La inseguridad y la violencia opacan la transformación iniciada por Claudia Sheinbaum. Los “logros” de su administración no pueden ser aquilatados por habitantes temerosos de ser atracados.
Ernesto Núñez Albarrán
@chamanesco
Casi al final de su informe por el primer año de administración, el pasado sábado, la jefa de Gobierno Claudia Sheinbaum comparó a la Ciudad de México con una casa, “nuestra casa”, ese espacio común para todos los que aquí vivimos.
Con una pañoleta rosa que le colgaba del cuello, y que contrastaba con el blanco impecable de su traje sastre, Sheinbaum describió la ciudad que, según ella, se está construyendo: una ciudad de derechos, que respeta los derechos humanos; orgullosa de su pluriculturalidad, su historia y sus tradiciones; abierta al mundo y a las mejores causas.
“Puede parecer una utopía”, admitió, “pero la única diferencia entre ésta y la realidad es la voluntad, es el empeño, es la entrega, el creer en los otros, en las otras, en nosotros, en nosotras, en reducir desigualdades, en la diversidad y en construir una prosperidad compartida”.
En el Teatro de la Ciudad, a Sheinbaum la arropaban cuatro secretarios de Estado del gobierno de Andrés Manuel López Obrador: Olga Sánchez Cordero, de Gobernación; Irma Eréndira Sandoval, de la Función Pública; Javier Jiménez Espriú, de Comunicaciones y Transportes, y el canciller Marcelo Ebrard, a quien le reconoció haber dejado una ciudad segura y con una de las mejores policías de todo el país cuando fue jefe de Gobierno, de 2006 a 2012.
En contraste –dijo, sin mencionar a su antecesor, Miguel Ángel Mancera–, al llegar al gobierno encontró una de las policías peor pagadas de todo el país, caracterizada por la corrupción y la colusión entre sus elementos y la delincuencia.
Arrinconada por las cifras que revelan un aumento en la violencia, la criminalidad y la sensación de inseguridad en las calles de la capital, la jefa de Gobierno admitió que, en ese rubro, aún hay mucho trabajo por hacer.
Desafiada por la realidad, Sheinbaum gobierna una ciudad en la que todos los días se denuncian 652 delitos, según la estadística de la Procuraduría capitalina.
El sábado mismo, mientras ella salía del Teatro de la Ciudad en un modesto automóvil color gris, en la calle Licenciado De Verdad –apenas a seis cuadras de donde estaba y a un costado del Palacio Nacional que habita López Obrador–, cuatro personas morían en una balacera.
Tiene razón Sheinbaum cuando afirma que falta mucho, y que la inseguridad es lo que más afecta la ciudadanía.
Tampoco miente cuando explica que le dejaron una ciudad carcomida por la corrupción, con policías infiltradas por la delincuencia organizada, e instituciones de procuración de justicia y seguridad “abandonadas” y caracterizadas por la falta de apoyo a sus elementos.
En efecto, lo avanzado en el combate al crimen durante las administraciones de López Obrador y Ebrad (2000-2012), se perdió en los seis años de Mancera, quien dejó que los jefes policiacos volvieran a autogobernarse, como en los siniestros tiempos de “la Hermandad” y El Negro Durazo.
“Nosotros creemos en la seguridad como fruto de la justicia”, dijo el sábado Sheinbaum, parafraseando a López Obrador, “pero, sobre todo, como producto de la erradicación de la corrupción a todos los niveles”.
No falla en su diagnóstico. Sólo una combinación entre combate a la corrupción, profesionalización de la policía, inteligencia, procuración de justicia, coordinación entre fuerzas locales y federales, y una política social que ataque las causas –es decir, que disminuya la desigualdad– podrá rendir frutos. Y seguramente no será en el corto plazo.
Las gráficas que mostró Sheinbaum el sábado, con los cruces entre las líneas de tendencia delictiva de la pasada administración y la suya, no son suficientes para tranquilizar a una ciudadanía que quiere volver a caminar su ciudad con tranquilidad y que, un año después, ya no busca en Mancera –sino en ella– al culpable de su miedo.
La jefa de Gobierno reconoció que lo hecho hasta el momento por su gabinete de seguridad no es suficiente, pero aseguró que se logró cambiar “la tendencia de crecimiento de los delitos, por el inicio del decremento de los delitos”.
Una reducción del 27 por ciento en homicidio doloso entre diciembre de 2018 y noviembre de 2019; 20 por ciento abajo en robo de vehículo, 60 por ciento de reducción en robo a pasajero al interior del Metro y “reducción en la tendencia” en robo a bordo de microbús, en el Metrobús, a conductores de autos y en robo con violencia en casa habitación.
“Mejoras” en las que sólo ella y sus colaboradores pueden creer, pues los datos duros de la PGJDF (correspondientes a octubre) son durísimos: 1,268 homicidios en un mes, 205 delitos contra la libertad personal (secuestros), 632 delitos contra la libertad y la seguridad sexual, 12,140 robos, 2,222 delitos contra la familia, 107 delitos contra la sociedad y 3,632 delitos contra otros bienes jurídicos.
Cifras escandalosas que, además, ocultan los delitos no denunciados, pero sí reconocidos por la jefa de Gobierno.
“Sabemos que existe una cifra negra muy importante”, admitió el sábado.
Reconforta saber que lo sabe, pero las cifras –visibles e invisibles– retratan una ciudad en la que no se puede vivir con tranquilidad.
Una ciudad insegura, en la que las mujeres salen cada 15 días a marchar en contra de los feminicidios, la violencia, el acoso, el hostigamiento sexual, la inequidad.
Una ciudad gobernada por una mujer, en la que las mujeres gritan “ya basta”.
Una ciudad en la que los demás temas contenidos en el informe de la jefa de Gobierno –innovación, vivienda, cultura, justicia social, educación, movilidad integral e infraestructura– no podrán ser aquilatados por habitantes que sólo piensan en no ser atracados.
Sheinbaum debe saber que la delincuencia, la violencia y la inseguridad son su principal desafío, y su eventual talón de Aquiles en su futuro político.
De nada le va a servir su cercanía al presidente López Obrador, si en 2024 el cambio de tendencia no sólo se nota en las cifras, sino también en las calles.
La utopía a la que Sheinbaum convoca no va a ser posible si sus gobernados siguen arrinconados por los delincuentes; si la calle sigue siendo de ellos, y si la ciudadanía sigue teniendo miedo de habitar “la casa común”.
No es poca cosa la apuesta política de la jefa de Gobierno. Decir que la Ciudad es “nuestra casa” apela a las emociones más íntimas de sus gobernados.
¿O acaso alguien quiere sentirse aterrado dentro de su propia casa?