La venganza de los inquilinos: bloques enteros contra los abusos del alquiler


Durante los primeros minutos del posado para el retrato grupal que encabeza este reportaje, se escuchan las risas nerviosas de quien no suele ser protagonista. Un niño pasa con su madre por detrás del fotógrafo, en la zona de la plaza de Legazpi de Madrid, y alguien le susurra: “Son los X Men de Madrid, fíjate en sus caras”. Los torsos se elevan al oírlo, la mirada se fija en el infinito y la pose de los seis se vuelve más solemne de repente, casi épica.

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En los últimos meses, inquilinos de bloques enteros de edificios de propiedad vertical en la región, de distintos niveles de renta y cada vez más con sueldos medios, se organizan para defender sus derechos, en espera de una Ley de Vivienda estatal que se ve lejana en el horizonte y probablemente sin aplicación en Madrid, como ha anunciado el Gobierno regional.

El grupo de la foto está formado por parejas jóvenes, matrimonios con y sin hijos, pensionistas con menores a cargo o padres monoparentales. Llegan de distintos puntos: del municipio de Alcorcón, de los barrios madrileños de Comillas (Carabanchel), Ventas (Ciudad Lineal) y Ensanche de Vallecas (Villa de Vallecas) y del distrito de Arganzuela, también de la capital. Sus caseros son todos grandes propietarios que les han comunicado que sus contratos no serán renovados en unos casos, les han anunciado subidas de sus rentas de hasta un 50% en pisos que en su día fueron de vivienda protegida en otros, o que han abandonado el mantenimiento de las zonas comunes y los pisos, hasta hacer insostenible el día a día. Todo para que se vayan y elevar los precios.

En Madrid, ha crecido un 20% en cinco años el número de propietarios con más de cinco pisos, de acuerdo con los datos de la Dirección General del Catastro. El arrendaticio es un negocio muy rentable en Madrid y más aún cuánto más popular sea el distrito: un 6,1% en Puente de Vallecas o un 5,3% en San Blas-Canillejas, por encima de la media del 4,4 en la ciudad.

María Palop, Paola Parra, Zulema Herreros, David Jiménez, Sandra Mahíllo y Julián de las Mozas llevan años pagando su renta y quieren seguir haciéndolo. Se han convencido de que, para hacer frente a estos abusos, es mejor ofrecer una respuesta conjunta y para ello se han unido al Sindicato de Inquilinas. Coinciden en el diagnóstico: el mayor problema de vivienda es que la ciudadanía no es consciente de lo cerca que lo tiene. “Es muy complicado movilizar. Hay gente en nuestro bloque que acaba de firmar el contrato, ven los siete años por delante y piensan que no les va a tocar”. María Palop, administrativa de 38 años, vive con su marido en un piso en Alcorcón desde hace ya 20 años, por el que paga 630 euros, a medias con su pareja. La propiedad pasó de Martinsa Fadesa a Blackstone en 2015 y empezaron los problemas de falta de mantenimiento y las subidas abusivas de precio a vecinos. En su bloque, cuenta, una mujer lleva 10 meses con la caldera precintada porque el fondo no se hace cargo de su reparación.

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“Pensamos que no se echa a gente a la calle, y a mí me llegó una carta del juzgado para echarme en cinco días, no podía creérmelo”, explica Zulema Herrero, de 42 años, inmersa en el conflicto de un bloque de Carabanchel contra la Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria (Sareb). Gana 1.800 euros al mes. Alquiló su piso de 20 metros cuadrados por 500 euros a Proinsa en 2011. En 2018, 26 inquilinos recibieron la notificación de que dejaran de pagar el alquiler, ya que la propiedad había cambiado de dueño. “Yo lo tenía domiciliado, pagaba el día uno de cada mes y, como yo, muchos vecinos”.

Pasaron las semanas y la entidad no se comunicaba con ellos. Intentaron consignar la renta en el juzgado, pero les fue imposible: sus alquileres no existían en porque Proinsa no había registrado los contratos. Desde finales de 2019, esperan que la Sareb quiera negociar contratos sociales tras paralizar dos intentos de desahucio. “Yo sé que no cumplo criterios de vulnerabilidad, pero no lo hago por mí, sino por mi vecina Paloma, que está esperando un doble trasplante de pulmón. Para mí, un hombre que vive solo y que gana 1.200 euros, si le piden 600 de alquiler claro que es vulnerable, ¡le dejan solo 600 para vivir!”, explica. La entidad no reconocía hasta hace unas semanas la situación de ninguna de las 18 familias que resisten. El resto ha terminado marchándose.

“O todas o ninguna”. Vecinos se movilizan por los más afectados

Julián de las Mozas, jubilado de 68 años, representa a 17 familias del número 7 de la calle Cáceres, en Arganzuela. El caso es idéntico al de Zulema Herreros, con la diferencia de que aquí sí han ofrecido alquiler social a nueve familias, incluida la suya. Él lo tiene claro: “O todas o ninguna”. Él ingresa 700 euros de su pensión y la de su mujer y conviven con un hijo y un menor. Paola Parra, de 35 años, es madre de una adolescente y comparte hogar en el mismo bloque con su marido. Ingresa 800 euros como comercial, mientras que esposo está en paro. Pagaba 350 euros de renta, pero ya ni eso puede: no fue considerada vulnerable por la Sareb y le comunicaron que debía abandonar el piso. El resto de vecinos no lo entienden y se han negado a firmar. La sociedad lo llama “falta de colaboración vecinal”. La última fecha de desahucio era el 3 de febrero, pero la sociedad solicitó frenarla en los juzgados para “abrir la comunicación y volver a estudiar sus casos”, como viene haciendo desde septiembre pasado. Han tardado más de dos meses en contactar. El 11 de abril, Servihabitat, la comercializadora del edificio, visitaba a Paola Parra para ver si, esta vez sí, consideran su situación merecedora de un alquiler social.

“La negociación entre inquilinos y grandes propietarios es siempre así”, explica Alberto Martínez desde el Sindicato de Inquilinas. Sea con la Sareb, con un fondo buitre, una inmobiliaria o un banco, el proceso es similar: “El primer intento de desahucio se para en puerta por presión vecinal, el segundo ya la misma propiedad lo solicita al juzgado si ve que el bloque está organizado. Después se supone que contactan para abrir negociaciones, que a veces llegan y a veces se quedan en el limbo”. Es un bucle que se repite una y otra vez. Si los casos son individuales, no hay nada que hacer. “Cada semana recibimos muchas solicitudes del tipo: mañana me desahucian y no sé qué hacer. La gente no conoce sus derechos de vivienda”, se indigna.

“En España, vivir de alquiler es asumir que van a abusar de ti”, cuenta David Jiménez, de 47 años y profesional audiovisual, que vive con su hijo en uno de los bloques de Inmocaixa, antigua Obra Social de La Caixa, en el Ensanche de Vallecas. Para obligar a la propiedad a arreglar unos desperfectos de la caldera, tuvo que mandar un burofax con la legislación de la Comunidad de Madrid, en la que se establecen los mínimos de habitabilidad. Solo conseguía hablar con un call center que rehuía la responsabilidad. Su contrato acaba este abril y, aún siendo receptor de la Renta Mínima de Inserción y del IMV estatal, el banco le niega la renovación porque dice no haber recibido justificación de vulnerabilidad, que les ha enviado. A algunos vecinos de su portal se les ha propuesto una subida de entre un 47 y un 49%, cosa que él no podría asumir. Sus ingresos no superan los 550 y está pagando 400 de alquiler. Ha pedido cita con los servicios sociales de la Junta Municipal, para que le ayuden frente a la entidad. Mientras, ha decidido no irse, apoyado por el Sindicato, y a la vez no dejar de pagar, forzando giros postales o transferencias. Él quiere pagar una renta digna, en ningún caso no pagar.

María Palop, en Alcorcón, ha conseguido reunir a unos 40 vecinos, con duro trabajo de pico y pala y gracias a Whatsapp, para hablar de la problemática y planificar la respuesta colectiva. Para Sandra Mahíllo, de 29 años, ha sido un poco más difícil, se ha sentido más como una predicadora en el desierto. “Aquí hay que organizarse”, pensó hace unos meses sobre lo que se les venía encima en su edificio del barrio de Ventas. El 40% de su sueldo como camarera de 1.100 al mes va a pagar la renta de 800, también compartiendo gastos con su pareja. Les acaban de subir 50 euros con la excusa del IPC y sin notificárselo, lo cual es ilegal de acuerdo a la Ley de Arrendamientos Urbanos.

”Tenemos la renta domiciliada y, simplemente, en marzo nos han cobrado más”. A los tres meses de entrar, hubo un cambio de propietario que se les comunicó con un cartel en el ascensor. El edificio había pasado de una inmobiliaria familiar de barrio a MadPiso. Al poco empezaron los problemas. “Se me estropeó la lavadora y me dijeron que no me arreglaban porque no era un bien de primera necesidad, que yo podía decidir lavar o no lavarme la ropa”. Se dirigió al Sindicato de Inquilinas pidiendo perdón: “Seguro que tenéis casos más importantes que los de una lavadora”. Pero sospechaba bien: aquello fue el comienzo de la degradación del cuidado de la propiedad. A las pocas semanas, varios vecinos comenzaron a compartir que no les renovaban los contratos, algunos de renta antigua, y que se tenían que ir a la calle. Su comunidad es típica de una zona de alto nivel económico: “Las primeras reuniones vecinales eran peculiares. Abogados, actrices, gente con segundas residencias y hasta una peña taurina”. No se imaginaban cómo podían estar en esta situación y ser víctimas de la especulación inmobiliaria.

A Sandra Mahíllo le quedan aún seis años de contrato pero, lejos de relajarse, se pone en el lugar de sus vecinos: “Hay gente de 90 años que no se puede mover y la están echando igualmente, o gente que considera ese piso su hogar desde hace décadas, y que dicen que no se van”. Intenta convencerlos de que, como no se unan, los van a echar. Varios inquilinos con posibles que han decidido poner sus casos en manos de abogados. “La autoconciencia de clase te quita el espíritu de unión”, se lamenta. Y se están yendo. El Sindicato preparó unos folletos para repartir por las casas. “Me fui puerta por puerta. Me miraban como si les fuéramos a pegar los piojos”, explica, entre risas. Cuando acudieron varios miembros de la organización a explicar la situación, quedaron encantados. “Varios me preguntaban ‘¿y esto, por qué lo hacen?”, asegura. Les resultaba raro que se organizaran, que la gente se uniera.

Paola Parra, desde Arganzuela, no tiene esas dudas. Ya han visto cinco veces al juzgado en su puerta: “Yo me siento muy sola, desprotegida, en la calle, y si no nos organizamos y hacemos presión, nos echan con nuestras familias sin más”. Zulema Herreros dice sentir “mucho coraje” por no haberse movilizado antes, hasta no haberlo vivido en sus carnes. “Los desahucios eran algo completamente ajeno a mí, hasta que te toca, reflexionas y te dices: pero esta mierda qué es”. María se siente igual: “A mí aún no me vence el contrato con Blackstone, será en julio”. Se encoge los hombros, casi se disculpa ante el grupo por su sueldo de 1.200 euros, aun estando por debajo de la media de la región ―1.613 euros, según el INE―. Asiente en silencio a los relatos de Julián de las Mozas, Paola Parra o Zulema Herreros. “A mí, sí me pasa eso, me cago viva”, se le escapa. Reconoce que, en su primer mes de entrar en el Sindicato de Inquilinas, aprendió mucho más que en 10 años sobre sus derechos en vivienda.

Los seis saben que se está negociando la Ley de Vivienda en el Congreso de los Diputados y aprovechan para pedir, desde su experiencia como afectados organizados, lo que consideran indispensable: el control de precios. A David Jiménez le preocupa el reparto de competencias transferidas en vivienda, que sospecha que hará que Madrid no aplique la normativa. María pide que la regularización de precios sea efectiva, pero que vaya acompañada de inspección continua a grandes y pequeños propietarios. Parra y Herreros se centran en que no haya desahucios sin alternativa habitacional efectiva ―en el actual texto se retrasaría dos meses, pero no se paraliza―, lo que les lleva a pedir que haya “un parque de vivienda social suficiente para que una familia que no pueda pagar nada, y que así lo acredite, no se quede en la calle”.

Sandra, la más joven, haría ilegal comprar más de dos viviendas a personas físicas. “Y que no permitan que sigan ofreciéndonos zulos de 15 metros a precios desorbitados”, exige. Julián de las Mozas, el más mayor, que lleva cinco órdenes de desahucio frenadas a sus espaldas y la presión diaria de no aceptar un piso para su familia a cambio de luchar por otros para los demás, es el más escéptico: “Prefiero esperar a ver cómo queda la ley. No me fío nada”.

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