Desde que el presidente ruso, Vladímir Putin, lanzó la invasión sobre Ucrania, el mundo de los vecinos de Mala Tokmachka se divide en colores y pedazos de tierra definidos con jerga militar. Esta aldea de la región de Zaporiyia, al sureste de Ucrania, plantada a lo largo de una de las vías que se dirige hacia el sur, es naranja. Se trata de la última localidad con posiciones fijas ucranias de la zona. El siguiente asentamiento ya es zona gris, es decir, escenario de combates entre el Ejército de Kiev y los invasores rusos, que tratan de conquistarlo a golpe de bombardeos y fuego de artillería. Las fuerzas del Kremlin mantienen bajo control militar casi el 70% de esta región, donde lograron avanzar en los primeros días de la guerra. Desde aquí, tratan ahora de alcanzar la ciudad de Zaporiyia, clave para conquistar esta área industrial, tras colocar bajo su mando todas las aldeas a su paso. Y Mala Tokmachka es uno de los siguientes puntos en el camino.
Tatiana confiesa que está aterrada por los bombardeos cada vez más intensos y seguidos. Los va clasificando y localizando en un mapa mental. Hace unos días, un ataque a un par de calles de su casa, donde descansa su esposo postrado en la cama, dio de lleno en un edificio de dos plantas. Otro ataque cayó en una zona comercial del pueblo donde ya no quedaba ni un alma después de que más de la mitad de la aldea, de algo más de 3.000 habitantes, huyese tras ver otros núcleos de la zona caer en manos rusas. Uno más destrozó hace una semana el tejado de una finca vecina. Los rastros de la guerra, ya grabados en ese esquema mental de la mujer, de 63 años, son visibles por toda la aldea, fundada hace 239 años y que acababa de renovar la escuela a la que acudían todos los chiquillos del área antes del conflicto.
Vencido el arrebato inicial de timidez, Tatiana confiesa que necesita una dentadura nueva. Y medicinas. Si los bombardeos lo permiten, por Mala Tokmachka pasa frecuentemente la furgoneta del pan, con reparto de ayuda alimentaria, y un camión cisterna con agua. “Y aquí casi todos tenemos huerto, así que mal que bien podemos comer, pero dónde ir a la farmacia”, plantea.
El Kremlin ha puesto como siguiente marca en su diana hacerse con el control de toda la región de Donbás, en el castigado este del país, y del sur. E incluso conectar el terreno conquistado con la región separatista prorrusa de Transnistria, en Moldavia, donde varios ataques —que las autoridades moldavas y ucranias temen que sean una maniobra rusa para externalizar la guerra— han elevado estos días aún más la tensión de un conflicto que podría llegar a extenderse. Tras el fracaso del Kremlin en su ataque a Kiev, el Gobierno ucranio ha advertido de que las tropas de Moscú se están preparando ahora también para lanzar una ofensiva sobre Zaporiyia, Dnipró y Krivoi Roi (la ciudad natal del presidente Volodímir Zelenski) desde el flanco sur, donde han logrado los mayores avances en esta guerra que ha cumplido 63 días y que sigue sacudiendo el mundo.
Rusia controla ya toda la costa del mar de Azov y ha devorado una franja de terreno en forma de C desde el este al sur, hasta más allá de la península ucrania de Crimea —que se anexionó ilegalmente en 2014— y domina la ciudad de Jersón, ya en el mar Negro, y trata de avanzar hacia Mikolaiv y llegar a Odesa.
El Ejército ucranio prepara ahora defensas más intensas en las verdes y fértiles tierras de Zaporiyia y en torno a sus carreteras, sembradas de algunos modestos y ajados vehículos llenos de enseres con familias que huyen de las zonas ocupadas, o de pequeños autobuses —e incluso coches particulares— fletados por asociaciones que organizan evacuaciones, como el Centro de Coordinación de Voluntarios de Dnipro, que llega a algunos puntos especialmente conflictivos. Sin embargo, pese a las llamadas de alerta de las autoridades, que temen que las pequeñas aldeas de toda esa zona se conviertan en territorio devastado y sus vecinos en víctimas de atrocidades como las de las ya tristemente célebres de Bucha o Mariupol, hay un buen número de personas que ha decidido quedarse.
Los ataques son indiscriminados. En Stepnohirsk, a unos 10 kilómetros de posiciones rusas, un bombardeo destruyó el pequeño almacén del consultorio médico local, donde había una cisterna con agua y un generador, explica la señora Masluk, la conserje. No alcanzó de milagro el consultorio, donde estaban una mujer con su hija enferma, comenta. La señora Masluk camina de un lado a otro con dos garrafas de agua junto a su amiga Liudmlia, que, ataviada con una bata roja de forro polar y dibujos multicolores, ha salido a recibir con grandes honores el camión de reparto de agua. Perdieron el suministro al principio de la guerra y aún no lo han recuperado, se lamentan.
“Nos lo están poniendo muy difícil”, apunta el electricista Anatoli Panski, que al calor del mediodía arregla el coche de su vecino. De vez en cuando, se oye el estruendo de alguna explosión, pero Panski apenas se inmuta. Tiene 32 años, aunque el cabello gris y su cuerpo enjuto le hacen parecer mucho mayor. Suelta una carcajada triste al reconocer que tiene miedo pero también fe en el Ejército ucranio. “Resistiremos. Venceremos”, dice. Cuenta que cuando oscurece el estruendo es enorme. Por los ataques rusos, pero también por el trabajo de las defensas antiaéreas ucranias. Toda la zona es delicada, a unos 80 kilómetros está la central nuclear de Zaporiyia, en Energodar, ocupada por las tropas rusas a principios de marzo, y lugar de paso de los aviones rusos en su camino hacia la ciudad de Zaporiyia (740.000 habitantes), objetivo de ataques y donde un bombardero mató el martes a una persona.
En casa de Nadezhda Babesheva, en Stepnohirsk, el calendario quedó congelado en 2020. El almanaque con la foto de una niña rubísima rezando cuelga en la pared de la cocina, llena de cacharros y donde descansa un cubo repleto de patatas pequeñas y terrosas. Bavesheva dice que a sus 87 años ya ha vivido mucho, pero que cada noche se queda paralizada en la cama tratando de diferenciar si las explosiones son de entrada o de salida. Ya no pasa las noches en su casa ―en la que creció su hija y que su marido, que falleció hace cinco años, construyó en los años ochenta―; ni en su cama. Cuando Putin lanzó la invasión contra Ucrania, el pasado 24 de febrero, se marchó a vivir con un vecino viudo a un par de calles. “Nos ayudamos y nos hacemos mucha compañía”, dice. Aun así, apoyándose en un bastón con una mano y en una azada con la otra, acude cada día con pasos temblorosos a su finca para echar un vistazo, cuidar del huerto, revestido de amapolas y dar de comer a su perra, gruñona, a quien no le gustan los extraños. “Rezo a dios cada día, cada hora para que todo esto termine”, solloza.
Babesheva teme que Stepnohirsk corra la misma suerte que Vasilivka (12.000 habitantes antes de la guerra), una de las localidades contiguas, ocupada ya por las fuerzas rusas. Su hija y su nieta vivían allí hasta hace un par de meses. Dejaron su casa cuando los soldados de Putin tomaron la central nuclear de Energodar y ahora viven temporalmente en la ciudad de Zaporiyia, convertida en un núcleo de acogida de desplazados internos de todo el flanco sur: Melitopol, la ciudad portuaria de Mariupol, Berdiansk. “Mi hija me llama todos los días para convencerme de que me vaya, pero yo no quiero. Rezo para que no vengan, pero si llegan aquí estaré”, dice convencida. “Todo lo que tengo es esto. Mi marido está aquí enterrado. No me iré”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.