La sombra alargada de la hambruna en el este de África por los estragos de la guerra en Ucrania

El portavoz del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en Somalia, Petroc Wilton, relata por videoconferencia, con trágica gestualidad, lo que está ocurriendo en este país del Cuerno de África. Se echa hacia atrás, respira hondo y cuenta que ya no es raro encontrar a “niños con la piel estirada sobre las costillas”. Se sube las mangas de la camisa y añade gráficamente que a estos pequeños “se les nota, en los brazos y en las piernas, la forma de los huesos”. Wilton cifra en 300.000 los menores que –calcula la agencia de la ONU para la que trabaja– van a sufrir malnutrición severa este año. Con enfática urgencia, lamenta el “drástico recorte de fondos” que está limitando la asistencia del PMA: “Necesitamos 180 millones de euros ya, solo para alivio alimentario, para salvar vidas”.

En el panorama descrito por Wilton, la guerra de Ucrania apenas ha hecho acto de presencia. La crisis humanitaria en Somalia y países vecinos (Etiopía, Eritrea) es consecuencia directa de la peor sequía en varias décadas. Tres años sin apenas lluvia y un cuarto, el actual, con previsiones que no invitan a la esperanza. Desde hace demasiado tiempo, allí se recolectan cosechas paupérrimas. Muere ganado a mansalva. La escasez ha disparado los precios de los alimentos. Todo ello en una región muy pobre –incluso para los estándares subsaharianos– y exhausta por conflictos activos o latentes (Tigray, Al Shabab).

Si añadimos el factor Ucrania, tan volátil, la ecuación podría resultar en una catástrofe de magnitud incalculable. Desde la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés, también dependiente de la ONU), el economista senior Mario Zappacosta centra su preocupación en el Cuerno de África, al que añade Sudán y Sudán del Sur, países fronterizos con este gran saliente del este africano. Ambos arrastran, asimismo, una historia no cerrada de violencia e inestabilidad política.

Unas empleadas limpian el suelo de un almacén del Programa Mundial de Alimentos con víveres destinados a las regiones de Afar y Tigray el 21 de febrero de 2022.
Unas empleadas limpian el suelo de un almacén del Programa Mundial de Alimentos con víveres destinados a las regiones de Afar y Tigray el 21 de febrero de 2022.AP

Este conjunto de cinco países –unidos por geografía, todos con una renta per cápita situada en la zona baja del continente– comparten otro plus de vulnerabilidad. Una debilidad específica en la bofetada económica mundial causada por la guerra. “Importan casi todo su trigo de Rusia y Ucrania. Más importante, este cereal resulta esencial en la dieta de sus poblaciones”, explica Zappacosta. Patrón importador que admite un matiz, producto de extrañas piruetas en las etapas del comercio global. En rigor, Sudán del Sur no compra directamente a los dos países en guerra, pero sí a Uganda y Kenia, que a su vez reciben ingentes cantidades de grano con origen en los puertos del Mar Negro. En los otros cuatro estados, los flujos importadores de trigo ruso o ucranio oscilan entre el 66% de Etiopía y el casi 100% de Eritrea, con Sudán y Somalia situados en el 92%.

Reducción de raciones

Esta altísima dependencia podría desbordar los frágiles diques que apenas contienen –en amplias zonas del norte de Etiopía o el sur de Somalia– un desastre alimentario generalizado. Los cinco países ya están, como el resto del mundo, comprando trigo mucho más caro que hace poco más de un mes. Y todo indica que las turbulencias en el Mar Negro y las limitaciones a la exportación en los dos países en guerra van a forzar, a escala global, una puja altamente competitiva en mercados alternativos. “Los países más ricos, capaces de pagar precios altos, podrían acaparar el grano disponible de Canadá, Estados Unidos o Argentina”, sostiene Manuel Sánchez-Montero, director de incidencia en Acción contra el Hambre.

El PMA no va a quedar al margen de esta lucha feroz en tiempos de escasez. “En 2021, el 55% de la comida que trajimos a Somalia [para distribuir allí y en otros países del Cuerno de África] venía de Ucrania, la mayoría trigo y arvejas partidas amarillas [otro cereal muy nutritivo]”, apunta Wilton. Hace unos días, desembarcaron en Berbera (Somalia) dos cargamentos con 2.000 toneladas de arvejas. “Son los últimos que salieron de Odesa antes de que cerraran el puerto”, señala el portavoz del PMA. A partir de ahora, abundan las incógnitas y se perfila alguna certeza, como la reducción en las cantidades de alimentos a repartir, provocada también en parte por la bestial subida en los costes de transporte. “Me consta que en algunos países donde opera el PMA se están disminuyendo las raciones, ya que la política del programa es dar a todos un poco en vez de cantidades adecuadas a menos gente”, admite Zappacosta.

Se están disminuyendo las raciones, ya que la política del PMA es dar a todos un poco en vez de cantidades adecuadas a menos gente

Mario Zappacosta, economista

El economista de la FAO, con amplia experiencia en medición de la inseguridad alimentaria en África, opta por la cautela antes de llamar hambruna a la amenaza que se cierne sobre el este de África. “Es un término sobre utilizado en los medios; solo se declara oficialmente cuando una situación responde a parámetros establecidos”, señala.

La Integrated Food Security Phase Classification (IPC) –una iniciativa interdisciplinar en la que colaboran gobiernos, ONG y organismos internacionales– fija desde 2004 los indicadores que permiten detectar hambrunas. Dependiendo de la gravedad, la inseguridad alimentaria va subiendo en una escala del 1 al 5. La fase 5 corresponde a hambruna, que la IPC define en su página web como la “absoluta inaccesibilidad a comida de una población, causando potencialmente la muerte en el corto plazo”. Se declara hambruna cuando el 20% de los hogares de un país (o extensas áreas del mismo) entran en fase 5. La IPC no ignora que se trata de un término escurridizo, sujeto a múltiples dificultades de cálculo y en ocasiones lastrado por una cierta ambigüedad.

Zappacosta afirma que la FAO no observa, por el momento, un “riesgo inminente de hambruna” en el este de África, aunque “sí escenarios muy probables de aumento de la inseguridad alimentaria aguda”. El hambre, explica el economista, hace tiempo que se ceba en estos países por la “tormenta perfecta de conflictos, crisis económica y cambio climático”. Entonces llegó la covid-19: “Pensamos que sería el último factor a añadir en una situación muy difícil. Y nos equivocamos”. Los últimos datos, previos a la invasión de Ucrania, hablan de más de un millón de personas en fase 4 en Somalia. Y del 60% de sudaneses del sur en fase 3 o superior, con más de 100.000 ciudadanos en fase 5.

Desvío de fondos

Especializada en la detección temprana de hambrunas, la red Famine Early Warning System (FEWS) se afana, desde el inicio de la guerra, en arrojar algo de luz en un mar de incertidumbre. FEWS se creó en los años ochenta, tras las tragedias alimentarias que azotaron el África subsahariana durante esa década. Dos personas que trabajan allí y que prefieren no aparecer en este reportaje reconocen que están siendo semanas frenéticas de cálculos y recálculos, de elaboración contrarreloj de informes urgentes que, irremediablemente, pisan a veces el terreno de la especulación. Tras varias gestiones para concertar una entrevista, la United States Agency for International Development (de la que depende la red) prohíbe a FEWS pronunciarse. No obstante, una fuente reconoce que, en cuanto a impacto del conflicto europeo, en tres países subsaharianos están saltando todas las alarmas: Somalia, Etiopía y Sudán del Sur.

Los expertos deslizan otra amenaza que, en forma de efecto colateral, podría agravar la emergencia humanitaria en el este de África. “Mucha ayuda internacional se va a derivar a las víctimas de la guerra en Ucrania. Existe el riesgo de que las crisis olvidadas sean menos visibles y, por ello, reciban cada vez menos dinero”, apunta Zappacosta. “Es algo que nos preocupa profundamente”, reconoce Wilton, quien manifiesta “su sincera empatía con los ucranios”, algo que no le impide hacer un “llamamiento para que el mundo no dé la espalda a Somalia”.

Una mujer mira el cadáver de una vaca, consecuencia de la sequía que afecta a Higlo Kebele, región somalí de Etiopía.
Una mujer mira el cadáver de una vaca, consecuencia de la sequía que afecta a Higlo Kebele, región somalí de Etiopía. Michael Tewelde (World Food Programme/ REUTERS )

Un reciente artículo en The New Humanitarian analiza en profundidad las repercusiones de la solidaridad concentrada. Las dudosas promesas, entre los principales donantes occidentales, de que las partidas para Ucrania (refugiados, reconstrucción en su momento…) solo suman y nunca van a restar dinero de otras zonas. El cuasi monopolio mediático del sufrimiento en Ucrania. También el racismo subyacente a las oleadas de generosidad, que van perdiendo vigor a medida que la piel se oscurece. Existe otro elemento que juega en contra de somalíes o etíopes. En situaciones de sequía, la catástrofe se va extendiendo lentamente, sin episodios concretos de alto voltaje emocional. Más que por hechos tristemente fotogénicos, el drama se impone por lo que no ocurre.

La profesora keniata Ruth Oniang’o, editora del African Journal of Food, Agriculture, Nutrition and Development, ganadora en 2017 del Africa Food Prize, no puede evitar caer en la melancolía de los esfuerzos vanos. “Estoy en el ocaso de mi vida, que he dedicado a evitar hambrunas. Siempre he permanecido en África… Y ahora parece que, en lugar de avanzar, vamos hacia atrás”, confiesa. Oniang’o detalla que en Kenia –mucho más rico que sus vecinos del norte, aunque con altas tasas de desigualdad– también va cundiendo la desesperación. Allí también ha dejado la sequía los campos yermos. También se importa casi todo el trigo de Rusia y Ucrania.

Oniang’o visitó recientemente zonas rurales de Kenia en las que actúa Rural Outreach Africa, programa del que es fundadora. A sus 75 años, esta líder ha presenciado muchas cosas, pero asegura no haber visto nunca “tal nivel de hambre y pobreza”. Según la FAO, en el país viven 368.000 personas en fase 4 (emergencia alimentaria, la última antes de la hambruna). La frialdad de cifras y categorías quema cuando estas se encarnan en los ojos testigos de Oniang’o: “Familias enteras tumbadas en sus casas, esperando, sin ninguna señal en el hogar de que se haya cocinado o se vaya a cocinar. ¿Qué significa la vida cuando uno no puede comer?”.

Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.




Source link