Las casas de viejo son todas iguales. Las de viejo de clase obrera. Muchas tienen gotelé y casi ninguna suelo de tarima. Las puertas y los muebles son de madera oscura, hay tapetes de ganchillo y fotos de los hijos casándose o haciendo la mili. Los nietos, si hay suerte, salen con el birrete y la toga. También hay vajillas de Duralex en el mueble de la cocina y platos de porcelana pintada en la pared.
Las casas de viejo huelen a lejía de pino, a cocido los domingos y a veces también a soledad. Suenan al programa de Ramón García o al de Ana Rosa, pero también a Rafael Farina, a suspiro y, si hay nietos pequeños (y ojalá los haya), a risa y a chascarrillo mientras se merienda pan con chocolate.
Así me imagino el piso de José Manuel y María en Carabanchel, porque las casas de viejo rara vez entienden de urbano y rural: son todas iguales, estén en un pueblo, en una ciudad de provincias o en una capital. Lo único que varía es el tamaño. El apartamento, en el que llevaban más de 50 años, ahora está vacío: José Manuel contrató a una empresa de mudanzas para que lo desmantelara todo. Los desahucian.
Él tiene 79 años y ella, 82 así que han pasado más de media vida entre esas paredes. Media vida que ahora aguarda en cajas de cartón, a la espera de un destino que no pinta bien; aunque han conseguido paralizar el proceso de desahucio por un mes, volverán a intentarlo el que viene. Y de momento pueden irse a casa de su hijo, pero no tiene mucho espacio. José Manuel ha buscado pisos, pero no es sencillo en Madrid, mucho menos con una pensión de 1.000 euros. Encima María tiene problemas de movilidad, así que no puede subir escaleras, lo que complica aún más la labor.
Hasta ahora pagaban 150 euros de un alquiler de renta antigua. Pero su casero murió y uno de los herederos decidió que, aunque el resto no estaban de acuerdo, iba a aprovechar una deuda del matrimonio con la comunidad de vecinos para demandarlos y rescindir el contrato. Eran 800 euros que a José Manuel se le pasó pagar por un despiste y que ingresó en cuanto se le notificó la pella, pero ya era tarde: el procedimiento legal para echarlos de su casa había comenzado. Y el demandante no tiene voluntad de hablar con ellos más que mediante notificaciones judiciales.
Si hay algo más idéntico entre sí que las casas de viejo son las casas de joven. Donde unos ponen muebles de madera oscura, los otros estanterías de Ikea con nombres impronunciables. Donde uno coloca el plato de porcelana, el otro cuelga un cartel de Pulp fiction. Donde uno planta geranios, el otro riega costillas de Adán.
Probablemente, ese usurero que, desde su casa, va siguiendo la historia de José Manuel y María por los medios, quiera cambiar una casa por otra. Pasar de cobrar 150 a 1.050 euros de mensualidad. Sería una pena, pobre, que el próximo 18 de febrero, cuando vuelvan a intentar ejecutar el desahucio, decenas, cientos de vecinos acudieran a la convocatoria del Sindicato de Vivienda de Carabanchel. Para recordarle, para recordarnos, que cuando la legislación no se corresponde con la idea de justicia, el desacato es un deber. Para que los muebles de madera oscura, la tele y las fotos de José Manuel y María vuelvan a ese salón. De donde nunca debieron salir.
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