Una foto de su etapa en la Roma mostraba a Luis Enrique leyendo al alba documentos en Trigoria con una de esas cintas en la cabeza con linterna. El actual seleccionador tenía que buscar casa en la ciudad e Iván de la Peña le aconsejó que mirase en La Olgiata, una urbanización en el norte, al otro extremo del complejo deportivo de la Roma. Lo Pelat se la recomendó porque a él le quedaba muy cerca de Formello, donde se entrenaba con la Lazio las dos temporadas que jugó con ellos. Mala idea. El asturiano debía enfrentarse al endemoniado tráfico romano para atravesar la ciudad cada mañana. Y para evitar quedar atrapado, no tenía más remedio que plantarse en las oficinas a las seis de la mañana, cuando no había salido el sol ni llegado nadie que diera la luz. Todo lo que hizo en Roma parecía ir contra los principios de la lógica italiana.
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Luis Enrique fue durante su estancia en Roma el Hombre vertical. Le llamaban así —Héctor Cúper también recibió ese apodo en el Inter— por su resistencia a la fuerza de la gravedad y al peso de la realidad deportiva. También a cualquier elemento que quisiese doblegarle. Y fueron muchos.
El día que fichó por la Roma, todo el mundo corrió a llamar a Mauro Tassotti —segundo entrenador hoy de Ucrania— para entrevistarle. Las cosas seguían tensas entre ambos desde aquel codazo que le partió la nariz al asturiano y liquidó los sueños mundialistas de la selección española en 1994. Para los italianos, obviamente, aquello no fue para tanto. Pero tenían pocas referencias de quien iba a ser nuevo entrenador de la Roma. El club acababa de cambiar de dueños y Franco Baldini, director general, se fijó en un joven entrenador que despuntaba en el Barça B y proponía algo parecido al fútbol que asombraba al mundo en el primer equipo de la mano de Guardiola.
Cambio de paradigma
En Italia, sin embargo, nunca terminaron de descifrar a Luis Enrique. Ni a él ni a su juego. Tampoco le gustaba el compadreo, deber favores. Perdió el primer partido oficial contra el Slovan Bratislava en la Europa League. Y en la vuelta, cuando necesitaba un gol, mandó a la caseta a Totti, todavía un ídolo supremo con más poder que el presidente. En el Olímpico se hizo el primer silencio de la era Lucho. Fue un aviso de lo que haría un año después en Anoeta con Messi. Pero como le dijo el argentino en la entrevista con Jordi Évole (señaló a Guardiola y a Luis Enrique como sus dos mejores entrenadores), Totti solo tuvo palabras de elogio y abrazos el día que se despidió.
La temporada fue mala y corta (10 meses). La Roma perdió partidos contra equipos pequeños de forma muy clara (Lecce, 4-1; Atalanta, 4-1). Salió derrotada también de los dos derbis y terminaron séptimos. El equipo no arrancó, en gran medida porque Luis Enrique no tuvo los jugadores adecuados. Pero el cambio de paradigma había empezado silenciosamente en Italia. Desde los tiempos de Arrigo Sacchi nadie había querido nadar de forma tan violenta contra la historia. Y el asturiano introdujo novedades en el sistema que luego se vieron en otros equipos como el Nápoles de Sarri o el Sassuolo de Roberto De Zerbi que, de algún modo, han cristalizado en la gran selección de Mancini.
La sociedad propuso que continuase, pero el ambiente ya no era el más propicio y él mismo decidió hacer las maletas. Fue una despedida extraña, porque en el fondo todos sabían que había hecho un buen trabajo sin la plantilla apropiada ni el apoyo cerrado de la grada. “No todos los aficionados han entendido lo que hago, pero creo que soy honesto conmigo mismo en primer lugar, luego con el club, los jugadores y la afición”, dijo en su despedida. Capitanes del equipo, como Daniel de Rossi, que jugó con él como central, lo reconocieron cuando se fue. Baldini le adoraba e incluso llegó a desearle a la gente que algún día encontrase a un amigo tan íntegro como lo fue Luis Enrique. Dos años después, cuando ganó la Champions con el Barça y contra la Juventus, se la dedicó a todos los tifosi romanistas. Y eso sí que nadie lo ha olvidado.
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