La presencia en un hospital español del dirigente del Frente Polisario Brahim Gali será oportuna o no diplomáticamente, pero inquieta seguramente menos a las autoridades de Marruecos que la soterrada angustia que está produciendo en amplias capas de sus ciudadanos, especialmente los jóvenes, el cruento ataque de Israel en Gaza. La terrible situación en que se encuentran hombres, mujeres y niños palestinos, denunciada por todos los organismos internacionales y retransmitida por las televisiones del mundo, impacta especialmente en Marruecos, sobre todo porque es uno de los pocos países musulmanes que ha establecido relaciones diplomáticas con Tel Aviv, una decisión que adoptó hace muy poco, en 2020, pese al evidente malestar de su propia población y a cambio del reconocimiento de Estados Unidos de su soberanía en el Sáhara Occidental. Empujar a miles de personas a cruzar a Ceuta en pocas horas plantea, sin duda, un serio problema al Gobierno de España, pero también ayuda a distraer a la opinión marroquí del creciente dolor que le produce el abandono de los palestinos. Una distracción que también se produce en España, absorta en las imágenes de Ceuta y despistada con un nuevo episodio de la asombrosa capacidad del Partido Popular para ignorar lo que pasa en el mundo y aprovechar lo que sea, incluidos episodios de muerte y enfermedad, si cree que tienen rédito electoral.
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Sin embargo, la tragedia que está ocurriendo en Gaza no debería ser eclipsada por ninguna otra. La mayoría de los observadores internacionales especialistas en la zona denuncian que la crisis se inició con la decisión del Gobierno de Benjamín Netanyahu de desahuciar a familias palestinas de varias casas en el barrio de Sheij Jarrah, en Jerusalén Este. Israel aprobó en su día dos leyes. Una permite a los israelíes reclamar la propiedad de judíos antes de la guerra de 1948 y otra prohíbe a los musulmanes recuperar la propiedad que perdieron en la misma guerra, incluso si todavía residen en áreas controladas por Israel. Leyes distintas para la misma situación según sea el credo de la persona que reclama es una pésima idea en una democracia y evidentemente provoca la ira de los israelíes musulmanes que ven cómo Jerusalén Este —zona que, según Naciones Unidas, es parte de los territorios palestinos ocupados— es progresivamente entregado a colonos israelíes judíos.
Que la crisis haya paralizado la operación interna para desalojar de la política a Netanyahu, acusado de corrupción, no hace más que aumentar el desasosiego. Lo que está ocurriendo no es una guerra (hay una asimetría evidente de destrucción en una de las partes), pero aun así hay demasiados muertos, más de 200 palestinos (por grandes bombardeos ordenados por un gobierno) y más de 10 israelíes (por la lluvia de cohetes lanzados por una organización llamada Hamás), que podían haberse evitado.
Israel lleva un siglo infligiendo derrota tras derrota a los palestinos, pero no ha logrado una victoria, nunca ha podido ganar, resumió hace unos días el corresponsal de la BBC en la zona, Jeremy Bowen. Y es cierto, porque la victoria supone acabar con un conflicto y el de Israel y Palestina lleva décadas sin solución ni mejora. No hay duda de que Israel puede seguir provocando derrotas palestinas, porque la diferencia de la capacidad bélica de unos y otros es abismal, pero lo terrible es que nunca se ha sabido qué quiere hacer Israel con esas derrotas y para qué querría la victoria. Obviamente, no puede pretender que los palestinos desaparezcan físicamente: son más de 3,5 millones de personas en ese terreno. Nadie consiguió nunca la limpieza étnica total. Es posible que algunos grupos políticos contemplen la posibilidad de un sistema de apartheid o segregación racial, pero la historia enseña cómo acaban esos regímenes: tardarán lo que tarden (el sudafricano duró más de 43 años), pero perderán. Eso sí, dejando detrás un rastro de sufrimiento innecesario.
Lo que el actual Gobierno israelí ha logrado es acabar con la utopía sionista, que tantas simpatías despertó en el mundo. El foso que ha levantado frente a la población musulmana de Israel y la población palestina en los territorios ocupados no disminuye, sino que se agranda. Se aleja la victoria y aumenta la deuda de dolor.
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