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Ladrones de cadáveres


A principios del siglo XIX, en Inglaterra, la escasez de cadáveres para ser utilizados en las escuelas de medicina trajo consigo el profanamiento de tumbas. De esta manera, surgiría un nuevo oficio. A los que se dedicaban a tan siniestra labor se les denominó “resucitadores”.

Hasta entonces, el suministro de cadáveres venía dado por las ejecuciones; cuerpos que nadie reclamaba para el sepelio, más por vergüenza que por falta de sentimientos familiares, se empleaban para el estudio. Con la llegada de nuevas leyes que reducían la aplicación de la pena capital, el abastecimiento de cadáveres también se redujo. El asunto cambió tanto que las prácticas de anatomía se vieron limitadas a la mera teoría. Robert Knox, (1791 –1862), por aquel entonces profesor en la Escuela de Medicina de Edimburgo, no estaba por la labor de que esto continuase. Para ello, demostró cómo se pueden resolver las cosas cuando se carece de decencia, provocando los asesinatos de West Port; una serie de crímenes cuyo móvil no era otro que el de vender los cadáveres a la Escuela de Medicina para su posterior estudio. Los autores de tales asesinatos fueron William Burke y William Hare, ambos inmigrantes irlandeses.

Burke y Hare decidieron ser más prácticos y asesinar directamente, entregando el cuerpo aún caliente de sus víctimas a la Escuela de Medicina de Edimburgo

El primer cuerpo que les compró Knox fue el de un viejo militar que murió en la ruina, de muerte natural. Fue entonces cuando, ante la demanda alentada por Knox, la pareja de socios emprendió su carrera criminal. Como lo de ser resucitadores era más complejo de lo que parecía, ya que se necesitaba pala de madera, nocturnidad y suerte, debido a que muchos cadáveres empezaban a ser introducidos en ataúdes de hierro, Burke y Hare decidieron ser más prácticos y asesinar directamente, entregando el cuerpo aún caliente de sus víctimas a la Escuela de Medicina de Edimburgo.

Al principio fijaron sus objetivos en personas ya enfermas, como Joseph el Molinero, al que asfixiaron poniendo en práctica el procedimiento que les haría famosos y que pasaría a la historia de la medicina forense como el Método Burke; una manera sencilla de matar. Lo único necesario para poner en práctica dicho método era –y es- sangre fría. Mientras Hare sujetaba a la víctima por detrás, Burke metía los dedos en la nariz y apretaba la barbilla para que la víctima no pudiera abrir la boca.

‘El Bobo Jamie’ fue exhibido por el doctor Knox ante sus alumnos. Algunos de ellos reconocieron al muchacho. Pero el doctor Knox negó la evidencia y siguió con su clase de anatomía

De esta manera, su carrera criminal se hizo imparable. Prostitutas, mendigos y lisiados, cualquier persona marginal era sometida al método de asfixia para luego ser vendida, ya cadáver, al doctor Knox, que pagaba al contado. En una ocasión, el cuerpo de un joven conocido como El Bobo Jamie fue exhibido por el doctor Knox ante sus alumnos. Algunos de ellos reconocieron al muchacho. Pero el doctor Knox negó la evidencia y siguió con su clase de anatomía.

Al final, cuando todo se descubrió, el doctor Knox tuvo que salir huyendo de Edimburgo, protegido por la policía ante la furia del vecindario que quería lincharlo. Por otra parte, William Hare testificó contra su socio de sangre para que su pena capital fuese conmutada. De esta manera, William Burke fue ahorcado públicamente. La fuerza dinámica de sus malas acciones influyó en su cadáver de igual manera, pues su cuerpo sirvió para la disección en la Escuela de Medicina de Edimburgo.

A esta historia, tan siniestra como literaria, se han acercado algunos autores, desde Marcel Schwob hasta el mismísimo Dylan Thomas que armó el guion de una película. Pero va a ser en el relato de Robert Louis Stevenson titulado El ladrón de cadáveres donde aparezca el doctor Knox con toda su consistencia, convertido en personaje bajo el nombre de doctor K.

Un relato donde la perfidia y la morbidez del nuevo oficio se combinan con el talento narrativo de Stevenson, dando lugar a un documento histórico de gran valor que nos devuelve hasta aquellos tiempos en los que un nuevo oficio venía a cubrir las necesidades de todas aquellas personas que carecían de escrúpulos.

El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.

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