Bienvenidos sean los refugiados, pero a miles de kilómetros de la próspera Dinamarca. Una ley impulsada por el Ejecutivo socialdemócrata, que permite enviar a otros países fuera de la UE, probablemente a África, a los solicitantes de asilo y, eventualmente, que sean acogidos fuera de territorio comunitario, ha provocado críticas de la ONU y la indignación de los grupos de derechos humanos. La medida se engloba en la deriva antinmigración en la que lleva años embarcado el país nórdico y que también apunta a los refugiados ya instalados en su territorio: Dinamarca es el primer país europeo que ha empezado a revocar permisos de residencia de ciudadanos sirios alegando que hay áreas de Damasco que son seguras. Uno de ellos, Mohamed Alderi, de 56 años, se lleva las manos a la cabeza mientras cuenta nervioso que tiene una orden judicial para abandonar el país en julio: “Si me hacen volver, en dos semanas estoy muerto o detenido”.
El objetivo declarado de esta política de mano dura es desincentivar la llegada de refugiados, que casos como el de Alderi y su familia, que llegaron a este país de forma escalonada entre 2014 y 2015 huyendo de la guerra en Siria, se resuelvan desde el principio en otros países. Así lo explica sin rodeos el diputado socialdemócrata Rasmus Stoklund, portavoz en temas de inmigración e integración del partido, en una entrevista por videoconferencia: “El sistema actual de asilo es insostenible. Si trasladamos a los solicitantes a otro país socio, pensamos que solo unos pocos querrán venir a Dinamarca. Queremos cambiar el incentivo. Si saben que no van a quedarse aquí, no lo pedirán”. La nueva ley, aprobada en el Parlamento en 3 de junio por una amplia mayoría, está a la espera de que se cierre un acuerdo con un tercer país para poder aplicarse. El periódico Jyllands-Posten ha publicado que ha habido conversaciones con Egipto, Etiopía, Túnez y Ruanda. Oficialmente, aún no hay nada, pero asegura que el país elegido cumplirá con los derechos de los solicitantes de asilo.
En la plaza peatonal que hay frente al palacio de Christiansborg, sede del Parlamento, un grupo de personas lleva semanas turnándose para protestar por la política de asilo del Gobierno, en especial por la revisión de la residencia de los refugiados sirios. Con ellos conversa con soltura Alderi, en árabe, danés e inglés, según requiera el interlocutor. “En Damasco era abogado y el régimen me amenazó porque hice algunas preguntas sobre gente detenida, y el Estado Islámico me dijo que me iba a cortar la cabeza porque defendía las leyes de los infieles. Nunca olvidan”, cuenta junto a una pancarta amarilla que alerta en danés que “Siria no es segura”.
Él y su hija Sara, de 19 años, han viajado tres horas y media en coche desde Sonderborg, la localidad de 27.000 habitantes en la que reside, en un viaje relámpago para ver a su abogado en Copenhague. “En Damasco no nos queda nada, lo bombardearon todo”, explica la joven, que estudia bachillerato internacional. Un juez ya ha decidido sobre el caso de Alderi, pero el resto de la familia, al llegar meses después a Dinamarca, sigue un proceso aparte. Está pendiente de resolución. “No podemos volver allí, antes nos vamos a Jordania o Líbano”, dice el padre. Desde 2019, Dinamarca ha revocado el permiso de unos 200 sirios. Además, el menos otros 250 han vuelto voluntariamente tras aceptar la oferta del Gobierno de recibir 175.000 coronas (unos 23.500 euros) por persona. El Gobierno insiste en que el estatus de refugiado es temporal y que sus informes indican que se puede volver a Damasco.
La enésima vuelta de tuerca en relación con la cuestión del asilo político en Dinamarca, que ya tiene una de las posturas más duras de la UE en materia de inmigración, preocupa a las organizaciones internacionales. Para el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), las políticas danesas son “contrarias a los principios en los que se basa la cooperación internacional en materia de refugiados”. La secretaria del Consejo Danés para los Refugiados, Charlotte Slente, califica la ley de “idea irresponsable e insolidaria”. “El Parlamento ha votado una ley que allana el camino para un proceso de asilo que no existe aún y que no sabemos qué puede conllevar”, añade.
Dinamarca se convirtió en 1951 en el primer país en firmar la Convención de Ginebra —que sentó los fundamentos legales para la protección de los refugiados en el mundo— y hasta los años noventa Copenhague tuvo unas de las políticas de inmigración más abiertas de Europa. Pero desde entonces los Gobiernos, especialmente de centro-derecha, pero también socialdemócratas, han ido endureciendo las leyes. Esta tendencia ha ido calando en casi la totalidad del espectro político, sobre todo desde que en 2007 el ultranacionalista Partido Popular Danés irrumpió como tercera fuerza parlamentaria, una señal de la fuerza del mensaje antinmigración.
La postura de los socialdemócratas daneses ya se desplazó hacia la derecha cuando Helle Thorning-Schmidt ocupó la jefatura del Gobierno entre 2011 y 2015. Un año después, en 2016, los socialdemócratas apoyaron una iniciativa que permitía confiscar las joyas y otros activos de los refugiados para ayudar a financiar su estancia, una iniciativa muy criticada que en la práctica solo se ha aplicado un puñado de veces.
Sin embargo, el gran cambio se produjo cuando Mette Frederiksen ganó las elecciones de 2019 con la promesa de una política de inmigración “justa y realista” que no suavizase las medidas adoptadas por sus antecesores del centro-derecha y la derecha más dura. En enero, la primera ministra reiteró que su objetivo, esgrimido como prioritario durante la campaña electoral, era tener “cero solicitantes de asilo”. ¿Son estas iniciativas acordes con los valores socialdemócratas? El partido de Frederiksen opina que sí, según explica su portavoz: “El sistema actual de asilo es insostenible, si dedicáramos el dinero a financiar los campos de refugiados de la ONU en Kenia, por ejemplo, podríamos ayudar a muchas más personas. Queremos ayudar al mayor número posible de gente. No creo que esto sea incompatible con los valores socialdemócratas”.
Los planes de Frederiksen pueden estar cerca de cumplirse. El año pasado Dinamarca recibió 1.547 peticiones de asilo, el número más bajo de la serie estadística iniciada en 1998, y un 57% menos que en 2019. En parte fue la pandemia la que ha llevado a toda la UE a ver un retroceso en las peticiones de acogida. Pero el descenso danés destaca entre otros países.
El asilo y la integración posterior de los refugiados ha sido un debate constante en la política danesa del último medio siglo. “Pero sobre todo en los últimos 10 años ha ido tomando forma la idea de que hay que proponer medidas más duras para ganar las elecciones”, afirma Karen Nielsen Breidahl, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Aalborg. “¿Que si hacemos las políticas migratorias y de integración para ganar votos? No. Pero no me importa si nuestra política, que lo que quiere es ayudar a más gente, nos ayude a ganar unas elecciones”, responde Stoklund.
El miedo a que la llegada de extranjeros erosione el Estado del bienestar y exacerbe el choque cultural alimenta algunos temores entre la ciudadanía. La elevada tasa de paro de las mujeres sirias en Dinamarca (siete de cada 10 no trabajan, según datos oficiales) se menciona a menudo desde el Gobierno como un ejemplo para argumentar que el sistema es insostenible. Pero esa realidad convive con otra: “Mi mujer es siria y sí que trabaja”, afirma Alderi. Él tenía un restaurante, pero lo cerró hace poco: “Me quieren deportar, no tenía sentido seguir”.
Los llamados guetos —una treintena de barrios desfavorecidos repartidos por el país, con bajos ingresos, mayor criminalidad y con un gran porcentaje de no occidentales, según los criterios oficiales— son un tema controvertido. El Gobierno decidió hace unos meses que el 50% de los residentes de estos guetos (ahora han cambiado el nombre y les llaman “sociedades paralelas”) tienen que ser occidentales (antes se fijó en el 30%), lo que significa que muchas familias van a tener que ser realojadas, aunque su contrato de alquiler les permitiera quedarse.
Uno de estos lugares es Mjolnerparken, un complejo de 500 viviendas sociales de ladrillo visto construido en los años ochenta en la capital danesa. Desde el exterior, la urbanización no parece tener nada especial. Cuatro grandes bloques de cuatro plantas, un gran parque enfrente, limpio, con césped. En una de las aceras, Asif Mehmood, de 52 años, espera a un amigo. Se mudó desde Pakistán en 1994, cuando era un área en la que nadie hacía cola por vivir. Años después, el distrito en el que se encuentra, Norrebro, se ha puesto de moda y la demanda de vivienda en la zona se ha multiplicado. “Quieren derribar mi edificio para construir viviendas nuevas y que el barrio sea más diverso, pero ¿a dónde vamos a ir mi familia y yo? Aún no lo sabemos”, explica. Mehmood está convencido de que el interés de la operación es económico. Por ello, junto con otros 11 vecinos afectados, ha demandado al Gobierno por esta medida, que considera discriminatoria.
En el parque los jóvenes juegan al fútbol y al baloncesto. Tres chicas, vestidas con pantalón corto y camiseta de tirantes, bailan al ritmo de la música que sale del móvil. A pocos metros, otras tres chicas charlan sentadas con el hiyab puesto. Antes de despedirse para irse con su amigo, Mehmood destaca que el barrio es muy diverso, que no ve que haya ningún problema real tal y como está: “No nos queremos ir”.
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