Sellos, tabaco y leche orgánica. Camisetas, carcasas de teléfono y bonos para el autobús. Comida halal, mexicana y de Oriente Próximo. Aceitunas y queso. El matrimonio Abumayyaleh emigró de Palestina a Minneapolis en los años setenta con muchas ganas y bastante hijos, hasta cuatro. Una vez aquí, tuvieron muchos más, seis, y cuando ya eran 10 abrieron una tienda enorme en una esquina en el sur de la ciudad donde venden de todo y ha salido en los telediarios de todo el planeta. El 25 de mayo George Floyd entró en Cup Foods, como se llama el establecimiento, y pagó sus cigarrillos con un billete de 20 dólares falso, así que uno de los dependientes llamó a la policía y lo que vino después fue ese arresto brutal justo enfrente del comercio que acabó en una muerte y desató la cólera.
El cruce de calles donde murió Floyd se ha convertido en un santuario y la tienda, en tierra condenada. Cada día reciben amenazas de muerte por teléfono, de números procedentes de diferentes puntos del país, las llamadas al boicoteo del negocio persisten casi un año después y el chico que llamó a la policía, que tiene 19 años y acababa de estrenarse en el trabajo cuando ocurrió la tragedia, no ha vuelto por allí.
“La mayor parte de la gente de Minneapolis es razonable y entiende que nosotros no tenemos la culpa, que hicimos lo correcto, pero otra gente no lo ve igual”, cuenta tras el mostrador Adam Abumayyaleh, de 31 años, el menor de los hermanos. El primero al que costó convencer de eso fue al propio dependiente, Christopher Martin, que en cuanto murió Floyd acudió a su jefe hecho un mar de lágrimas diciendo que todo había sido por él. Esa culpa también le acompañó al testificar en el juicio. “Si simplemente no hubiese aceptado el billete, esto se podría haber evitado”, dijo. Martin tomó el billete y, cuando Floyd abandonó la tienda, al darse cuenta de que era falso, salió a buscarle y advertirle. Como Floyd le ignoró, llamó al 911. De no hacerlo, los Abumayyaleh se lo iban a descontar del suelo, política de empresa.
El chico, según Adam, “teme por su vida y no quería ni ir al tribunal”. Es domingo, 18 de abril, y lo que ahora se llama coloquialmente la “plaza George Floyd” se ha llenado de nuevo de manifestantes y activistas que aguardan las deliberaciones del jurado que debe decidir si el agente Derek Chauvin es culpable de asesinato de Floyd.
Allí mismo, al otro lado del escaparate de la tienda, es donde Chauvin mantuvo el cuello del hombre bajo su rodilla durante nueve angustiosos minutos y toda la zona se ha convertido ahora en un tapiz de flores, pancartas, fotografías y mensajes. Ya no se pide justicia solo para Floyd, sino para las decenas de hombres negros muertos por balas de la policía en los últimos años, pero él se convirtió en un icono global contra el racismo y todos aguardan un punto de inflexión con este juicio.
“Si le declaran no culpable, tendremos que cerrar durante mucho tiempo”, apunta Adam, que regenta el negocio con su hermano Mahmoud. Los Abumayyaleh pasaron días duros tras la tragedia, días en los que se quemaron negocios por doquier en el centro de la ciudad y muchos comercios exhibían carteles con el lema “Propiedad negro” que recordaban tiempos macabros de segregación racial. Les costó volver a abrir. Hicieron una primera intentona en junio, apenas unas semanas después del desastre, pero las protestas les obligaron a cerrar a los dos días.
Se hicieron con un portavoz, Jamar Nelson, afroamericano, que forma parte de una entidad vecinal contra la violencia y ha tratado de proteger a la familia de la ira irracional que ha despertado el caso Floyd contra el comercio. En agosto reabrieron de nuevo, pero las ventas nunca se han recuperado. Adam no cree que lo hagan mientras las calles siguen cortadas y el futuro del negocio es una incógnita.
Algunas entidades creen que ese local ya no debería operar nunca más como tienda y se debería reconvertir en un museo o un centro cultural en memoria de Floyd y en defensa de los derechos civiles, pero no ha aparecido aún ningún filántropo con dinero para hacerlo. “No ha habido proposiciones serias sobre eso”, dice Adam, si bien “recibimos amenazas a diario”.
Cup Foods no ha sido un remanso de paz durante sus 31 años de andadura. La policía ha vigilado de cerca a sus clientes y sus alrededores, pues en los noventa era una zona de venta de drogas y la policía les pidió colaboración para evitar la vida turbia que generaba alrededor. Pero las cosas habían mejorado con los años, asegura el dueño, el barrio era más tranquilo y, al mismo tiempo, la gentrificación no se les había llevado por delante. Floyd era un cliente habitual; ese mismo día, en la tienda, saludó de forma afable a los dependientes.
Minneapolis, pese a tener más de 400.000 habitantes, es una ciudad de viejos conocidos. El propio Floyd y el agente Chauvin habían trabajado como guardias de seguridad de forma simultánea en la misma discoteca. Sus destinos se encontraron por última vez en Cup Foods, y con ellos, el de la familia Abumayyaleh.
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