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La tumba sin sosiego de Philip Larkin

Jill no existe. John Kemp, un joven recién llegado a Oxford, la inventa casi sin proponérselo durante una conversación con su compañero de habitación, el tipo de tonto perezoso y arrogante con el que uno suele tropezar en la universidad y que, por lo general, termina sus días dando clases de algo; a Kemp le gustaría tener el dinero de Christopher Warner, su distinción, su trato con los sirvientes, su éxito con las mujeres y su facilidad para apropiarse de lo que no le pertenece, beber a destajo y despreciar la educación que recibe, y Jill es lo primero que se le ocurre para sentirse su igual, una fantasía romántica. Pero Jill sí existe, después de todo; y cuando Kemp conoce a Gillian, la prima de la novia de Warner, se enamora locamente: es la mujer que imaginó mucho antes de saber que existía, pero esto es mejor que Gillian no lo sepa.

“No despertó ningún comentario público” es el lacónico resumen que Philip Larkin hizo de la recepción crítica de Jill, la novela acerca de Kemp, Warner y Gillian que publicó en 1946. La había escrito tres años antes, cuando, como recuerda en el prólogo de 1963 que acompaña a su reciente edición en español, todavía estaban frescas las impresiones de su paso por Oxford. Kemp es Larkin y, como él, se ve rodeado por primera vez de personas que no pertenecen a la clase trabajadora. “Estábamos (…) en el segundo año de la guerra”, recuerda en el prólogo. “La vida en el college era austera. La rutina del periodo de preguerra se había roto, en algunos aspectos los cambios fueron permanentes. Todo el mundo pagaba las mismas tarifas (en nuestro caso, 12 chelines diarios) y comía lo mismo. Debido a las ordenanzas del Ministerio de Alimentación, la ciudad no tenía mucho que ofrecer en materia de alimentos y bebidas caras, y las fiestas universitarias (…) se habían suspendido indefinidamente. A causa del racionamiento de la gasolina, nadie iba en coche, y era difícil vestirse con estilo por el racionamiento de ropa. Aún había carbón en los depósitos a la puerta de nuestras habitaciones, pero el racionamiento de combustible pronto lo haría desaparecer. Hacer cola para conseguir un trozo de pastel o un cigarrillo después del desayuno, tras haber pedido los libros en la [Biblioteca] Bodleiana, se convirtió en una costumbre”, escribe.

Fue crítico de jazz durante una década y llegó a decir que podía vivir una semana sin poesía, pero no un día sin esa música

El jazz y la amistad de los futuros escritores Bruce Montgomery (que adoptó el seudónimo de Edmund Crispin) y Kingsley Amis constituyeron casi los únicos estímulos intelectuales de ese periodo, o al menos los más persistentes: Larkin fue crítico de jazz durante una década y llegó a decir que podía vivir una semana sin poesía, pero no un día sin esa música, y con Amis (“los dos tenían la impresión de que por fin habían encontrado alguien más brillante que ellos mismos”, afirmó en una ocasión Martin Amis) lo unió una amistad que duró toda la vida, de la que da testimonio una correspondencia delirante y maliciosa.

Kingsley Amis, gran amigo de Philip Larkin, retratado en 1987 con ‘Los viejos demonios’, la novela que le valió el Premio Booker.AP

Larkin nació en Coventry en agosto de 1922 y ya escribía poemas cuando entró en Oxford; pese a ello, al principio trató de labrarse una reputación como narrador: tras Jill publicó Una chica en invierno (1947) y se pasó los siguientes cinco años tratando de escribir una tercera novela, sin conseguirlo; toda su reputación es producto de sus libros de poesía, desde Un engaño menor (1955) hasta Ventanas altas (1974), pasando por Las bodas de Pentecostés (1964): en ellos dio la espalda al modernismo anglosajón para convertirse en un cronista involuntario de la vida británica de posguerra, acerca de cuyos aspectos solo aparentemente más banales escribió en un lenguaje en ocasiones áspero. Larkin, escribe Félix de Azúa, “se disfraza de funcionario, de cínico, de perverso, de ciudadano vulgar e incluso grosero, de sarcástico y ordinario. Sus poemas, sin embargo, cantan una y otra vez la desesperante fugacidad del esplendor y lo hacen con una intensidad tan dolorosa que exige esa máscara de funcionario casposo e idiota para ocultar con dignidad el sufrimiento. En sus mejores poemas maldice y blasfema, se revuelve como herido de muerte porque las muchachas y los muchachos se vuelven viejos y estúpidos, porque las familias se convierten en una caricatura del núcleo originario de la especie (asunto también obsesivo en Rimbaud), y cuando el grito desgarrador de Larkin alcanza su más negra máscara de cinismo, de impostada elegancia británica, vemos marchitarse a los adolescentes como si asistiéramos a la destrucción de Héctor. A su manera negativa, Larkin canta nuestra fugacidad con la gran música barroca de [Pierre de] Ronsard”.

“Larkin”, escribe Félix de Azúa, “se disfraza de funcionario, de cínico, de perverso, de ciudadano vulgar. Sus poemas, sin embargo, cantan una y otra vez la desesperante fugacidad del esplendor”

El autor de Jill nunca se casó ni tuvo descendencia (‘Sea este el verso’ comienza con la frase “Bien que te joden tus padres” y culmina aconsejando “Escapa lo antes que puedas / y no tengas hijos”), no fue parte de la escena literaria de su tiempo, tuvo una carrera mediocre de bibliotecario en universidades de provincia, vivió toda su vida en una habitación sin lujos, sus libros no tuvieron éxito comercial; a diferencia del inagotable Kingsley Amis, Larkin se dio por acabado tras dos novelas, una selección de ensayos y cinco libros de poesía: de hecho, cuando se le quiso hacer el mayor honor que puede recibir un poeta inglés, el de ocupar el puesto de poeta laureado, lo rechazó admitiendo que hacía siete años que no escribía. Murió en 1985, pero su último poema había sido publicado en 1977: “La mayoría de las cosas puede que nunca sucedan: ésta ocurrirá, / y lo certero de su cumplimiento nos hace enfurecer / cuando estamos atrapados en el horno del miedo, / sin compañía, o una copa en la mano. El valor es inútil: / dicho sea, no para que otros se asusten. Ser valiente / no permite a nadie librarse de la tumba”.

No fue parte de la escena literaria de su tiempo, tuvo una carrera mediocre de bibliotecario en universidades de provincia, vivió toda su vida en una habitación sin lujos, sus libros no tuvieron éxito comercial

Pero la sepultura de Larkin no tiene sosiego, como prueban las ediciones de su poesía en español y, ahora, la de sus novelas. Kingsley le escribió en una ocasión que había visto un ejemplar de Jill en una tienda de Coventry Street entre Desnudos y sin vergüenza e Ivonne, la de los tacones altos, pero su novela tiene poco que ofrecer al lector de novelas eróticas; es más bien la historia de un puñado de jóvenes sobre cuyas cabezas pendía la amenaza del tiempo suspendido por la tragedia y que, sin embargo, no dejaron de beber, de leer y de enamorarse de mujeres imaginarias y también reales. “Los asuntos del país marchaban tan mal, y tan lejana era la posibilidad de una paz victoriosa, que cualquier esfuerzo invertido en labrarse un porvenir tras la guerra se consideraba poco menos que una absurda pérdida de tiempo”, recuerda Larkin; pero el hecho es que Jill está escrita con pasión y solvencia y tiene pasajes excepcionales, magníficamente traducidos por Marcelo Cohen, solo lastrados en esta edición por una cantidad de erratas algo más grande de lo habitual.

Larkin le envió un ejemplar de la novela a Monica Jones en diciembre de 1946, a pedido de ella y, como escribió, “bajo su responsabilidad”. “No digas nada si no tienes ninguna opinión particular sobre ella: y si crees que Jill es un montón de basura adolescente (…) no dudes en decírmelo”, pidió. No sabemos cuál fue la respuesta, pero Monica se convirtió en su pareja después de leerla y permaneció a su lado 40 años: si existe algo parecido a la recepción positiva de una obra, ya sabemos cuál es.

LECTURAS

Jill

Philip Larkin   
Traducción de Marcelo Cohen
Impedimenta, 2021
312 páginas
22,50 euros

Cartas a Mónica

Philip Larkin  
Traducción de Verónica Peña Olmedo y Jorge Osorio González
La Umbría y la Solana, 2020
642 páginas
30 euros

Poesía reunida

Philip Larkin  
Traducción de Damián Alou y Marcelo Cohen
Lumen, 2014
256 página
22,90 euros

Una chica en invierno

Philip Larkin   
Traducción de Marcelo Cohen
Impedimenta, 2015.
304 páginas
22,95 euros

All What Jazz. Escritos sobre jazz, 1961-1971 

Philip Larkin   
Traducción de Ferran Esteve
Paidós, 2004
384 páginas
26 euros

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