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María Elena Pérez Nava alza la olla vacía para mostrarla y en un tono entre la disculpa y el reclamo grita a la fila que espera el desayuno: “¿Pues no ven que ya se acabó? Ya no queda nada, ¡se terminaron toda la avena!”. Es la encargada de la única cocina de El Chaparral, un campamento de migrantes centroamericanos a la espera de asilo político. En esta explanada de la garita peatonal entre Tijuana y San Ysidro, donde se apiñan las tiendas de campaña, familias enteras llevan meses esperando a entrar en Estados Unidos. Las organizaciones cuentan 300 personas, 1.000…, otras doblan esta última cifra. De acuerdo con la Subsecretaría de Asuntos Migratorios del Gobierno de Baja California, suman casi 2.000 migrantes en el campamento, de los cuales 800 son menores de edad.
Fotogalería | Migrantes entre fogones a la espera de un visado
Casi todos ellos provienen del Triángulo Norte Centroamericano (El Salvador, Honduras y Guatemala), pero también hay quienes dejaron sus hogares en Haití y en las zonas más violentas de México: Veracruz, Guerrero o Michoacán, territorios donde los cárteles gobiernan al antojo del terror.
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“Escapé de noche con mis hijos en un autobús. Fueron más de dos días hasta que llegamos a Tijuana”, relata Pérez Nava, madre soltera de dos niños de nueve y 11 años. Originaria de Chilpancingo, en Guerrero, uno de los Estados que conforman la región Tierra Caliente del país, se instaló hace tres meses en este campamento que carece del mínimo sistema sanitario y donde se amontona la basura. En El Chaparral, levantado de forma improvisada en febrero, imperan el hacinamiento y la falta de higiene; la mugre se acumula y cada día a primera hora filas de personas esperan su turno para acceder a los baños del lugar; solo hay cuatro.
Las bajas temperaturas de noche y la humedad de las que no aíslan las lonas —a veces plásticos a modo de techado—, han provocado en los más pequeños enfermedades respiratorias y algunas infecciosas. En junio hubo un brote de varicela.
Era más peligroso el lugar de donde venimos
“No tenemos nada. Tampoco seguridad, pero era más peligroso el lugar de dónde venimos”, afirma Jessica Carolina Ponce, hondureña y madre soltera de tres hijos. “Antes, cuando yo era pequeña, no estaba tan feo allí, pero ahora los grupos piden cuota y si no se paga ¡matan a toda la familia! Por eso huí con mis hijos”, explica esta centroamericana que llegó hace dos años a México cruzando la frontera en una balsa, desde Guatemala a Chiapas. “Como aquí hay necesidad de todo, de absolutamente todo, me puse a ayudar”, cuenta mientras acomoda las latas de tomate, la leche, los frijoles, las donaciones que de vez en cuando reciben de alguna organización. “Me hice voluntaria porque me encanta la cocina. Mi familia siempre se dedicó a la venta de carne asada. En eso me ocupaba yo en Honduras…”, dice. Hasta que la Mara Salvatrucha le usurpó su negocio. “Me pidieron dinero, no lo tenía… Entonces nos desvalijaron la casa. ¡En menos de 24 horas tuve que salir con mi hermana y los niños!”, narra.
“Me hice voluntaria porque me encanta la cocina. Mi familia siempre se dedicó a la venta de carne asada en Honduras…”, dice. Hasta que la Mara Salvatrucha les usurpó su negocio.
Jessica Carolina, hondureña y madre soltera de tres hijos
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), entre 2004 y 2018 debido a la violencia al menos 247.000 personas se desplazaron internamente en Honduras, y muchas otras huyeron del país en busca de protección internacional. El organismo humanitario lanzaba en mayo un comunicado donde señalaba que el mayor número de nuevas solicitudes de asilo en México en el primer trimestre del 2021 correspondía a personas con nacionalidad hondureña.
Jessica la pidió y se la concedieron junto a otros miles. Ahora quiere llevar a sus hijos a Estados Unidos. “Vivimos en Monterey hasta que un grupo del narco intentó secuestrarnos. Entonces decidimos venirnos a Tijuana para cruzar”, confiesa.
Acostumbrarse al maltrato, pero no al de los hijos
Tijuana, una de las ciudades más visitadas del mundo, encabeza la lista de las 10 más peligrosas, con un promedio de siete personas asesinadas al día, según la Fiscalía General del Estado de Baja California. Es, además, el paso fronterizo terrestre de mayor flujo migratorio clandestino que ha existido desde la década de los años setenta.
Las organizaciones cuentan 300 personas, 1.000… De acuerdo con la Subsecretaría de Asuntos Migratorios del Gobierno de Baja California, suman casi 2.000 migrantes en el campamento, de los cuales 800 son menores de edad
“Yo llegué hace seis meses gracias a un primo que ya vivía aquí. Pero a una cuadra de donde él residía mataron a uno, así que me vine al campamento pensando que estaría más segura”, confiesa Floriberta Pérez, quien se instaló hace un mes en el campamento. Originaria de la frontera de Guatemala, se metió en un autobús huyendo del padre de sus hijos. “Me separé hace ocho años, pero somos del mismo pueblo y él seguía amenazándome…”, cuenta esta víctima. “No solo me pegaba a mí, también a los niños. Resistí hasta que abrí los ojos, pero fueron muchos años de aguantar. Ahora pienso que una se acostumbra al maltrato, pero no al de los hijos… Y un día dije basta, por los niños…”, explica.
A los años de separarse, su exmarido asesinó a la que entonces era su nueva pareja. Entonces Pérez decidió salir con sus hijos del pueblo, donde ejercía como empleada doméstica. “Trabajaba desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche, para sacar a los críos adelante. Pero aun así el dinero no me llegaba, porque no me pegaban bien y me maltrataban. Los patrones me trataban de lo más vil”, relata esta guatemalteca que limpiaba hasta nueve casas a la semana y trabajaba más de 12 horas al día. “Por eso estoy aquí, no quiero eso para mis hijos. ¡Quiero un futuro mejor para ellos!”, reclama.
Gente mala que amenaza todos los días
“La cocina es mi distracción. Aquí siento que aporto algo, para mí es importante ayudar”, dice Paula García Gómez, de 45 años. Es la mayor de todas dentro del grupo de mujeres y procede de Michoacán, donde la disputa de los distintos grupos de delincuentes organizados por el control de la zona la ha sumido en una profunda crisis de violencia.
“La maña”, como llama la población a estos grupos, “es gente mala que amenaza todos los días. Ellos me quitaron a mi Juan Carlos”, dice esta mexicana que arrastra en su travesía el retrato de su hijo muerto, una foto que pegó en cada árbol de su barrio. “Salió del trabajo y ya no regresó. La gente del pueblo me ayudó a buscarlo, hasta que lo encontramos tirado”, cuenta. El cuerpo de la víctima mostraba signos de tortura y un balazo en cabeza. Habían pasado siete días desde su desaparición. “No se lo comieron los gusanos de milagro”, lamenta entre lágrimas. “Él era un buen chico, muy trabajador y alegre… pero nos tenían amenazados”, relata.
El clima, el miedo, el hambre no son las únicas amenazas que acechan en El Chaparral. Estos migrantes también son víctimas potenciales de la delincuencia organizada de Tijuana
Paula García Gómez se había separado del padre de sus hijos hacía casi 10 años. “Nos golpeaba con cadenas, nos trataba como animales. Nos marchamos de la casa y yo sola los saqué adelante…”, confiesa. “Mis hijos mayores están bien, se casaron y viven en lugares seguros, pero me quitaron a uno. Con lo que me costó sacarlos adelanté, solo Dios sabe. ¡No es justo que me lo quitaran!”, cuenta esta madre, a la que, cuando fue a poner la denuncia por el homicidio de su hijo, la Policía no hizo ni caso. “Y eso que yo iba con pruebas”, aclara enseñando todos los papeles —entre ellos el acta de defunción— que guarda bajo el toldo de plástico donde duerme. Para demostrar que huye de una violencia verdadera y le otorguen una visa humanitaria. “Se me acabó el dinero y ando en una carpita porque no tengo dónde quedarme, no tengo más ropa ni cobijas. Este es mi lugarcito y por las noches paso mucho frío”, dice.
El clima, el miedo, el hambre no son las únicas amenazas que acechan en El Chaparral. Estos migrantes también son víctimas potenciales de la delincuencia organizada de Tijuana. Y de la incertidumbre, de los rumores que se susurran de una tienda a otra del campamento.
“Que si nos desalojan mañana, que si nos quitan nuestra cocina, que si ya van a dejarnos pasar a todos…”, dice Pérez Nava, mientras reparte plátanos a los niños, algunos en chanclas, otros descalzos. Un jeep del Ejército atraviesa el campamento para asegurar el orden en este paso fronterizo donde tantas familias esperan en un limbo jurídico a que les llegue —o no— un permiso para cruzar.
“Es increíble, ¿verdad?”, asegura María Elena desde la cocina con una mueca de cansancio y señalando el muro a solo unos pocos metros: “Tan cerca de la frontera, aquí al ladito, ¡y qué lejos se siente la suerte de atravesarla!”.
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