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La vida mentirosa de los adultos

Según Angela, yo ya no contaba nada divertido sobre aquel tema. Ahora bien, era cierto que había puesto fin a los relatos procaces, pero solo porque me había parecido infantil exagerar mis escasas experiencias y no contaba con material más jugoso. Desde que se había consolidado la relación con Roberto y Giuliana, mantuve a distancia a Silvestro, mi compañero de clase, que después del episodio del lápiz se encariñó conmigo y en varias ocasiones me propuso un noviazgo secreto. Pero, sobre todo, fui durísima con Corrado, que siguió con sus proposiciones, y cauta, pero firme con Rosario, que a intervalos fijos se presentaba a la salida del colegio y me proponía que lo acompañase a su buhardilla de via Manzoni. A esas alturas tenía la impresión de que aquellos tres pretendientes míos pertenecían a una humanidad degradada de la cual, para mi desgracia, había formado parte.

En cambio, era como si Angela se hubiese convertido en otra: engañaba a Tonino y no nos ahorraba a Ida y a mí ni un solo detalle de las relaciones ocasionales que mantenía con compañeros del colegio e incluso con un profesor de más de cincuenta; tanto es así que hasta ella misma hacía muecas de repugnancia cuando hablaba de él.

Aquella repugnancia me afectaba, era genuina. Yo sabía lo que era y tenía ganas de decir: Te lo veo en la cara, hablemos de ello. Pero nunca lo hicimos; parecía que el sexo debía entusiasmarnos por fuerza. Yo misma no quería admitir, ante Angela y también ante Ida, que prefería meterme monja antes que volver a oler el tufo a letrina de Corrado. Por otra parte, no me hacía gracia que Angela interpretara mi escaso entusiasmo como un acto de devoción hacia Roberto. Además, admitámoslo, la verdad era ardua. La repugnancia tenía sus ambigüedades, difíciles de plasmar en palabras. Lo que me disgustaba de Corrado tal vez no me habría disgustado de haberse tratado de Roberto. De modo que me limitaba a identificar contradicciones. Decía:

—¿Por qué sigues saliendo con Tonino si haces esas cosas con otros?

—Porque Tonino es un buen muchacho y los otros son unos cerdos.

—¿Y las haces con unos cerdos?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me gusta cómo me miran.

—Haz que Tonino te mire igual.

—Él no mira así.

—A lo mejor no es hombre —dijo una vez Ida.

—Al contrario, es muy hombre.

—¿Entonces?

—No es un cerdo, eso es todo.

—No me lo creo —dijo Ida—, no existen hombres que no sean cerdos.

—Existen —dije yo pensando en Roberto.

—Existen —dijo Angela citando con expresiones fantasiosas las erecciones de Tonino en cuanto la tocaba.

Fue entonces, creo, cuando ella hablaba divirtiéndose, cuando sentí la falta de una conversación seria sobre el tema, no con ellas, sino con Roberto y Giuliana. ¿Acaso Roberto iba a evitarla? No, estaba segura de que me contestaría y de que encontraría la manera de hacer también en ese caso unos razonamientos muy articulados. El problema era el riesgo de resultar inoportuna a ojos de Giuliana. ¿Por qué abordar ese tema en presencia de su novio? Al fin y al cabo, nos habíamos visto seis veces, sin contar el encuentro en la piazza Amedeo, y casi siempre poco rato. De modo que, objetivamente, no teníamos mucha confianza. Aunque él tendía siempre a ofrecer ejemplos muy concretos cuando hablaba de los grandes temas, yo no me habría animado a preguntar: ¿Por qué si rascas un poco, en casi todo encontramos el sexo, incluso en las cosas más elevadas?; ¿por qué para definir el sexo un solo adjetivo es insuficiente, hacen falta muchos — embarazoso, insulso, trágico, alegre, agradable, repugnante— y nunca uno a la vez, sino todos juntos?; ¿es posible que en un gran amor no haya sexo, es posible que las prácticas sexuales entre hombres y mujeres no echen a perder la necesidad de amar siendo amados? Imaginaba estas y otras preguntas, con tono distante, tal vez algo solemne, sobre todo para evitar que tanto Giuliana como él pudieran pensar que quería entrometerme en su vida privada. Pero sabía que jamás las formularía. Insistí, en cambio, con Ida:

—¿Por qué crees que no existen hombres que no sean cerdos?

—No lo creo, lo sé.

—Entonces, ¿Mariano también es un cerdo?

—Claro, se acuesta con tu madre.

Me estremecí.

—Se ven de vez en cuando —dije, gélida—, pero como amigos.

—Yo también creo que son amigos —intervino Angela.

Ida negó enérgicamente con la cabeza, repitió con decisión: No son solo amigos.

—¡No pienso besar a ningún hombre, me dan asco! —exclamó.

—¿Ni siquiera a uno bueno y guapo como Tonino? —preguntó Angela.

—No, solo besaré a las mujeres. ¿Queréis oír un cuento que he escrito?

—No —dijo Angela.

Yo clavé la vista en los zapatos de Ida; eran verdes. Me acordé de que su padre me había mirado el escote.

‘La vida mentirosa de los adultos’. Elena Ferrante. Traducción de Celia Filipetto Isicato. Lumen, 2020. A la venta a partir del 1 de septiembre.

 

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Autora: Elena Ferrante.

Traducción: Celia Filipetto Isicato.

Editorial: Lumen, 2020. A la venta el 1 de septiembre.

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