El 9 de marzo de 1999 la pareja formada por William y Camille Anthony instituyó en Estados Unidos la celebración del National Napping Day. Con esta festividad oficiosa, los autores del popular libro sobre el arte de dormir en el trabajo trataban de eliminar los múltiples prejuicios de los norteamericanos ante la siesta y resaltar los beneficios para la salud de esos pequeños periodos de sueño.
El 9 de marzo de 2020, como no podía ser de otro modo, celebré ese día por todo lo alto con una siesta de dos horas. El mundo había comenzado a resquebrajarse, pero yo aún no me había dado cuenta de ello. Las noticias sobre la incidencia de la covid-19 en China y en Italia eran constantes desde hacía algún tiempo, pero la pandemia me parecía aún un asunto lejano, un desastre que jamás podría suceder en España. Vivía en una especie de burbuja de ingenuidad. Apenas cinco días después, las cifras de muertos y contagiados se habían disparado, y el viernes 13 el presidente del Gobierno anunció en rueda de prensa el estado de alarma, que entró en vigor el domingo 15, a las 00.00 horas.
Durante las primeras semanas de la cuarentena me costó horrores concentrarme. Para cualquier cosa, pero especialmente para leer y escribir. El presente era tan desbordante y urgente que el más mínimo horizonte que se desviara de la actualidad era incapaz de captar mi atención. Después lo he hablado con muchos amigos; a todos nos sucedió lo mismo. La realidad y lo inmediato nos bloquearon, como si el mundo se hubiera vuelto turbio y brumoso.
En esos días sin concentración, yo intentaba poner orden a unas notas que había comenzado a escribir sobre la siesta. Había terminado un ensayo sobre el tiempo en el arte contemporáneo y, antes de meterme de lleno en una nueva novela, me había propuesto escribir un pequeño texto sobre esa costumbre que suelo cultivar con placer. Estaba prácticamente esbozado y en unas pocas semanas podría haberlo finalizado. Sin embargo, esos días lo frenaron todo. No me centraba. Pero sobre todo sentía que lo que había escrito ya no tenía sentido. Al menos no lo tendría publicarlo. ¿Un ensayo sobre la siesta, en medio de la catástrofe? Demasiado trivial para lo que sucedía a nuestro alrededor.
Creí que ese encierro nos serviría también para reformular nuestras prioridades, para atender lo que realmente valiese la pena, para escribir sobre lo verdaderamente importante. ¿La siesta? Lo que había escrito podía ir a la papelera sin problema.
Aun así, durante días traté de rescatarlo. Pero escribir me resultaba artificial y confuso. Los párrafos parecían montañas y no encontraba el modo de llegar a las palabras.
Las que sí venían eran las siestas. Siestas de varias horas de las que me levantaba sin saber muy bien cuándo y dónde estaba. Siestas en pijama –a veces no me lo quitaba en todo el día– que me recordaban las siestas largas de mi adolescencia. En ese sueño del mediodía encontraba refugio, una especie de oasis en medio de la catástrofe.
Durante esas semanas, el tiempo se aceleró y, a la vez, se espesó. Para aquellos que tuvimos que quedarnos en casa, todos los días eran iguales. Nadie sabía cuándo iba a terminar la pesadilla. No veíamos el fin –tampoco es que ahora lo tengamos demasiado claro–. Y, en parte, yo me acostaba con la secreta intención de acelerar el tiempo, para que todo pasara más rápido y, al despertar, el mundo hubiera regresado a la normalidad. Pero también dormía para frenar el tiempo. La siesta interrumpía la nueva cotidianidad acelerada que había acabado introduciéndose en las casas. El tiempo de la sobreinformación, del teletrabajo, de la conexión continua con el exterior, el ritmo frenético de la fábrica y la ciudad, que había penetrado ya del todo en el espacio doméstico.
Un tiempo enloquecido en el que no había espacio para el aburrimiento. Esa fue una de las obsesiones desde el primer momento. Hacer cosas. No parar un instante. Y a la cascada de noticias cambiantes que desbordaban nuestra capacidad de entendimiento y asimilación se sumó una cantidad delirante de actividades de ocio digital que desquició nuestra rutina. Las redes sociales se llenaron de vídeos en directo, recomendaciones, conciertos, recetas, ejercicios, visitas virtuales a museos… Era imposible llegar a todo. Especialmente si añadimos el teletrabajo y la escalada creciente de la comunicación afectiva –llamadas, videoconferencias y mensajes con familiares y amigos con los que hacía años que no conversábamos–. Había que estar activo constantemente. Comunicar. Crear. Producir. Mover el sistema hacia delante. “Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando solo siento desconcierto”, escribió Mariana Enríquez en su participación en el Diario de la pandemia de la Revista de la Universidad de México. Ponía así palabras a esa sensación de ansiedad que nos había poseído también como un virus.
La casa –en realidad, la pantalla– se convirtió en fábrica, en bar, en plató de televisión, en sala de conciertos, en librería, en gimnasio… La nuestra y la de los demás. Las esferas de lo público y lo privado se entrelazaron aún más de lo que ya estaban. El interior se desveló y las últimas sombras que nos quedaban para resguardarnos en la intimidad saltaron por los aires.
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En un artículo aparecido durante los primeros días de la cuarentena, la escritora suiza Mona Chollet llamaba la atención sobre el modo en que se había introducido en el hogar la temporalidad y rutina del exterior, especialmente la del espacio laboral. Frente a esos ritmos externos, Chollet vislumbraba en el confinamiento una oportunidad para «liberar el uso del tiempo de la obsesión mercantilista por la productividad» y planteaba apagar los despertadores, incluso las pantallas –nuestros “braseros virtuales”–, y desconectarnos del mundo exterior.
Esta incitación a la desconexión fue una de las constantes de muchas de las intervenciones que, como un goteo, fueron publicándose durante las primeras semanas de la cuarentena. Es lo que sugería Olga Tokarczuk: regresar al tiempo de la naturaleza y de los cuerpos, ese que la pandemia había traído de nuevo, pues “lo anormal era el frenético mundo anterior al virus”. Desconectar mentalmente para mantenernos a salvo, pero también de modo real y efectivo, como planteó con radicalidad Paul B. Preciado, para quien, bajo la llamada de los gobiernos al encierro y al teletrabajo, se escondía un camino inexorable hacia la descolectivización y el telecontrol. Su propuesta era tajante: “Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos la revolución que viene”.
Mi desconexión fue quizá menos ambiciosa. Consistió en dejar en ocasiones la mente en blanco. Cerrar momentáneamente los ojos y los oídos. Crear algunos días una coraza afectiva. Convertir el interior de la casa en un búnker. Y sobre todo dormir la siesta. Después de comer frente al telediario del mediodía, necesitaba digerirlo todo –no tanto la comida como la información–, retirarme a la oscuridad de la habitación y cerrar los ojos. Abandonarme al sueño para resguardarme, al menos por un momento, de todo aquello que me desbordaba: noticias, ocio, afectos. Era un corte necesario. Un reencuentro con algo que esos días sentía que había perdido: el centro, las certezas, la distancia necesaria para pensar, habitar y entender el mundo.
Con el tiempo, comenzó a regresar la concentración. El mundo seguía derrumbándose, pero es curioso cómo la excepcionalidad acaba integrándose en la rutina y, aunque todo se resquebraje, volvemos a interesarnos por lo más nimio e intrascendente. Tal vez por eso acabé atreviéndome a regresar al pequeño libro sobre la siesta para terminar de darle la forma definitiva. Fue entonces, al revisar ese texto fragmentario y deslavazado, cuando me di cuenta de que, aunque había escrito acerca de la siesta, esas notas –que se movían entre el ensayo, la memoria y la narrativa– hablaban en realidad de otra cosa. Orbitaban en torno a tres problemas fundamentales que aparecían en el texto una y otra vez: el tiempo, el cuerpo y la casa. Cuestiones que en ese estado de excepción resonaban de modo especial.
El tiempo: la siesta como interrupción, como intervalo necesario para frenar, aunque sea por un instante, el ritmo continuo, acelerado y capitalizado de la experiencia cotidiana. La siesta como regalo, como don, como evento excesivo capaz de fracturar la lógica productiva.
El cuerpo: la siesta como reencuentro con nuestra biología, en esos días en los que tomamos conciencia de la fragilidad de nuestro organismo, pero también en los que el cuerpo del otro se transforma en un peligro y todos somos presa de una suerte de noli me tangere paradójico. El miedo al otro, al contacto, pero también la desconfianza en nosotros mismos, en nuestro cuerpo potencialmente contagioso. El yo como amenaza constante.
Y, por último, la casa: la siesta como hogar, como refugio interior. La casa, el sofá, la cama, el territorio de la retirada. La siesta como trinchera, como espacio de desconexión con el exterior, pero también de reconexión con eso que esos meses, más que nunca, sentimos en peligro: la vida. Una especie de afirmación de que uno sigue vivo y que, aunque el mundo se esté derrumbando, algo ahí aún se mantiene. Una protección ingenua: la creencia de que nada malo puede sucedernos mientras sigamos durmiendo la siesta.
La casa, el tiempo y el cuerpo, entretejidos. La siesta como regreso, como resistencia, como reencuentro con algo que creíamos perdido. La siesta como un arte de la interrupción. Sobre eso había escrito. Dialogaba con el presente mucho más de lo que, en principio, había llegado a imaginar. Me convencí entonces de que debía acabar de darle forma a esas notas. Incluso publicarlas. Y también pensé en ese momento que sería necesario un prólogo. Uno como este, escrito al final pero situado al principio –en realidad, un epílogo–. Unas palabras breves para tratar de enlazar dos mundos. El mundo conocido en que el texto fue escrito y el mundo incierto y extraño en el que ahora ve la luz.
‘El don de la siesta’
Editorial: Anagrama. 2020
Formato: Tapa blanda o bolsillo. 136 páginas
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