A pesar de la ilusión que producen los anuncios promisorios sobre la llegada de las vacunas, en realidad, ésta no transformará la realidad inmediata y tampoco garantiza condiciones para la adecuación del curso de desarrollo que prevalece en nuestro país.
Mario Luis fuentes
Los efectos de la pandemia de la Covid-19 están siendo devastadores para millones de familias. Los datos disponibles a través de todos los estudios que se han hecho sobre el tema son desalentadores, por decir lo menos.
En el PUED-UNAM, las estimaciones calculan entre 22 y 32 millones nuevos de personas en pobreza; la ENCOVID de la Universidad Iberoamericana, muestra que en los hogares más pobres y de clase media hay una reducción muy significativa en el monto de sus ingresos, han tenido que vender activos o han tenido que recurrir a familiares y amigos para solicitar préstamos y solventar gastos fundamentales.
Por su parte, el INEGI dispone de información de al menos un millón de negocios que han cerrado definitivamente y que difícilmente podrán recuperarse o echarse a andar nuevamente en el corto plazo; esto además de los terribles datos dados a conocer en la nueva edición de la ENVIPE, 2020, presentados por el INEGI, en los cuales se muestra que en el último año al menos 22.3 millones de personas mayores de 18 años han sido víctimas de algún delito.
Sobre ese último dato, es de una importancia mayor subrayar que el 92.4% de los delitos no fueron denunciados o respecto de ellos la autoridad no inició ninguna carpeta de investigación, lo que nos confirma que continuamos siendo un país de plena impunidad y de prácticamente nula confianza de la ciudadanía en las instancias de persecución del delito y procuración e impartición de justicia.
Es difícil saber cómo el Gobierno de la República está procesando estos datos. El discurso del presidente no varía, y antes de anunciar modificaciones importantes en la política pública, se conforma con decir que el 70% de la población está explícitamente considerado en alguna de las acciones que se desarrollan a través del Presupuesto de Egresos de la Federación.
A pesar de lo anterior, y de que en la retórica presidencial se afirme cotidianamente que todo está bajo control porque los recursos llegan directamente a la población, lo cierto es que los recursos de que dispone el Ejecutivo para atender y paliar la pobreza son limitados, y, de hecho, el presupuesto 2021 será mucho más restrictivo que el del presente año.
Debe tenerse en consideración además, que a pesar de la ilusión que producen los anuncios promisorios sobre la llegada de las vacunas, en realidad ésta no transformará la realidad inmediata y tampoco garantiza condiciones para la adecuación del curso de desarrollo que prevalece en nuestro país.
Hasta ahora, pareciera que la decisión del presidente de la República está orientada a posponer decisiones relevantes hasta que se concrete un eventual nuevo triunfo electoral en el 2021, con base en el cual podría encaminarse a un cierre de mandato investido de la ratificación del mandato recibido en las urnas en 2018.
Pero para que eso ocurra falta mucho tiempo, considerando sobre todo la magnitud de las urgencias impuestas por la emergencia sanitaria y la severa crisis económica.
Es riesgoso, pero sobre todo, representa un acto de deslealtad con los más pobres, posponer una reorganización del gobierno y sus programas, en aras de la consolidación político-electoral de un proyecto que no termina de dar resultados, pero peor aún, que no ofrece claridad respecto de lo que quiere conseguir y qué es lo que hará para conseguirlo.
De otro lado, las y los gobernadores toman medidas desesperadas, lidiando con la presión económica y la necesidad de contener en la medida de lo posible, el número de contagios y de muertes provocados por el permanente y amenazante coronavirus. En ese nivel y en el de los municipios, la incertidumbre y la incapacidad se imponen, y con ello el extravío de una nación desarticulada y confrontada en diferentes frentes y modalidades.
Lo que tenemos entonces es un nuevo escenario mucho más complejo que el que se enfrentaba en el mes de marzo de este 2020, cuando se confirmó la primera defunción por Covid. Y es que esa diferencia se registra por partida doble: en la magnitud de las tragedias que nos aquejan, pero también en la configuración de nuevas y más crudas realidades.
Así, el presidente López Obrador llegará al año 2021 con poco más de 30 mil víctimas de homicidio intencional; y en el ámbito de la pandemia el año concluirá con más de 120 mil decesos confirmados por covid19; cifras que sumadas a la mortalidad por el resto de causas, colocarán al país en alrededor de un millón de defunciones, una cifra récord en la historia de la mortalidad en el país.
No es posible, no debe serlo, en un sentido ético, ofrecer a una nación tan lastimada, tan empobrecida, tan agraviada por el crimen y la impunidad, más de lo mismo.
No es aceptable que se insista en que con lo que se ha hecho es suficiente, y que con los recursos de que se dispone alcanza, porque además de las calamidades señaladas, lo que se le exige a la ciudadanía es una paciencia franciscana que no cabe en un estado laico y comprometido con los derechos humanos.
El hambre se esparce; millones de niñas y niños padecen los más brutales escenarios de desamparo y pobreza; cientos de miles de mujeres enfrentan nuevas y más crueles formas de violencia; y en general, todas y todos vivimos la amenaza de una realidad frente a la que existe todo, menos un Estado capaz de ofrecer protección y garantía de una vida digna para todas y todos.
Transformar esta realidad exige de un nuevo curso de desarrollo que ponga en el centro una auténtica redistribución de los recursos, que se sustente en una profunda reforma fiscal progresiva e integral, y que genere un nuevo Estado Social que garantice condiciones de dignidad humana para todas y todos.
No hay tiempo, y eso debería comprenderse lo más pronto posible en el gobierno que nos reitera una y otra vez, que su compromiso es con los más pobres, los más desamparados, los más necesitados.
Investigador del PUED-UNAM