¿Quién no ha fantaseado alguna vez con ver distintos lugares del planeta en una misma jornada? Chasquear los dedos y viajar en el tiempo para amanecer aquí, desayunar allá, dormir quién sabe dónde… Nueve escritores hacen realidad ese periplo al evocar algunos de estos momentos en su vida. De madrugada, un hombre nada en la costa de Inglaterra. En la Patagonia chilena, los caballos galopan con los primeros rayos del sol. La vista de los Andes acompaña el desayuno, y la mañana termina entre los secretos de la isla griega de Egina y una comida amenizada por las tarantelas napolitanas. Después, una tarde en el pueblo fantasma de Granadilla o en una librería en Nueva Delhi donde se habla de literatura. La ciudad de Sibiu es el escenario para la cena mientras la noche discurre serpenteando por carreteras gallegas. Ventanas de un día repartido por todo el globo
De madrugada nadando en Southampton
Con un mar espolvoreado de luna o de oscuridad rizada de estrellas, el escritor Philip Hoare remueve con su nado las aguas próximas de la playa de Southampton, al sur de Inglaterra. Cada día, a las tres de la madrugada, va allí desde que tiene 29 años, la edad en que aprendió a nadar y volvió a nacer. Hoy tiene 63, pero aquel año una mujer octogenaria le enseñó a nadar en una piscina para luego descubrir el milagro del mar. Después se convirtió en el tema literario que le ha dado un sitio en la literatura contemporánea.
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Amanecer en la playa de Southampton, en el sur de Inglaterra. Alamy
“El mar es donde quiero estar. Es el único lugar en el que me siento realmente cómodo. Tal vez sea porque no aprendí a nadar hasta los 30 años. Ahora, todas las mañanas me dirijo a la orilla, en Southampton: a las tres de la madrugada, en la oscuridad, incluso en el invierno. Conozco mi playa local tan bien que casi podría contar las piedras de la orilla. Allí me lanzo a lo desconocido. Es ese abandono de la tierra lo que me lleva a seguir. El mar no obedece ninguna de nuestras leyes. Por eso al punk que hay en mí le gusta tanto. Me acerco a él en la oscuridad envolvente y me encuentro con mi yo más joven que regresa de un club nocturno. Y veo todos mis años detrás de mí y todo el mar por delante. Mientras todavía tengamos el mar, tenemos esperanza, dijo Jacques Cousteau. El mar y la costa significan muchas cosas: angustia y esperanza, mortalidad y belleza, fugacidad y perseverancia. Después de todo, todos llegamos a estar en un mar amniótico, en el vientre de nuestra madre. El mar dentro de todos nosotros”.
Y todas sus leyendas de todos los tiempos por vivir y sentir como lo ha hecho Philip Hoare nadando en casi todos los mares.
Philip Hoare (Southampton, 1958) es autor de ‘Leviatán o la ballena’, ‘El mar interior’ o ‘El alma del mar’.
Ignacio de la Cuadra
Amanecer en los confines del mundo
Antes de que la humanidad comprobara que la Tierra era redonda, el fin del mundo estaba en España: desde cabo Fisterra se veía el horizonte de las aguas y, tras él, el abismo con monstruos y misterios de la imaginación. Cinco siglos después, ese finis terrae en el imaginario universal está al final del mapa de Chile, donde más allá de Puerto Williams —la población más austral del mundo— y del mar bravío, todo es hielo. Hasta allí nos lleva la escritora chilena María José Ferrada.
“Decimos que es la última ciudad del mundo; después, solo hay agua y hielo. Así que, imaginando que camino por el mapa de Chile, que tantas veces dibujé en el colegio, al día siguiente de mi llegada —en una avioneta para 14 personas que sale desde Punta Arenas— voy a la orilla del mar que, siguiendo la lógica de mi dibujo, debería ser también la última orilla.
Son cerca de las siete de la mañana cuando comienzo la caminata desde mi hotel hasta Villa Ukika, donde viven los últimos descendientes del pueblo yagán. Entre ellos una anciana, última hablante de su lengua. La veré al día siguiente en el taller que organiza una universidad: ella contará su infancia y los niños, mientras la escuchan, harán dibujos.
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Paisaje helado en Puerto Williams, en la Patagonia chilena. Nina Stavlund Getty
En el camino —árboles y calles, rodeados de montañas que por millones de años han estado nevadas— me topo con seis o siete caballos, animales que son los dueños del amanecer en Puerto Williams. Me pregunto dónde irán por las tardes y si cuando sea mi lengua la que desaparezca seguirán galopando por aquí. Me siento en una banca a mirar el océano y un niño, que no sé de dónde vino, se sienta a mi lado.
—¿Tiene frío usted? —pregunta.
—Sí —le respondo.
—Yo no —dice orgulloso.
La historia de que los yaganes se metían a este mismo mar a mariscar, con varios grados bajo cero, la escucharé al día siguiente de boca de la anciana. Los niños la dibujarán en hojas blancas. Para hacer una montaña nevada solo se necesita un lápiz negro. Para el mar, en cambio, todos los lápices azules”.
Saldrá el sol, y sus destellos bailarán sobre las montañas heladas y el mar de todos los azules al movimiento de la mirada.
María José Ferrada (Santiago de Chile, 1977) es autora de novelas como ‘El hombre del cartel’ y ‘Kramp’.
Desayuno frente a los Andes
Elegir un desayuno en un lugar del mundo para contar y compartir no es algo fácil. ¿El que se disfruta en la propia casa? ¿El de Lima, la ciudad donde Katya Adaui nació e impulsó hacia el futuro? ¿O uno de aquellos recuerdos que se arremolinan en la memoria? Al final, la elección es el más reciente, por más fresco y vívido. Uno desde donde se ve cómo el sol dora los Andes. Es la hora del desayuno en Mendoza (Argentina), y este es un recuerdo de cuento de la escritora peruana que el lector debe completar y terminar.
“Desayunar por primera vez en Mendoza, con la vista hacia los Andes. Pan con palta [aguacate] y jugo de naranja. Entre amigos, hay un niño de casi dos años que nos mira curioso desde una columna y dice de sí mismo: ‘Tímido el bebé’. Luego de celebrar la comida simple en el paisaje tremendo, coincidimos en que nos cuesta comenzar el día hablando. E inmediatamente después, casi al unísono: ‘¡Hay que saber soportar esta felicidad!’. Eran las nueve de la mañana bajo un sol calcinante, pero en una semisombra”.
Enfrente, la cordillera imponente que recorre el lado oeste de Sudamérica, casi como si se pudiera tocar al estirar el brazo desde una ventana cualquiera.
Katya Adaui (Lima, 1977) es autora de los volúmenes de cuentos ‘Aquí hay icebergs’, ‘Algo se nos ha escapado’ y ‘Geografía de la oscuridad’, y de la novela ‘Nunca sabré lo que entiendo’.
Camino al mediodía en la isla de Egina
En las islas del Egeo se cruzan los sueños de millones de personas de todos los tiempos. Visitas imaginadas gracias a la historia, la literatura y las leyendas. A Egina, una de esas islas del Peloponeso, nos lleva la poeta rumana Ana Blandiana.
“La isla de Egina es una de esas maravillas griegas que se componen de un templo, la montaña y el mar. Llegué en barco y después subí la montaña cubierta de un bosque de pinos hacia el templo. La cuesta era empinada, y fui subiendo a lo largo del día, que a su vez ascendía hacia el mediodía, de pino en pino, como escalones hacia el Parnaso, pero escalones vivos, solidarios conmigo, como si, pasando desde mi propio reino a través del reino vegetal, alcanzara más fácilmente el mineral y el metafísico. Hasta que me di cuenta con asombro de que en el tronco de cada pino estaba fijada una polea sobre la que había un platillo sabiamente colocado, de modo que las lágrimas de resina del árbol mellado a pocos centímetros más arriba se acumulaban en sus profundidades.
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Templo de Afaya en Egina (Grecia). Getty Images
Había creído que estaba atravesando un bosque, pero avanzaba por una fábrica especializada en extraer beneficios de las lágrimas de los pinos. Y, de repente, me sentí culpable por mis semejantes y no pude evitar preguntarme si nosotros, por nuestra parte, no lloramos para que, en otro reino, otros seres se enriquezcan con nuestras lágrimas”.
La brisa no falta y mece la pregunta inquieta de la poeta, juega con ella y responde entre las ramas y hojas del pinar.
Ana Blandiana (Timisoara, 1942) es autora de los poemarios ‘Octubre, noviembre, diciembre’, ‘Primera persona del plural / El talón vulnerable’ y ‘Variaciones sobre un tema dado’.
Guadalupe Nettel
Comida napolitana a ritmo de tarantela
Cualquiera de las Italias que se escoja para comer es una buena elección de sabor y ritmo. Esta es Nápoles a ritmo de tarantela y el rumor tranquilo de la playa del Tirreno. Allí se concentra el país a los ojos de Guadalupe Nettel.
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Estampa del siglo XIX sobre el baile de la Tarantela. Getty
“Antes de llegar el campo está poblado de olivos casi sin sombras porque el sol está en lo más alto. Vamos a comer y es importante hacerlo con amigos con los que se puede conversar y reír. Pronto llegamos a la orilla de las aguas del Tirreno en una terraza cerca del Palazzo Donn’Anna. En nuestra mesa de manteles blancos, antiguos y bordados todos miramos que en una punta hay una ensalada caprese con buenos tomates, mientras en la otra punta, ensalada de lechugas del huerto; en el centro, crujientes fritti napolitanos; a otro lado: ¡sartù di riso! para repetir y repetir con su ragú, champiñones, higaditos de pollo, fior di latte provola… Entre bocados y palabras, buen vino, ¡obviamente! De postre sfogliatelle y, claro, café y una copita de Strega. Todo amenizado por un grupo de tarantela que anima el mediodía y que con su música pronto nos levanta para bailar y llenarnos de Italia”.
Hasta aquí llega el sonido de la tarantela, las risas y las conversaciones, los gestos de amistad y la euforia del mediodía que regala Nápoles.
Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) es autora de novelas como ‘La hija única’ o ‘El cuerpo en que nací’.
Bernardo Pérez
Tarde en la fantasmal Granadilla
Las aguas del progreso de los pantanos de los sesenta amenazaron con inundar Granadilla (Cáceres). Tierras de una luz prodigiosa de donde sus pobladores debieron irse. No se inundó, y el tiempo trabajó en silencio con la naturaleza. Por una de esas tardes novelescas nos lleva el español Gonzalo Hidalgo Bayal.
“Siempre que volvemos recuerdo cuando acudimos por primera vez, en una tarde tibiamente otoñal de hace muchos años. El pueblo estaba cerrado y solo se abría en Todos los Santos para que los vecinos honraran a sus muertos. Fue el día que aprovechamos para comprobar la magnitud de su leyenda: rodeado el pueblo por las aguas del pantano e inundadas las tierras de alrededor, los vecinos no tuvieron otra opción que abandonarlo. Era un pueblo fantasma. Lo recorrimos con el sobrecogimiento que producen las ruinas y la desolación. En algunos tramos de la muralla se habían abierto brechas furtivas. La maleza inundaba las calles. A través de las ventanas podían verse mesas, sillas, camas, cacharros. La iglesia parecía un campo de batalla: un capitel, una pilastra, la pila bautismal. Y fue allí donde alguien recurrió a una frase difícil de olvidar: ‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre’. Granadilla no está ahora como entonces: han desbrozado la maleza, restaurado las viviendas, la iglesia está clausurada, la muralla en pie y numerosos curiosos la visitan. También nosotros somos hoy viajeros reincidentes, empeñados en recrear la atmósfera de esa tarde en la que la sombra del ciprés cobijó a Pedro Páramo”.
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El castillo de Granadilla, en Cáceres. Antonio Ciero Reina Alamy
Parafraseando la novela de Juan Rulfo: vine a Granadilla porque me dijeron que acá vivieron… Como tantas poblaciones abandonadas que terminan convertidas en cuadros vivos que alojan los muertos y los recuerdos.
Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, 1950) es autor de ‘Campo de amapolas blancas’ o ‘Hervaciana’.
Atardecer en una librería de Nueva Delhi
Atardecer en una Sonidos, olores y colores del mundo se agolpan en Nueva Delhi. Cruce de caminos de quienes quieren adentrarse en la India. Un día allí no se olvida nunca, y una temporada hace que se vuelva a ella en los recuerdos una y otra vez, como hace Santiago Gamboa.
“En Delhi, en la ciudad que conocí y viví, no había muchos bares estilo europeo para tomar aperitivos al final de la tarde, sino cafés de bebidas no alcohólicas. Por eso mi lugar predilecto al atardecer era un café-librería de tres pisos al sur de la ciudad, el Café Turtle, en lo alto del mercado de Khan Market [cafeturtle.com]. Mi contertulio solía ser Aparajit Chattopadhyay, profesor de Literatura, un brahmán de Calcuta especialista en Neruda que fue guerrillero maoísta. El primer piso es una librería bien surtida. A partir de ahí, subiendo por una empinada escalera, están el salón y la terraza. El café o el té son extraordinarios, lo mismo que el lassi, esa bebida a base de yogur que puede estar batida con plátano, mango o papaya. Sobre los árboles, contra el último cielo aún amarillo, se ven volar águilas, córvidos y, en ciertas épocas, loros y pericos. Porque los pájaros son los verdaderos dueños de esta ciudad. El tema privilegiado con Chatto era la literatura. Octavio Paz en Nueva Delhi, sus poemas de Ladera este, su gran libro de viajes Vislumbres de la India. Le hablo de mi deseo de escribir sobre el país y me dice: ‘¡No narres una boda!’. Tal vez lo único posible sea escribir en India. O desde India. Saco un cuaderno de notas, para no olvidarlo. Desde este café, al atardecer. Luego bajo la escalera y salgo otra vez a las calles ruidosas y enloquecidas”.
Retazos de Nueva Delhi, una ciudad donde hay que ir para romper tópicos.
Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor de ‘Perder es cuestión de método’, ‘Los impostores’ o ‘Colombian Psycho’.
Cenas llenas de historia en Sibiu
De todos los lugares del planeta para empezar la noche, uno en medio de montañas antiguas donde las historias legendarias de Transilvania dieron paso a las historias reales del nazismo y el comunismo desplazadas hoy por la poesía. Esta es la propuesta de la autora española Luna Miguel.
“La primera vez que pisé Sibiu, esa pequeña y fascinante ciudad cultural de Transilvania (Rumania), tenía 23 años. Mi cuerpo pasearía por aquellas calles empedradas un par de veces más, en los años sucesivos, pero mi mente, casi una década después, ha mezclado todos los recuerdos de cada viaje, en parte, porque siempre asistí como invitada a festivales de poesía organizados por una comunidad de poetas jóvenes y fascinantes —Radu Vancu, Catalina Stanislav, Vlad Pojoga—, pero también porque en cada una de mis visitas disfruté, me reí y aprendí como nunca. Lo más impresionante de aquellos eventos, a mi juicio, eran sus noches. Fuese con el frío del otoño o con la brisa del verano, la oscuridad caía rápido sobre los ventanales como los ojos de las casitas del centro, y las terrazas se llenaban de gente bebiendo enormes vasos de cerveza que a mí se me antojaba baratísima. Siendo yo vegetariana, me decanté por platos de polenta y de hongos aderezados con salsas que picaban en la punta de la lengua. Todo el mundo a mi alrededor comía carne. Carne vacuna de las montañas de alrededor: por la mañana encontraríamos vacas en nuestras visitas a los bosques y a los pueblillos donde nacían filósofos de esos que antaño huían a París. Lo mejor de la cena no era la carne, ni la polenta, ni la cerveza dura, ni tampoco los susurros de los maniquíes con forma de vampiro que adornaban algunos establecimientos. Lo mejor de aquellas cenas era aprender sobre la literatura visceral que muchos de ellos practicaban. Sobre la precocidad de sus poetas: Vlad y Catalina fundaron un festival, una revista y todo un movimiento literario con apenas 17 años. Y sobre su valentía a la hora de traducirse a sí mismos, de reivindicarse como contemporáneos de todos nosotros, los que veníamos de países más prósperos, pero altivamente rácanos; y al final, la suya, una hospitalidad inigualable. ¿Cómo no querer brindar?”.
¡Chinchín! Por esas cenas susurradas de historias reales.
Luna Miguel (Alcalá de Henares, 1990) es autora de poemarios como ‘El arrecife de las sirenas’ y ‘Poesía masculina’ y de la novela ‘El funeral de Lolita’.
Agustín Fernández Mallo
Ivan Giménez – Seix Barral
Noche oscura en la oscuridad gallega
Los recuerdos de lo vivido en las noches suelen ser muy nítidos. Quizás porque habitan el espacio soñado entre el deseo y la realidad. En la noche empiezan y terminan el presente y el futuro, como la de Agustín Fernández Mallo.
“La noche en que supe que había terminado la carrera universitaria sentí la necesidad de pasarla solo, retener la emoción. Pedí un coche prestado y salí de Santiago de Compostela pasada la medianoche, en dirección Sur, sin rumbo fijo, donde me guiaran los faros del coche. Pienso ahora que los mejores viajes tienen algo de faro de coche, alumbran un lugar y cuando llegas no te detienes porque ya están señalando otro más allá. Recuerdo haberme sentido perdido, y reconfortado al atravesar pueblos que conocía, Vilagarcía de Arousa, O Grove, Baiona. Amanecía cuando dejé atrás la imponente catedral de Santa María de Tui. Seguí el cauce del río Miño hasta A Guarda, con sus casas de colores amontonadas en el puerto, junto al monte de Santa Tecla, del que había oído que desde su cumbre hay una espectacular vista de la desembocadura del Miño y de Portugal. En tanto ascendía, con las primeras luces del día, pasé por los restos del castro de Santa Tecla, poblado de cabañas de planta ovalada lo más parecido a naves de otro mundo. Llegué al mirador de la cima. En efecto, el Miño se funde con el océano en una lengua de agua y bruma, como a partir de entonces la vida, pensé mientras observaba los barcos regresar de su pesca nocturna”.
Y así transcurre un día por diferentes lugares del mundo rodeados de agua. El día empieza dentro del mar y termina en su orilla.
Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967) es autor de la trilogía de novelas ‘Nocilla’, ‘Limbo’ y ‘Trilogía de la guerra’.
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