo no se vuelve, pero algunos medios peruanos están dispuestos a visitarlo cotidianamente, no quieren volver sino quedarse a residir en el ridículo. Ridículo como el de algunos ex funcionarios de izquierda del gobierno de Pedro Castillo, que guardaron gélido silencio cuando sus corruptelas comenzaron a destaparse, pero que hoy aparecen como defensores de las causas populares, más interesados en empujar al abismo antes que al diálogo, más interesados en contar muertos que en responder a las varias acusaciones que pesan en su contra.

Así la crisis peruana se empantana, sin políticos, sin partidos, sin líderes, sin mediadores. La crisis del 2001 pudo salvarse porque había liderazgos que permitieron que Valentín Paniagua liderara la transición política hacia unas elecciones generales que dieron a Alejandro Toledo como ganador. El 2023 nos encuentra sin líderes políticos que hagan digerible la transición, con un parlamento infantil y decadente, que ha prologado el debate de adelanto de elecciones hasta el extremo de la indignante exasperación, que habite en otra dimensión, con fórmulas irreconciliables, donde la Asamblea Constituyente ha planeado otra vez.

Una Asamblea Constituyente que casi había sido sepultada por Pedro Castillo y su impopularidad, pero que la presidenta Boluarte y las bancadas de la derecha en su afán de negar que la pradera se estaba incendiando, han conseguido volver a recolocar en el debate público. La izquierda ha trabajado con empeño por la Asamblea Constituyente, pero nadie ha trabajado tanto por la Constituyente como las intervenciones parlamentarias de los congresistas de la derecha peruana —enfrentados puerilmente y donde el fujimorismo ha intentado desmarcarse, aunque sea uno de sus parlamentarios el que haya vertido gasolina despreciando a la wiphala—, o las conferencias de prensa de la presidenta Boluarte minimizando las protestas cada vez que puede. Sucede que nadie ha hecho más por el antiestablishment peruano, que los actores políticos del establishment. Si se perpetúa la ruta cíclica peruana, ellos volverán a hacer más posible que un populista autoritario antisistema tenga muchas posibilidades el 2023 o 24, o cuando se le antoje al Congreso. El Perú continúa, despiadadamente, su marcha segura hacia la ingobernabilidad, donde se pierde y se vuelve a perder: la rutina de la derrota.

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