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La sonda que tocó el Sol sin desintegrarse

“Rumbo sur”, ordenó el capitán.

“Pero, capitán, en el espacio no existen direcciones”.

“Cuando viajas hacia el Sol” —replicó el capitán— “y todo se vuelve más pajizo y cálido y apático es que estás yendo en esa dirección. Sur.”

Ray Bradbury

‘Las doradas manzanas del Sol’

En su cuento corto —tres páginas— publicado en 1953, Bradbury relata la primera expedición de una nave tripulada para recoger una muestra del Sol. No es un relato de ciencia ficción “dura” y, de hecho, algunos conceptos no se sostienen; solo una reflexión poética remotamente basada en el mito de Prometeo. Hace tres cuartos de siglo, antes de que volase el primer satélite artificial, cualquier fantasía sobre el espacio era aceptable.

Hoy, la fantasía se ha hecho realidad. A finales de noviembre la NASA anunciaba que su sonda Parker había tocado el Sol. Por lo menos, su atmósfera. A una altura sobre la fotosfera (la capa generalmente considerada la superficie de la estrella) de 8,5 millones de kilómetros o solo 12 radios solares. Y lo hizo moviéndose más rápido que ningún objeto hecho por el ser humano, a casi 590.000 kilómetros por hora. Y continúa en una trayectoria en suave espiral que en 2025 la llevará hasta menos de seis millones de kilómetros.

La temperatura superficial del Sol es de unos 5.600º C. Suficiente para derretir casi cualquier material. ¿Cómo puede una sonda resistir semejante castigo sin desintegrarse? En parte, gracias al escudo térmico que mantiene siempre dirigido hacia el Sol. Todos los equipos a bordo van agazapados tras esa protección. Incluso los paneles de células fotoeléctricas, que solo se despliegan del todo cuando la nave se mueve por regiones más alejadas.

El escudo en sí es un sándwich de espuma de carbono de solo medio palmo de grosor entre dos láminas del mismo material. El lado que ha de recibir la radiación va cubierto de una capa de cerámica blanca, para reflejar mejor el calor. En los momentos de máxima aproximación alcanza los 1.300ºC, más que la lava del volcán de la Palma.

Todos los materiales de la nave son especiales para resistir temperaturas extremas. El cobre normalmente utilizado en los cables eléctricos se fundiría; en su lugar se emplean conductores hechos de niobio, protegidos por fundas de cristal de zafiro. La cavidad de Faraday, el único sensor que se asoma por encima del escudo para ver al Sol directamente, está hecha de una aleación de titanio, circonio y molibdeno, que soportaría hasta 2.300º C.

En el interior del sensor van unos electrodos destinados a separar las partículas del viento solar según sus niveles de energía. Son de tungsteno, el metal con punto de fusión más alto, por encima de los 3.400º C. Normalmente, estos materiales se mecanizan con herramientas de corte por láser; en este caso ni siquiera eso fue suficiente y hubo que darles forma atacándolas con ácido.

Probar el funcionamiento de estos equipos en las condiciones reales de trabajo no resultó fácil. Para simular la luz y calor del Sol se utilizaron proyectores de cine IMAX, modificados para dar aún más intensidad y al mismo tiempo, un acelerador de partículas reproducía el impacto del viento solar. No contentos con eso, el sensor principal se ensayó una vez más en el horno solar de Odiello, en la ladera norte de la Cerdaña, concentrando en él la luz reflejada por 10.000 espejos ajustables.

El Sol es una inmensa bola de plasma que, por supuesto, carece de superficie sólida. Lo que vemos es el brillo de la fotosfera, una capa relativamente delgada donde bullen enormes columnas de gas incandescente que suben desde las profundidades. Intensos campos magnéticos se retuercen sobre ellas y ocasionalmente se producen colosales llamaradas que siguen el camino marcado por las líneas de fuerza. Por encima de ella, la corona, tan tenue que solo puede verse cuando la Luna oculta el disco del Sol.

Es difícil decir hasta dónde alcanza la atmósfera de nuestra estrella. La corona se expande y contrae siguiendo la evolución de la actividad del astro. Su límite se estimaba entre 10 y 20 radios solares. Más o menos a ese nivel la presión de la radiación impulsa los átomos ionizados de hidrógeno y helio con tanta energía que se liberan de la atracción gravitatoria y los campos magnéticos locales. Las partículas subatómicas escapan al espacio a enormes velocidades formando el viento solar.

En abril pasado, la sonda Parker pudo, por fin, afinar más esas medidas. Cuando se encontraba a unos 18 radios solares sus instrumentos detectaron una región de intensas turbulencias. No es un límite suave, sino que presenta enormes altibajos según la actividad solar. De hecho, mientras iba aproximándose cada vez más al perihelio, la Parker entró y salió varias veces en la corona. Como era de esperar, detectó un gran incremento en los campos magnéticos, acusados zigzags en las líneas de campo magnético y también zonas de intensas perturbaciones en el plasma, seguidos de otras mucho más calmadas, como cuando se entra en el ojo de un huracán.

Esa transición, teorizada en los años cuarenta por el sueco Hannes Alfvén, marca la difusa frontera entre la atmósfera de nuestra estrella y el espacio exterior. Es curioso que tanto sus teorías como las de Eugene Parker (que a mediados de los cincuenta previó la existencia del viento solar) fueran rechazadas por la comunidad científica de la época tildándolas poco menos que de heréticas. El reconocimiento a ambos tardó mucho en llegar: el Nobel de Física de 1970 para Alfvén y el bautismo de la sonda solar para Parker. Es la primera vez que la NASA da a una de sus naves el nombre de un científico vivo.

Estamos saliendo del mínimo del ciclo de 11 años de actividad solar. A medida que esta vaya aumentando, aumentará también el tamaño de la corona y la sonda Parker pasará más y más tiempo dentro de la atmósfera de nuestra estrella. Por ahora, superado ya el perihelio está volviendo a ganar altura hacia la más tranquila órbita de Venus. Como diría el capitán del relato de Bradbury, “rumbo Norte”.

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