A Olga, de 40 años, se le saltan las lágrimas. No es del frío, que es intenso a primera hora de la mañana en Kiev, la capital de Ucrania, sino de pensar que no sabe qué le queda por delante en los próximos días. Los habitantes tratan de prepararse para lo peor, si es que eso es posible. El reloj pasa unos minutos de las ocho de la mañana y ante las puertas del supermercado Silpo aguardan de manera ordenada y casi en silencio medio centenar de personas. Olga, que vive junto a sus hijos de 13 y 20 años, acude a hacer la compra sin saber muy bien para cuántos días debe hacerla. Nadie sabe hasta cuándo habrá alimentos en los lineales de los supermercados si el conflicto se alarga. “Vemos que nadie está ayudando a Ucrania, que está en Europa, mientras Rusia no tiene límites ni fronteras”, lamenta.
“Todos nos estamos preparando porque no sabemos lo que tenemos por delante ni cuándo vamos a poder salir”, comenta en la misma línea Vladímir, de 40 años, tras haber tardado un par de horas en hacer la compra en el Ultramarket del centro comercial Multimall. Este padre de dos hijos de seis y ocho años, reconoce que él y su mujer se están ahorrando darles detalles de qué es lo que está sucediendo. “Intentamos mantenerlos al margen de la guerra para preservar su estabilidad psicológica. Puede que les hablemos de ello un poco más adelante”, comenta.
Esas colas para conseguir comida, la reactivación parcial del tráfico o ver a personas de un lado para el otro por la ciudad —hasta un corredor haciendo deporte— suponen una pequeña resurrección tras el fin de semana de obligado letargo. La capital de Ucrania acaba de salir de 39 horas de toque de queda que han mantenido a la población en casa desde la tarde del sábado a la mañana del lunes.
Pero esa resurrección es, sin embargo, un espejismo. Kiev vive bajo el yugo de la guerra. Ha alcanzado ese punto de daltonismo en el que las flechas y rayas blancas que marcan direcciones y parcelan en carriles el asfalto no cumplen su función. Tampoco el rojo, amarillo y verde de los semáforos. No hay apenas tráfico que regular y los pocos vehículos que circulan no ven necesario detenerse ante las señales lumínicas. Pero cualquiera que deambule o circule por las calles de Kiev estos días puede ser considerado culpable mientras no se demuestre lo contrario. Se percibe cierto vacío de poder e impunidad, barra libre para levantar a la mínima el arma. La situación se vuelve con frecuencia tensa ante las barricadas que jalonan la urbe.
Muebles, contenedores de basura, escombros, coches, neumáticos, árboles, sacos terreros… Cualquier cosa es útil para montarlas. Una barrera que saben que no va a servir para nada en caso de que los carros de combate rusos lleguen. Pero hay que intentarlo. Como sea. Por eso, los ciudadanos también recolectan miles de botellas de vidrio. No son para reciclar, sino para preparar cócteles molotov. Son conscientes asimismo de que no hacen ni cosquillas a los tanques. Pero ahí están y, como las barricadas, cumplen su función tranquilizadora.
Dos viejos coches, un Volga blanco y un Giguli verde, sirven para armar una de esas fortalezas en uno de los cruces de la avenida Vadima Getmana de Kiev. Ambos han sido claramente elegidos para ser sacrificados para la causa. Entre la cola de vehículos que se genera, se desgañita y no para de hacer gestos para que avancen o se detengan Sasha, de 45 años. Va vestido de militar y armado con su rifle AK47 pero, en realidad, es un civil. Su papel explica bien esa delgada línea que hay entre las milicias y los profesionales de las Fuerzas de Seguridad. Es un sistema cada vez más implantado en Kiev desde que el pasado jueves el presidente ruso, Vladímir Putin, ordenó a sus tropas invadir y atacar Ucrania.
Igor, de 50 años, se pasea por el lugar orgulloso también luciendo su kaláshnikov. A ninguno de los presentes, identificados con brazalete amarillo, les hace gracia en principio la presencia del reportero, pero acaban por dejarlo campar a sus anchas un rato y hasta aceptan que haga algunas fotos. Igor, que vive justo en uno de los edificios de esquina que coronan el cruce, muestra en la parte de atrás el parque infantil que estos días emplean como laboratorio para elaborar los cócteles molotov. En el sótano, que emplean como refugio, su hijo Danil, de 21 años, se abre el chaquetón en medio de una amplia sonrisa y muestra la pistola que lleva a la altura del corazón en una cartuchera. Cuenta que se la ha dado su padre pero que no ha pegado un tiro en su vida.
Cerca de allí, en el centro de las varias manzanas que ocupan la zona de los estudiantes se ha amontonado en un cruce una de esas montañas de cacharros que forman una barricada. Hasta una cocina y una puerta puede verse en el amasijo. Rondan el lugar tres estudiantes de ingeniería que explican que van haciendo turnos con otros compañeros cada dos horas día y noche y están organizados a través de chats. Van todos equipados también con brazalete amarillo improvisado con cinta adhesiva ancha. Dos compañeras conversan con ellos durante unos minutos. “Kiev se mantendrá a salvo, fuerte y ucrania”, afirma Nastya, estudiante de Lingüística de 21 años, mientras expulsa el humo de la última calada que ha dado al cigarro.
Junto a ellos tienen varias cajas de cócteles ya listos para ser prendidos y lanzados. También, junto a un árbol, tienen acumulados cientos de cascos para seguir preparando más proyectiles artesanales de este tipo. No tienen más armas que esas botellas incendiarias. Alexander, de 22 años, explica el plan: “Si vemos soldados o vehículos rusos, avisamos a la Policía o al Ejército y damos su posición. Tiramos unos cócteles y corremos al refugio”.
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