“Salomon murió esta semana en la selva”. Jeff Sagasse, haitiano con un español casi perfecto, alto y lenguaraz, suelta la frase con resignación fría, como si fuera un destino inevitable. Sentado en un restaurante de Necoclí, un pueblo costero de Colombia donde se han agolpado más de 10.000 migrantes a la espera de cruzar a Panamá, saca el celular y muestra una imagen. Raymond Salomon, con un sombrero rojo de ala ancha, mira a la cámara. Sobre su foto, una cruz dibujada y un mensaje en creole: “Con gran pesar me enteré de esta noticia. Descansa en paz, amigo”, escribe en su estado de whatsapp un haitiano residente en Chile. Dicen que tenía 42 años y era albañil, que intentó cruzar la impenetrable selva del Darién junto a ocho familiares y que se ahogó en un río crecido. Que nadie pudo ayudarlo. La selva se tragó su cuerpo. “El Salomon era un excelente trabajador de la construcción, antes de ir le dije que se cuidara. Pero se nos fue”, dice desde Chile Irvens Norvilus, otro haitiano que está a punto de viajar al Darién.
Las autoridades no saben con certeza cuántos migrantes han muerto intentando llegar hasta Panamá, apenas un paso en la larga travesía por Costa Rica y México para llegar a Estados Unidos y alcanzar su sueño americano, pero los que han atravesado aseguran que el Tapón del Darién, de 500.000 hectáreas, es uno de los cruces más peligrosos en Sudamérica. Que esa selva húmeda y cerrada es un cementerio.
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Los peligros vienen desde todos los frentes y los haitianos lo saben. Pero evitan mencionarlo. Otros sienten que no tienen alternativa. “Ayer lloré, llamé a mi familia, pero mi hermana me dijo: haz cualquier cosa pero no te devuelvas, ya llegaste hasta allá, sigue”, cuenta Surys Rivera, dominicana que viaja con un grupo de haitianos, mientras compra un frasco de creolina, un desinfectante que supuestamente ahuyenta a las serpientes y a otros animales de la selva. En su maleta ya tiene tres inhaladores porque es asmática, pastillas para el dolor y poca ropa. Salió desde Chile, atravesó Perú, Ecuador y Colombia y la ha ido regalando en el camino para perder peso. Nos deja su número de celular para contar de la travesía en la que lleva dos días. Aún no responde. La migración es una pregunta abierta, un whastapp sin señal ni respuesta.
Del barrio Caribe a villa Haití
El muelle de Necoclí bulle. Como muchos días desde julio, miles de hombres haitianos, mujeres con niños en brazos hacen filas para subirse a una embarcación e irse de este pueblo costero de 70.000 habitantes (20.000 en su área urbana), donde llevan varios días, hacia Capurganá, el último lugar antes de adentrarse en la selva del Darién.
La música africana se pelea con los vallenatos colombianos en un parlante, un vendedor lee nombres de los migrantes que han conseguido un cupo y cuenta hasta 11, a través de un megáfono. Pide ponerse las mascarillas pero nadie le hace caso. El calor húmedo ahoga. Una pareja haitiana que lleva una bebé no logra entrar en el barco. Vienen de Brasil y no hablan español. No pudieron comprar el billete para viajar en empresas comerciales y tendrán que esperar otro día más o aventurarse en lanchas ilegales. El desconsuelo se les nota en la mirada, pero tampoco pueden expresarlo.
Unas cuadras más lejos, otro grupo enorme de haitianos intenta coronar espacio en una embarcación. Villa Haití han llamado a esta zona donde se aglomeran unas mil personas diarias que salen en barcos legales. Según las autoridades panameñas, solo en julio ingresaron a su país 18.000 migrantes. Los haitianos están organizados por grupos familias o de amigos, vecinos que dicen, quizá puedan socorrerlos en la selva. Un día antes de cada viaje envían a un líder a comprar los billetes, pero estos no siempre consiguen los suficientes y a la hora del viaje, la unidad vecinal se fractura.
-”Todos los niños mayores de 2 años, pagan. Necesitamos meter 92 personas y hay 94. La única opción es que una persona del grupo se baje”, dice un colombiano que organiza los botes. “Es ayuda humanitaria, pero también es negocio, papi”.
Los migrantes pagan 55 dólares por un viaje hasta Capurganá, van con chalecos salvavidas y en buenas condiciones. Sus maletas protegidas con bolsas y marcadas con sus nombres. Pero el pasaje cuesta poco más del doble de lo que paga un turista que visita ese lugar. En Necoclí, el riesgo de la vida para un migrante se calcula en dólares que circulan por todo el pueblo y han reactivado también su comercio. A mayor plata, menos riesgo, les dicen. Aunque la realidad sea otra.
Quienes tienen más dinero y temen a la selva, prefieren pagar lanchas ilegales, de las que salen en las noches oscuras y poco ventosas. Entregan hasta 450 dólares por persona a los coyotes, como se llama a los traficantes de migrantes, que los llevan directamente hasta Panamá, por mar. ¨Se evitan ocho días de caminatas inseguras, de abismos y robos¨, dice una fuente local.
¨Tristemente se ha creído que los problemas son los animales, el mayor peligro son delincuentes que vulneran los derechos de los demás¨, confirma el director de Migración Colombia.
El mar que engulle migrantes
Pero el mar también engulle migrantes. En enero de este año, una embarcación con haitianos naufragó en la bahía de Pinorroa, del lado colombiano. Hallaron tres cuerpos, entre ellos el de una niña de seis años, pero otros cuatro migrantes siguen desaparecidos. Antes, en 2019, murieron otros 21 africanos, un bebé de un año, entre ellos. “El hecho de que sea migración irregular oculta los fallecimientos. Lo propio ocurre en el tapón del Darién”, dice el director de Migración Colombia, Juan Francisco Espinosa.
En todos los casos, los migrantes pagan “guías” que les cobran 120 dólares por cada uno y les ofrecen seguridad en un ambiente de violencia y grupos armados como el Clan del Golfo. “Les pido a aquellas personas que piensan venir que no lo hagan, no vengan, hay muchos peligros en la selva. Me quitaron las pertenencias pero me dejaron la vida. Los guías nos dejaron botados en el segundo día”, dice un venezolano que ya cruzó por El Darién. Se exponen a robos, violaciones y asesinatos, según varios testimonios que circulan en las playas de Necoclí entre ellos.
Un efecto de la pandemia
El origen de esta crisis humanitaria es viejo pero detonado por la pandemia del coronavirus. Después del terremoto en Haití, en el año 2010, muchos migraron hacia Brasil y Chile. Pero los efectos económicos de las cuarentenas en esos países los hicieron retomar la andadura por todo el continente. “Yo tenía una discoteca que cerró con la cuarentena”, cuenta Sagasse, de 26 años. Vestido de basquetbolista y con cadena de oro colgando en el pecho, dice que le gustaría hablar con el presidente de Colombia. “Necesitamos un transporte bueno, un paso humanitario hasta Panamá. Nosotros no queremos quedarnos en Colombia, solo pasar y seguir hasta Estados Unidos o Canadá”.
Es, en efecto, una migración de tránsito que, sin embargo, causa un alto impacto. Según Migración Colombia, este es el movimiento migratorio extra regional más fuerte de los últimos 15 años. En 2016, fueron 34.000 migrantes de tránsito, en 2019, 19.000 y en 2020, 4.000. Ahora se ve la reacción al rezago de 2020, agrega el director Espinosa.
La aglomeración de migrantes en Necoclí ha sido catalogada de crisis sanitaria. Los niños, cuenta un médico del hospital municipal que atiende gratis en la playa, suelen tener diarrea y los adultos, gripa. De Covid. 19, poco se habla. Cerca de ahí, un puesto del Instituto de Bienestar Familiar entrega complementos nutritivos a las embarazadas y los niños. Pero las ayudas terminan ahí.
Los rumores circulan como el viento del mar y los migrantes se aferran a cualquier mínima certeza, una imagen, un audio de quien logró llegar al otro lado de la frontera. Cuando no están molestos con los periodistas se acercan a preguntar por la posibilidad de un paso humanitario. “¿Qué se sabe, es verdad que solo harán uno para los cubanos y venezolanos?”, pregunta Julio Chacón, cubano que salió por Surinam, llegó a Venezuela, pasó a Colombia y ahora trabaja de mesero para pagar el paso en la selva.
La misma espera de un grupo de venezolanos, que llegó a pie a Necoclí, y vive en carpas en la playa. Liderados por Saida González, una exmilitar venezolana que llora cada que habla de su uniforme, imploran también por un corredor que les permita llegar seguros a Panamá. “Sabemos de violaciones, robos y muertos en la selva”, dice la señora acerca de videos que les han llegado de compatriotas en los que muestran algunos muertos.
Las autoridades colombianas y panameñas han decidido explorar vías humanitarias para ¨el paso ordenado y seguro de los migrantes¨. El lunes, ha dicho, la canciller panameña, Érika Mouynes, visitará la zona de embarque de Colombia para determinar una cuota de migrantes que puedan ser recibidos de manera ordenada y segura. “No queremos que los migrantes tengan el riesgo de ahogarse ni de pasar por el Darién, donde tienen tantos riesgos. Hay muchos niños y mujeres”, agrega la homóloga de Colombia, Martha Lucía Ramírez.
Para muchos, como Salomon o el bebé de la República Democrática del Congo, muerto en 2019, ha sido demasiado tarde. Lo mismo que para Surys que, si el asma no la dejó en el camino, va por su quinto día de recorrido.
Mientras esas decisiones se convierten en realidades, los migrantes no se detienen. Guerlande Lesperance tiene 21 años, un cuerpo menudo y mucho miedo: no sabe nadar. Días antes de embarcarse en una lancha que la llevaría directo hasta Panamá, la asaltaba el temor a ahogarse, que su familia la vea hundirse y que nadie pueda hacer nada. “Hay mucha gente que se murió en el agua atravesando, yo no quisiera ver eso”, decía. Como muchos otros dejó su número de celular, pero aún no responde.
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