Una anciana camina ayudada por un bastón junto a su edificio, dañado por los bombardeos rusos en Járkov, este martes.

La vida en una ciudad tomada por los rusos es una pantomima de la vida que fue

Una anciana camina ayudada por un bastón junto a su edificio, dañado por los bombardeos rusos en Járkov, este martes.
Una anciana camina ayudada por un bastón junto a su edificio, dañado por los bombardeos rusos en Járkov, este martes.SERGEY BOBOK (AFP)

Mi abuela me cuenta la guerra. “No sabes el miedo que da estar en un sótano frío toda la noche mientras fuera disparan”, dice. Casi todos los abuelos de Europa cuentan a sus nietos historias de la guerra, pero no todos las cuentan en directo, minuto a minuto, por llamada de WhatsApp. La guerra que me cuenta mi abuela no sucedió hace 80 años. Está sucediendo ahora, mientras yo escribo esto y usted lo lee.

En la ciudad a la que huyó mi abuela después de salir de Mariupol el primer día de la invasión rusa, pasaron cuatro días sin luz, agua, calefacción ni cobertura o conexión a internet. En esos cuatro días, las tropas rusas tomaron la ciudad en la que estaban y, a pesar de que el alcalde no la ha abandonado, son los rusos los que patrullan las calles y las recorren con plena libertad en tanques y carros de combate. También hacen vida normal: se les ve yendo a la peluquería a cortarse el pelo o saludando a los vecinos que hacen cola a las puertas de las tiendas. A todos les dicen lo mismo: “No os preocupéis, esto se acabará pronto. Os hemos liberado”. Mi abuela dice que cuando la saludan, ella les gira la cara.

La vida en una ciudad bajo el control de los soldados rusos es una pantomima de la vida que fue. Las tiendas, a las que no abastecen de comida desde el 24 de febrero, volvieron a abrir esta semana, pero apenas tienen nada que vender. Se deshacen de la comida que todavía queda en los estantes, algunos alimentos ya están caducados y otros acabaron en mal estado tras los cortes de luz. Aun así, mi abuela es positiva: “Todavía no estamos revolviendo en los cubos de basura, tampoco nos podemos quejar”.

Las situaciones más trágicas y dramáticas normalmente mueven el indicador de la queja hacia límites que en un momento de normalidad te parecían intolerables. Que una tienda venda comida caducada era intolerable. Que una tienda te deje llevarte solo un paquete de avena y un brick de crema de guisantes en polvo era intolerable. Que tengas que hacer tres horas de cola bajo la nieve para conseguir una barra de pan, solo una por persona, era intolerable. Ahora es, simplemente, el día a día.

Aceptas que las gasolineras no tengan gasolina, que las farmacias no tengan medicamentos y aceptas reservar el agua que consigues en garrafas: es para beber o cocinar, pero no para lavar la ropa porque eso se convierte en una necesidad secundaria. A mi abuela le da apuro decirlo, pero al final me lo confiesa: “Yo me fui con una bolsa con bragas y se me pasó echarme algo de ropa. Así que así sigo, dos semanas después, con la misma ropa día tras día. No me la quito ni para dormir, no vaya a ser que comiencen a bombardear y tenga que salir corriendo de nuevo al sótano”. También le da apuro contarme que los cuatro días que estuvieron sin luz ni agua tuvieron que hacer sus necesidades en una bolsa de plástico como las que usamos en el primer mundo para recoger la mierda de los perros. A veces se nos olvida que la guerra no son solo las bombas y los disparos. También es la extirpación de todo rastro de humanidad, convertirte en animal por culpa de los delirios de una bestia sentada en su despacho moscovita.

En una ciudad en la que el toque de queda comienza a las seis de la tarde y acaba a las seis de la mañana, mi abuela pasa casi todo el día esperando en las colas. Por la mañana sale de casa a darse una vuelta por las calles y si ve una cola se suma a ella. Como durante los tiempos de la perestroika, la gente que espera a las puertas de la tienda no sabe ni qué están esperando, ni cuántos productos podrá llevarse ni si, para cuando llegue su turno, quedará algo que llevarse.

“Yo me pongo a esperar, algo me llevaré”, me dice. Luego me escribe orgullosa que este martes ha conseguido comprar un paquete de té, otro de galletas y unas cajas de cerillas. “No sé si podré volver a casa”, cuenta al otro lado del teléfono y, por primera vez, su voz tiembla. Luego se convierte en un clamor rabioso: “A mí me da igual quién me va a gobernar. Yo solo quiero volver a ver a mis hijos y a mis nietos, que vuelvan a visitarme a casa y haceros tortitas a todos”. Y yo solo quiero que mi abuela deje de contarme historias de la guerra.

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