Capítulo 28
1. La confesión
La idea consiste en postergar todo lo posible el momento en que comprendió que se trataba de atentados. Ir a Hungría o a Alemania para recoger a los yihadistas era repatriación humanitaria. Lo que Abdeslam quería era ir a Siria. Brahim, su hermano, le decía que sería más útil aquí, que Francia no cesaba de combatir a los musulmanes, de humillarlos, de subestimarlos, y que quien accedía a ser chahid, “mártir”, tenía entrada directa en el paraíso. Pero hasta el 11 de noviembre no le presentó, en el piso franco de Charleroi, a Abdelhamid Abaaoud, que le dijo algo mucho más concreto: le habían elegido para utilizar, dos días después, un cinturón explosivo y para explosionarlo en un atentado. ¿Le reclutaron en sustitución de Abrini, como asegura este? Ni Abdeslam ni Abrini van a aclararnos este punto. “No hay que creer todo lo que dice Abrini”, dice Abdeslam, “pero a veces dice la verdad”.
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Últimamente los dos dan la impresión de que intentan arrebatarse mutuamente el protagonismo. En cualquier caso, Abdeslam está conmocionado. Pero se deja convencer. Hasta la noche del 11 al 12 de noviembre no comprende que no podrá hacerlo, que no posee la fe en el ideal, que no va a matar a nadie. Lo mismo que también se dice o pretende decirse Abrini. Pero ya se encuentra en el tobogán. El convoy de la muerte rueda hacia París. El que conduce el Clio es Abdeslam. En el asiento trasero Brahim escribe SMS. Abrini calla. En el chalet de Bobigny le entregan el cinturón explosivo, pero no hablan de lo que van a hacer al día siguiente. Comen en silencio, saben que dentro de 24 horas estarán todos muertos, salvo Abrini, que se larga sin avisar a nadie y sin que sepamos cómo se lo han tomado los demás.
La mañana del 13 Abdeslam sale con su hermano Brahim para reconocer el terreno. Afirma que no sabía nada de los otros objetivos. Su cometido, en primer lugar, era transportar al Estadio de Francia a tres bombas humanas y después explosionarse él mismo en un café del distrito 18 del que solo recuerda, dice, que estaba en una esquina. Los demás actúan de tres en tres, él nunca sabrá ni el nombre del café ni por qué a él le envían solo, al combatiente con menos experiencia. Cuando vuelve a Bobigny, ya es hora de ponerse en marcha, incluso se han retrasado. Abdeslam monta en el Clio con los dos iraquíes que no hablan una palabra de francés, y Bilal Hadfi, que suda la gota gorda porque ya no está seguro de que quiera morir a los 20 años.
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Por desgracia, Abdeslam se las ha arreglado para calcular mal la duración del trayecto durante el viaje de reconocimiento y en consecuencia llegan al Estadio sin entradas y cuando ya ha empezado el partido, y en vez de la gran matanza planeada solo habrá una víctima mortal, aparte de los tres kamikazes con sus camisetas del Bayern de Munich. Da igual, deja allí a los tres y se dirige al café que han escogido por la mañana. Bebe algo en el bar. Mira a esos jóvenes, jovencísimos, que se divierten bailando y que son como él. No puede. No está hecho para esto. Vuelve a montar en el Clio, que tiene una avería. Lo abandona. Compra un móvil. Llama a su amigo Mohamed Amri. Le explica que se ha metido en un “rollo chunguísimo” —avería, accidente de tráfico, una pelea—, nadie tiene claro lo que ha sucedido. Amri dice que no puede ir, está trabajando. Abdeslam insiste, está bien jodido. “Bueno”, dice Amri, “vamos a ver”, va a llamar a Attou. Con el poco dinero que tiene, Abdeslam coge un taxi y atraviesa París hasta la periferia del sur.
Las noticias en la radio: “Esto aumenta mi angustia”, no se imaginaba la magnitud de los atentados. El taxista, un magrebí, repite constantemente: “Todo esto va a recaer en nosotros, los musulmanes”. En Montrouge, tira a un cubo de la basura el cinturón que ha desactivado como ha podido y quizá arriesgando su vida. Después, en Chatillon, se refugia en un edificio, encuentra a otros jóvenes okupas que fuman en el hueco de la escalera. Hablan de los atentados, miran las imágenes de las terrazas del Bataclan en la pantalla de un móvil. Hay un momento en que se duerme, con la cabeza dentro del anorak. Amri y Attou llegan a las 4 de la mañana. Dirán que Abdeslam está como aturdido, como si estuviera en trance, él a su vez los ve también obnubilados porque al fin han comprendido lo que ocurre en realidad, y lo que significa el “rollo chunguísimo”.
Los imaginamos viajando por la autopista hacia Bruselas en el Golf de Amri, los tres en ese estado de trance, un ensueño despierto, una pesadilla febril, pero han franqueado sin percances tres barreras de la policía y en la tercera les ha entrevistado un periodista belga sobre el efecto que les producían todas estas barreras, todos estos controles, y han transmitido a los oyentes estos pocos segundos de micrófono en la calle, y no parecen estar en absoluto perturbados, sino más bien bromistas, tres golfillos pirados y dicharacheros: “Nos ha parecido que se han pasado un poco”. “Ah, sí, es verdad que se han pasado… Pero hemos comprendido por qué, es normal con la que está cayendo”. Circulen.
Ya están en Molenbeek. Ali Oulkadi reemplaza a Amri y Attou: contaré este episodio la semana próxima. Abdeslam se reúne en el piso franco con los demás miembros del grupo, los hermanos El Bakraoui, Laachraoui, además del eterno acompañante, Abrini, que le abre la puerta. Es un momento difícil: tiene que explicar a los hermanos que su cinturón no ha funcionado. Incredulidad, cólera, la situación degenera, le abroncan pero él se mantiene en sus trece, insiste en la versión de la que ahora repite que era mentira; la versión buena es que no ha desistido ni por un fallo técnico ni por cobardía, sino “por humanidad”. En adelante pasa de un refugio a otro hasta el 18 de marzo, cuando le capturan cuatro días antes de los atentados en el metro y en el aeropuerto de Bruselas, en los que no se sabe si debía participar, una cuestión que compete al juicio belga que habrá de celebrarse y que a nosotros no nos incumbe.
2. El consuelo
Era su último interrogatorio. Después de marearnos estos últimos días como una caprichosa estrella del cine (“a veces hablo, a veces no hablo”, depende de si son amables conmigo y de si las preguntas me convienen), anuncia que por fin contará su verdad, la versión final y definitiva, la versión para la historia, como se habla del juicio para la historia, a propósito del juicio del viernes 13. Su declaración se escalona a lo largo de tres días y es más o menos convincente. El tercer día hizo una especie de exposición doctrinal en forma de diálogo con su abogada, Olivia Ronan ―excelente, sin duda, excepto en que, asimismo sin la menor duda, no me gusta que en la audiencia ella le llame Salah―. En esta última recta, sin embargo, él consiguió emocionar. Perforó la coraza, como suele decirse. Habló de su madre, se tragó un sollozo convincente. Pidió perdón a los tres pobres diablos, Amri, Attou y Oulkadi, a los que les ha jodido la vida, y a las víctimas, entre las cuales es evidente que él se incluye. Dijo asimismo algo extraño, a la vez sincero y obsceno, pienso. “No sé si las víctimas me guardan rencor, pero yo les digo: no dejéis que el rencor os asfixie. Hay mucho de tenebroso en esta historia, pero también hay una luz que brota… Quizá sea una torpeza decir esto delante de las víctimas, pero es lo que yo he sentido al escuchar a algunas. Han salido más fuertes de esta prueba, se han vuelto mejores, han adquirido cualidades que no se venden en el supermercado…”.
No voy a contradecirle, yo también lo he pensado. Pero no estoy seguro de que felicitarles por su entereza sirva de consuelo a los damnificados. Este fin de semana de Pascua, al hojear mis libretas del principio del juicio, he tropezado con este otro final de su testimonio: “Al salir del hospital creía que iba a aprovechar la vida el doble. En realidad soy a lo sumo la mitad del que era. Hay personas para las que debe de ser cierta la frase que te dicen siempre, ‘lo que no te mata te hace más fuerte’, pero no para mí. Sigo luchando, pero de hecho me han condenado a cadena perpetua”.
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