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La UE y el Reino Unido buscan contra reloj salvar el pacto postBrexit

Boris Johnson visitaba este viernes un centro de producción de vacunas en Didcot (Inglaterra).RICHARD POHLE / AFP

Durante los años (1999-2005) en que Boris Johnson dirigió la biblia de los conservadores británicos, el semanario The Spectator, pudo comprobar lo divertido que resultaba vapulear gratuitamente a un político. Eran días de vino y rosas (siempre más de lo primero), y la revista, que llegó a alcanzar una tirada de 60.000 ejemplares semanales, era conocida en la profesión como The Sextator, por la promiscuidad que aterrizó en la redacción con su nuevo director. No se imaginaba aquel a quien la suerte no dejaba de sonreírle que un día sería el protagonista de una portada hiriente en la misma publicación. Al fondo de un mar proceloso se ve una chalupa a la deriva, con la cabecita rubia y despeinada de su único tripulante. Where´s Boris? (¿Dónde está Boris?), se pregunta el titular. “La cuestión ahora es saber si puede llegar a ser el líder adecuado, con un propósito y una dirección concreta, o si la tendencia que hemos podido ver en los meses recientes —de desorden, debacle, rebelión, confusión y giros bruscos— es lo que debemos esperar de aquí adelante”, se pregunta el actual director de la publicación, Fraser Nelson, en un artículo que plasma la inquietud que asola a muchos diputados del Partido Conservador en la actualidad.

Cuando uno solo tiene un martillo, todos los problemas le parecen clavos, dijo el psicólogo Abraham Maslow, y Johnson ha utilizado el Brexit para derribar en los últimos años cualquier obstáculo que se interpusiera en su ascendente carrera. La promesa de un futuro dorado para el Reino Unido que nunca acaba de llegar, y la definición clara de un enemigo externo como era Bruselas y sus burócratas, alimentaron la exuberancia y el tono desafiante, temerario y optimista de un político más dotado para la épica que para la gestión diaria de los problemas. Hasta que llegó la pandemia. Con un presente complicado y trágico y un enemigo invisible y esquivo.

Cada país es infeliz a su manera, pero los errores del Gobierno de Johnson no son muy distintos a los de otros Gobiernos. Reaccionó tarde y dio demasiados bandazos. Sufrió el colapso de las UCI y la mortal tragedia de las residencias de mayores. Prometió una estrategia masiva de test y rastreo de infectados que fue incapaz de cumplir, al menos en las primeras fases, por falta de recursos y de organización. Se ha enfrentado al mismo caos que otros lugares en su afán por reabrir escuelas y universidades, y sostiene con respiración financiera asistida una economía que se ha desplomado. ¿Cuál es entonces la diferencia? Son dos, exactamente. Ningún otro dirigente ha estado al borde de la muerte por culpa de la covid-19. La experiencia ha dejado marca en las intervenciones públicas de Johnson, que no ha recuperado su grandilocuencia habitual, y se ha hecho notar en la excesiva prudencia —miedo, según los críticos— de sus decisiones. Y en segundo lugar, la percepción del personaje ya está fragmentada. Si hace un año la mitad de los británicos se echaban las manos a la cabeza al verle entrar en Downing Street y la otra mitad jaleaba el cambio, estos segundos han comenzado a replantearse la alegría con la que le respaldaron.

El pasado miércoles, el líder de la oposición, Keir Starmer, no pudo asistir a la sesión de control de la Cámara de los Comunes. Tuvo que aislarse cuando un miembro de su familia mostró síntomas del coronavirus. En su lugar, acudió Ed Miliband, una figura vilipendiada y ridiculizada por los conservadores cuando estuvo al frente del Partido Laborista. Su intervención fue elogiada después por los medios de derecha e izquierda, y vapuleó a Johnson hasta el extremo de que resultaba difícil para muchos contemplar el desguace. “¡Qué incompetencia! ¡Qué fracaso de Gobierno! ¿Pero cómo se atreve a culpar a todos los demás? Esta vez ya no puede culpar a los jueces, o a los funcionarios, o despedir a algún otro alto cargo. Por primera vez en su vida, señor Johnson, asuma la responsabilidad”, exigía a un primer ministro replegado en sí mismo, hundido en el escaño con los brazos cruzados, que se limitaba a resoplar y fijar sus ojos desorbitados en el techo.

Esta vez se le había ido la mano con el martillo del Brexit. Su decisión de desafiar a Bruselas con un proyecto de ley que violaba las obligaciones asumidas en el Acuerdo de Retirada de la UE firmado el pasado enero ni cerró filas en el Partido Conservador ni sirvió como cortina de humo frente a una segunda ola del virus que hacía ya acto de presencia. Los cinco ex primeros ministros que le precedieron en el cargo alertaron del daño que podía suponer para la reputación del Reino Unido la quiebra de sus compromisos internacionales. Dos asesores legales de alto nivel del Gobierno dimitieron en protesta por la medida. Una veintena de diputados se abstuvieron en el Parlamento, y la UE elevó el tono hasta el punto de emitir un ultimátum impensable a esta altura de las negociaciones, cuando queda poco más de tres meses para intentar cerrar un futuro acuerdo comercial que evite el peligro de un Brexit duro.

Aunque dispone aún de cuatro años de mandato, la popularidad de Johnson se ha desplomado en las encuestas. Una parte de los conservadores está escandalizada por la frivolidad con que Downing Street ha cuestionado la legalidad internacional, mientras otra parte expresa su irritación por el endurecimiento de las reglas de distanciamiento social, que atenta, denuncian, contra las libertades individuales que el partido —y el propio Johnson— ha considerado siempre sagradas. Dice mucho sobre la situación actual la libertad con que los medios amigos del Gobierno airean el debate sobre la quiniela de posibles sucesores de un primer ministro que apenas ha comenzado a ejercer.


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