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La Tierra baldía


La intensidad de los megaincendios que han azotado, desde 2018, California, la selva amazónica, Siberia y, ahora mismo, Australia, ha excedido nuestra capacidad de asombro y también ha rebasado, de largo, los alcances de las más espantosas imaginaciones concebibles (ni a un Lovecraft ni a un Ligotti se les habría ocurrido algo así de brutal, piensa uno). Las consecuencias que han dejado estos siniestros, en términos de pérdidas de fauna y cobertura vegetal, son gigantescas. Solo sacar los cálculos de los millones de animales fenecidos y árboles incinerados duele.

También, aunque resulten menores en comparación, han sido notables las tragedias comunitarias y económicas que se han producido, pese a los esfuerzos de los Gobiernos por paliarlas (porque es un hecho que, con todo y los afanes de brigadistas y voluntarios, la capacidad humana para combatir incendios de estas dimensiones es muy modesta y casi lo único que se ha logrado hacer es desalojar a la población a la mayor velocidad posible y esperar milagros).

Si es usted uno de esos necios negadores del cambio climático, le tenemos malas noticias: estos megaincendios forestales, que son cada vez más frecuentes y que carecen de antecedentes desde que existen registros, son una nueva y contundente evidencia de que sus vídeos conspiracionistas de YouTube y los gruñidos neuróticos de su político de cabecera no pueden ocultar la realidad. Las civilizaciones humanas están aniquilando los ecosistemas del planeta a una velocidad acelerada.

Hace mucho que el cambio climático dejó de ser un debate de paneles, cumbres y papers académicos: nos aplasta y nos afecta en la vida diaria. Las predicciones más oscuras de científicos y ambientalistas, que algunos tacharon de “apocalípticas” y “catastrofistas” para desestimarlas, son la nota de cada día en los medios de comunicación y, con un poco de mala suerte, también ya un problema inocultable en nuestras propias ciudades.

La degradación de la vida urbana es evidente. Aumentan las enfermedades y muertes relacionadas con los desbordados niveles de contaminación. Las tensiones por el acceso a recursos como el agua potable son patentes. Y la lucha por la defensa del territorio (crucificado por mineras y compañías extractoras y dejado a su suerte por tantos Gobiernos maiceados o convencidos de que con la explotación “se crea riqueza”) amenaza a miles de comunidades, en especial a las indígenas. ¿Cuántos líderes ambientalistas y comunitarios han sido presionados, perseguidos y hasta asesinados en América Latina en los años recientes? El número es incalculable y aumenta cada día.

¿Cuáles han sido las consecuencias políticas de estos desastres? Hasta ahora, ninguna. La gente no quiere oír hablar de las irresponsabilidades, negligencias y crímenes que apuntalan el consumismo desatado y el modelo económico devastador en el que vivimos. Un vago ecologismo ha crecido entre ciertos electores en países de Primer Mundo, opacado, eso sí, por fenómenos como el auge de la extrema derecha. Y en nuestra América Latina (y allí brilla el caso mexicano) la agenda ambiental está enterrada a dos flancos: por una derecha que cierra filas con el negacionismo interesado y por una izquierda que apuesta por el petróleo, el desmonte y las quemas, como si siguiéramos en 1920.

Si usted aún no conoce la palabra “antropoceno” vaya y búsquela en un diccionario. Se trata de un término que etiqueta nuestra era en el planeta como la “era de los humanos”. Ya es innegable en términos climáticos, ambientales y legales. Manejamos el mundo a nuestro antojo. Tierras, mares y espacio aéreo son todos nuestros. Y arrasamos con lo que encontramos, animal, vegetal o mineral, sin que nada, más que otros humanos, nos detengan. Y con tan poca inteligencia que parece que ya no quedará nada para cuando nos demos cuenta de que los estamos haciendo mal. Y aún entonces habrá quien niegue todo y vote por los que nos guían por el camino que nos llevará a quedarnos solos en una plancha requemada y sin recursos. Me corrijo: si existe una imaginación que concibió esto. La de George Miller, el creador de Mad Max.

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