Ariadna Balmes, de 30 años, se desprende de la silla de ruedas y se zambulle en el agua con un par de maniobras a pie de piscina. Hace unos largos, sumerge la cabeza y vuelve a asomarse al borde de la pila. “Cuando estás en el agua es una sensación que no sabría explicar… Es una forma de salir de la silla, de no tener que estar todo el día haciendo algo con ella. No sé, es muy guay”, resuelve la joven. En 2017 le diagnosticaron una leucemia y la toxicidad de la quimioterapia le provocó una lesión medular que le paralizó el cuerpo de cintura para abajo. Desde entonces, Balmes lucha para acostumbrarse a un mundo distinto. “Cuando vas en silla de ruedas, te das cuenta de que el mundo no está preparado para nosotros. Tenemos barreras de todo tipo: arquitectónicas, sociales, económicas…”, lamenta la joven, que trata de visibilizarlas y romperlas. Apenas lleva unos meses haciendo natación y ya tiene seis medallas en campeonatos españoles y el sueño de participar en unos Juegos Paralímpicos.
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Cada día es un reto. En la piscina y en la calle. La joven enfila la rampa de salida del Club de Natación de Mataró (Barcelona) y se para frente a su coche con el ceño fruncido: “Aquí tenemos dos plazas reservadas para personas con movilidad reducida. Yo he aparcado aquí, pero el coche que está a mi lado, aparte de que no tiene la tarjeta para poder usar esta plaza, no ha respetado la distancia entre coche y coche para poder abrir toda la puerta. En este caso, yo no puedo entrar en mi vehículo. Estas situaciones son una lucha diaria”. Las barreras arquitectónicas y socioeconómicas acechan en cada esquina, protesta la joven, que forma parte del proyecto Participa del Institut Guttmann de neurorrehabilitación para documentar y mostrar las trabas que sufren las personas con discapacidad para participar en la sociedad.
La investigación del Guttmann se nutre de las experiencias de personas con discapacidad, expacientes del centro o no. A través de su página web, los participantes se inscriben y tienen que completar una serie de cuestionarios sobre barreras a la participación en la sociedad o los efectos de la pandemia, entre otros. También hay un foro donde compartir vivencias. La idea es generar evidencia científica y poner negro sobre blanco en una cuestión muy difusa, como es cuáles son los factores que dificultan la participación social de las personas con discapacidad y cuáles son los facilitadores. Ya se han inscrito más de 1.200 voluntarios para colaborar en la investigación.
Las barreras arquitectónicas son las más visibles. Como el coche mal aparcado que se encontró Balmes a las puertas de su club de natación o las dificultades para acceder a la playa de al lado. Hay una rampa, sí, pero la pasarela solo llega hasta la mitad del arenal, a varios metros del agua: “Y aquí me quedo, no puedo acceder”, lamenta la joven observando la orilla al fondo. Tampoco el terreno arenoso del aparcamiento está pensado para personas con discapacidad. “En caso de que llueva, esto es barro”, dice Balmes señalando al suelo. “Y yo estoy tocando la silla con las manos todo el tiempo y luego tengo que cargarla en el coche. Son pequeños detalles que no se tienen en cuenta. No eres consciente hasta que te encuentras en esta situación”, agrega la nadadora.
Joan Saurí, neuropsicólogo del Institut Guttmann e investigador principal del proyecto, señala la necesidad de mostrar los obstáculos que se imponen a la discapacidad. “Los que históricamente se reconocen más son las barreras físicas, es decir, entornos más o menos accesibles en función de las infraestructuras. Esto es en lo que más hemos avanzado, pero en cuanto a actitudes, cuesta más. Falta complementar la perspectiva biomédica con el modelo social de la discapacidad, que contempla la relación entre el individuo y el entorno, de forma que el problema no es individual, sino colectivo”, apunta el especialista. Y pone un ejemplo: “La depresión en personas con lesión medular no depende del nivel de funcionalidad o severidad de la lesión, sino de elementos del entorno, que son los que modulan y generan más o menos discapacidad”.
Más allá de las barreras físicas, pesan también las emocionales. Como el trato de los demás hacia la persona con alguna discapacidad. Saurí alerta del “paternalismo y la cosificación” que se repite en situaciones cotidianas. Por ejemplo, en un bar, preguntar a los amigos dónde se pondrá la persona en silla de ruedas en lugar de consultarle directamente a esa persona dónde quiere sentarse; o mirar indiscretamente a alguien con diversidad funcional; o tratar a esa persona con un tono infantil independientemente de la edad. “El estudio quiere ser un altavoz del propio colectivo. Se trata de visibilizar situaciones para aumentar la conciencia social”, apunta Saurí.
Impacto emocional
El proceso de adaptación de una persona con una discapacidad adquirida es una montaña rusa emocional. Jordi Diz, de 42 años y vecino de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona), tuvo que irse de su barrio tras sufrir en 2007 un accidente de tráfico que le produjo una lesión axonal difusa, un daño cerebral grave con afectación física, emocional e intelectual. “Yo salí de la Guttmann y me di cuenta realmente de la vida que me esperaba: tenía que arrastrar la pierna y cuando caminaba 200 metros me cansaba, me costaba hablar… Estaba muy triste y enfadado. Me di cuenta de que la vida tal y como la conocía se había acabado”, recuerda el hombre, que también es voluntario del proyecto Participa. La vida en el centro de neurorrehabilitación era una especie de burbuja donde no hay barreras arquitectónicas, el personal está extremadamente sensibilizado y hay otros pacientes en situaciones similares o peores. Volver a la vida real, sin embargo, fue un shock. “Vivo en un barrio donde todo son subidas y hay muchas escaleras y no me sentía cómodo. Además, el conocer a todo el mundo hizo que me pesara mucho emocionalmente salir a la calle a relacionarme con la gente”, recuerda.
El desamparo institucional tras salir del centro es la otra gran queja común de los voluntarios del proyecto consultados. Diz asegura que, tras el alta, se vio solo, sin ayuda ni dispositivos a los que recurrir para reclamarla. “La Administración está ayudando a que estas personas se queden estancadas. Yo no me encuentro con ninguna barrera arquitectónica en mi ciudad porque yo me he preocupado por superarlas, pero sigue existiendo una falta total de recursos por parte de la Administración para las personas que estamos en esta situación. Si no hubiera sido por mi esfuerzo, mis gastos y la voluntad de muy poquita gente, yo no podría estar aquí ahora”, lamenta.
La carga económica no es menor. Una silla de ruedas ligera es cara, apunta Balmes: la suya, 9.500 euros, por ejemplo. También los rehabilitadores privados, fisioterapeutas o entrenamientos adaptados hay que pagarlos. Y los recursos monetarios de una persona con discapacidad son, de entrada, exiguos porque su acceso al mercado de trabajo es muy limitado —la tasa de paro en el colectivo ronda el 24%, 10 puntos más que entre las personas sin discapacidad— y las prestaciones económicas son ínfimas (la pensión no contributiva, por ejemplo, oscila entre 100 y 600 euros, según el grado de discapacidad). El Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad señala que “no existe una prestación por discapacidad universal e igual para todas las personas” del colectivo, sino una amalgama muy dispar de ayudas y beneficios por razón de discapacidad.
“Faltan recursos y empatía”, resuelve Maurizio Bianchi, de 61 años y con una discapacidad física tras sufrir un ictus en 2017. “Falta considerar a las personas con discapacidad como ciudadanos de primera y no de segunda. Somos diversamente hábiles, no inhábiles. Alguna capacidad tenemos, algo para la sociedad servimos. No servimos solo para pagar impuestos”, protesta. En un paseo por su barrio, también en L’Hospitalet, Bianchi asume que lo peor de la discapacidad es “la falta de autonomía”: “Lo que más me pesaba era sentirme una carga para los demás. Es un malestar continuo”, admite.
Por eso urge medidas y recursos para facilitar la autonomía. Pero queda mucho camino por recorrer, suelta Bianchi mientras su mujer, Charo González, empuja la silla de ruedas a trompicones por el empedrado de una plaza. El hombre mira al suelo: “Vamos a hacer unos cuantos metros saltando por la calle. Los adoquines son muy bonitos de ver, pero son una mierda para ir con la silla de ruedas. Y cuando llueve, ni te digo. Si esto lo hacían los romanos hace 2.000 años y dejaron de hacerlo, por algún motivo será, ¿no?”.
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