Nadie ejemplifica mejor que Lana Del Rey la escisión vivida en el seno de la generación millennial en el último par de años. Analizada hasta el último detalle en infinidad de artículos, ensayos y tuits, se convirtió tal vez en la generación más monitorizada de la historia. Obviamente, como ese control era ejercido mayormente por miembros de generaciones anteriores, se convirtieron también en la menos comprensible. Pero los analistas, y también ese segmento de la población que transita por la vida con complejo de audiencia, se cansaron de ellos.
Dedicaron todas sus energías a los que venían detrás. Una parte de los millennials se erigieron en portavoces de la generación Z, al menos, en los medios —prensa, Twitter, Instagram— en los que estos no tenían presencia ni ganas de tenerla. Otra se aferró a la nostalgia prematura, aquello que decían los expertos que los definía. Lana Del Rey es de estos últimos. Como buena millennial, pasó casi una década siendo observada, puesta en duda, elevada a la categoría de única y sin precedentes y también a la de redundante, egocéntrica y algo pedante. Hasta 2019, cuando lanzó Norman Fucking Rockwell!, cada triunfo de la estadounidense cargaba la misma cantidad de éxito que de fracaso. Aquel disco lo cambió todo. Porque era espectacular, pero también porque lo que ella significaba —en tanto a ella misma y en tanto a su generación— ya importaba menos. Dos años después, aparece Chemtrails Over The Country Club, un álbum que Lana Del Rey anunció prácticamente el mismo día que lanzó el anterior. Parecía que quisiera aprovechar que entonces prensa y público parecían alineados con lo que ella proponía y no tanto ya con lo que ellos proponían para ella. Pero ese disco se hizo tan grande y tan influyente que la californiana dejó de tener prisa. Por eso tal vez este álbum caminó tan despacio.
Chemtrails Over The Country Club mantiene algunas de las constantes de Norman Fucking Rockwell!, pero es mucho más tímido, una característica que jamás creíamos que podríamos asociar a su autora. El disco arranca con la estupenda ‘White Dress’, que narra su experiencia como camarera en una convención de la industria del disco. No puede evitar recordar lo fácil que era todo cuando simplemente podías ir por la vida escuchando a The White Stripes. El tema es una maravilla nerviosa en la que las palabras se caen unas encima de las otras, mientras ella trata de ordenarlas con pavorosa tranquilidad. Es tremendamente gratificante escuchar cómo el corte se embarulla. Algo similar sucede en ‘Dark but Just a Game’, tal vez la canción más cercana a Norman Fucking Rockwell!, en la que se juega más.
El resto del disco apuesta por una aproximación más de perfil bajo. Hay que buscar más los detalles que en las anteriores entregas. Cuando los encuentras, eso sí, son tremendamente bellos. Desde la cadencia perfectamente armada del tema titular hasta esa batalla entre ella y Jack Antonoff que es ‘Tulsa Jesus Freak’, pasando por la forma en que la pareja de artista y productor parecen reparar a medio camino en que ‘Wild at Heart’ es un corte que ya han grabado y empiezan a retorcerlo hasta convertirlo en algo soberbio y hasta novedoso, o la versión del ‘For Free’ de Joni Mitchell que, con la colaboración de Weyes Blood y Zella Day, cierra el disco y que sirve para desenmascarar todos los trucos del álbum y hasta de la toda la carrera de la californiana. Como Lana Del Rey es una prestidigitadora sin pudor, desenmarscararla le sienta mejor a ella que a quien cree desenmascararla.
Toda la iconografía asociada a la estadounidense ha tenido siempre mucho que ver con una idea de EE UU que ya casi no existe y que apenas ella parece echar de menos. Su visión tiene cero sintonía con los tiempos que corren, porque sus ciudades no son cosmopolitas y liberales o convulsas y apocalípticas, sino bellas, trágicas y ensimismadas. Sus personajes pertenecen a cierto concepto de élite blanca que ya no se celebra ni en las revistas de moda y sus inquietudes producen imágenes preciosas que nada tienen que ver con casi nada que pueda sucederle a nadie. Un coche descapotable es un coche que te pueden robar, no uno en el que lo peor que te puede pasar es que te despeines.
En ese universo que ha creado, a pesar de ser un mundo que tiene los días contados, Lana del Rey está cómoda porque sabe gestionar la melancolía como nadie, aportando una pizca de rencor y otra de humor. Sus personajes no toman cócteles de narcóticos, sino que se toman los narcóticos como si fueran cócteles. El problema llega cuando Lana abandona la comodidad de su visión californiana de la tragedia en Cinemascope y se adentra en el interior de EE UU. Temas como ‘Yosemite’ y ‘Not All Who Wander Are Lost’ son ejercicios folk soporíferos, vacíos de valor y con un discurso que no termina de funcionar. Como todo en Lana Del Rey, depende de lo cómoda que se encuentre ella en su decepción y su ensoñación. Llevarla hasta un sitio en el que tiene que cerrar los ojos para ver algo resulta un fracaso tremendo. Lo único bueno que se atisba en este camino emprendido por la artista hacia lo rural es que, cuando escriba sobre su retorno a casa, con el rímel corrido, la factura del motel sin pagar, la maleta con la mitad de las cosas que contenía cuando salió de casa y el coche sin apenas gasolina (Lana no conduce eléctricos), los resultados pueden ser espectaculares.
Chemtrails Over The Country Club
Lana del Rey
Polydor/Universal
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