“Si no me conoces, ¿por qué me sonríes?”, pregunta al auditorio, de forma retórica, Paola Cauja, de 36 años. “Necesito ayuda, pero no para todo. También necesito intimidad”. Una treintena de jóvenes la mira. Relata que cuando iba al médico, este siempre le hablaba a su madre y ella no decía una palabra, su madre contaba lo que le sucedía. Hasta que un día el doctor la corrigió: “¿Quién es la enferma, usted o su hija? Pues que hable ella”. Así ganó una pequeña batalla. Recuerda la historia sentada junto a otras cinco personas. Todas tienen discapacidad intelectual. Están allí, una mañana de jueves, para derribar prejuicios, combatir la discriminación y hablar de sus derechos. “Quiero y puedo decidir”, reivindica Paola.
La cita es en el colegio Salesianos San Miguel Arcángel, en Madrid. Alumnos de grado medio de técnico en atención a personas en situación de dependencia y grado superior en integración social se sientan frente a ellos. En la tribuna, los seis autogestores, como se refieren a sí mismos, y su persona de apoyo, Mario García, psicólogo. “Autogestor es poder llevar el control de nuestras propias vidas, tomar decisiones sin que nadie las tome por nosotros”, resume Adela Palazuelos, de 63 años, la más veterana del grupo. Todos acuden al centro ocupacional Las Victorias, de la asociación Afanias, y se reúnen una vez a la semana con otros ocho compañeros, para apoyarse mutuamente en los problemas que les surjan y proponer actividades. Como dar charlas para echar por tierra estereotipos. Empezaron a hacerlo en 2011.
Juan Carlos de las Heras es el ponente más joven. Tiene 26 años. “Existen muchos prejuicios de las personas con discapacidad intelectual. No todos somos iguales”, dice. Acompaña la intervención con una diapositiva. “Son como niños. Les cuesta controlar sus impulsos sexuales. No saben comportarse en sitios públicos”, va enumerando, y rebatiendo sobre la marcha: “No es verdad, es que a veces cuesta entender las normas”. “Es la sociedad la que nos hace tener más o menos discapacidad, en función de las barreras que nos pone”, continúa.
Allí todos explican cuál es la suya. José Alfonso García Rubio, de 59, dice que le resulta muy difícil recargar la tarjeta de transportes en las máquinas. “Me tienen que ayudar. Llevo muchos años usando el metro. Antes de que hubiera máquinas, lo hacía en las taquillas”, recuerda, algo que parece más sencillo. Tratar con personas y no con tecnología. A Rubén Molina, 42 años, le cuesta leer y escribir. En el metro está atento a los colores y a los altavoces. Los autogestores aseguran que la accesibilidad no es, ni mucho menos, universal, pese a que en los últimos tiempos se ha ido avanzando.
“Hay cosas que se van adaptando, en los museos, por ejemplo, hay lectura fácil, para que las personas con discapacidad intelectual puedan entender, pero hay que seguir”, indica Adela. “Por ejemplo, cuando hay elecciones, no entendemos el lenguaje de los partidos, o con los recibos de la luz, sabemos lo que pagamos, pero no entendemos el esquema”.
Hace unas semanas, el Congreso aprobó una modificación de la ley general de derechos de las personas con discapacidad para incluir y regular la accesibilidad cognitiva, es decir, que se permita una fácil comprensión y comunicación en todos los entornos, y se dedicarán fondos europeos a fomentar la accesibilidad. Rubén dice que los carteles “muchas veces tienen todo al revés, [los directorios] son un laberinto”. Y recalca: “El mundo va muy deprisa y necesitamos apoyos”.
Conceptos como sobreprotección e infantilización sobrevuelan la charla. Gente que les trata como si no entendieran nada, que se dirigen siempre a otra persona en lugar de a ellos, que les ayudan directamente, sin darles la oportunidad de actuar por sí mismos.
De izquierda a derecha, Paola Cauja, Adela Palazuelos, Faisal Conde, Juan Carlos de las Heras, Rubén Molina y José Alfonso García Rubio.Aitor Sol
Juan Carlos cuenta que a él tienen que explicarle más las cosas, porque se distrae con facilidad. Durante la sesión hacen varias dinámicas, tratan de que el público participe y proyectan vídeos. En uno de ellos se habla del trabajo. Tres de cada cuatro personas con discapacidad no tienen empleo. “Encontrar trabajo está difícil. Las empresas contratan antes a una persona con discapacidad física que intelectual. Es más fácil poner una rampa que contratar a una persona de apoyo”, afirma Juan Carlos. Más que una barrera, el acceso al mundo laboral es un muro de hormigón.
Ellos demuestran que es posible, hace poco han ido a una empresa que había contratado a alguien con discapacidad intelectual para enseñarles cómo debe ser el trato. Adela trabajó durante años en una residencia de mayores. “Les llevaba de paseo, iba con ellos al médico, jugábamos al bingo…”. Pero el centro cerró. Su caso es algo particular. “A mí me diagnosticaron discapacidad intelectual tardía, en 2012, en mi época no existía. Me he defendido sola”, afirma. Adela intentó independizarse, pero como su plaza en el centro ocupacional no es pública, no puede permitirse pagar, además, un piso. Vive con su hermana.
Todos los autogestores conviven con sus familias, a excepción de Faisal Conde. Este hombre de 30 años, que además de asistir al centro es “monitor de comedor escolar y en el patio”, vive en un piso tutelado. Reclama “que la inclusión sea real”. Explica que los apoyos son importantes, les permiten participar, pero pide que no se les trate con paternalismo. Él ha recurrido a los tribunales para revertir la incapacitación judicial. Faisal está tutelado, como muchas personas con discapacidad intelectual, para todo tiene que recibir una autorización.
Una ley acabó el año pasado con este sistema, pero ahora debe revisarse caso a caso, y la normativa da un plazo de tres años. El proceso será lento. Es un cambio de paradigma, se trata de dar apoyos, en función de las necesidades de cada persona. “Por ejemplo, del dinero diario te encargas tú, pero para el piso a lo mejor necesitas ayuda”. Así explica Adela el concepto de curatela. Es lo que quiere conseguir Faisal.
El auditorio se sorprende al escuchar que hay mujeres a las que sus padres, queriendo protegerlas, las esterilizaban sin su consentimiento, al estar tuteladas podían hacerlo. Paola explica que una compañera le contó que a ella le dijeron que la iban a operar de la tripa, sin saber de qué. “¿Es legal?”, preguntan en el público. Mario, la persona de apoyo, afirma que “hasta hace poco tiempo lo era”. Ahora “cualquier actividad tiene que explicarse tanto al curador como a la persona con discapacidad, y es necesario asegurarse de que lo entienden”.
De nuevo sale a relucir la sobreprotección. Todos coinciden en que la falta de privacidad es un mal común. “Me ha pasado ir de viaje con compañeras y que vayan al baño con la puerta abierta, como en su casa van así, no sabían que se puede cerrar”, dice Paola. Rubén cuenta que a muchos compañeros les cuesta encontrar espacios donde poder estar con sus parejas. Él no tiene problemas y sí puede estar en casa con su novia. Faisal explica que tener discapacidad “te limita muchas cosas”: “Te enfrentas a cosas que no quieres vivir. La sobreprotección. Te limitan mucho. Para irnos de viaje nos tenemos que preparar con tres meses de antelación, nos tienen que dejar ir. Yo no puedo improvisar”.
Por ello, Mario se dirige al auditorio. Les explica que ellos “son agente de cambio social”. En su desempeño profesional, tendrán la opción de ayudar a reeducar a la sociedad. “La discapacidad es como una etiqueta, cuando te la ponen, te tratan diferente”, había dicho poco antes. Mario anima a romper con eso. Faisal remacha: “No somos etiquetas”.
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