“Es como si siguiésemos las clases del confinamiento en el instituto, pero con más nivel académico. El cambio a la vida universitaria no lo hemos vivido”. Quien habla sin disimular su abatimiento es Iván Gallego, un cacereño de expediente envidiable que estudia Matemáticas en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Este mes ha ido todos los viernes al campus al tener exámenes, pero casi no se han programado lecciones. “Aunque los profesores ponen todo su empeño, seguir cinco horas de clase online se hace muy duro”, cuenta. El plan inicial de la UAM era mudar la docencia a presencial en el segundo cuatrimestre, pero los datos no acompañan. “Como vivo en una residencia al menos eso es nuevo, pero los que siguen en casa están en las mismas”.
En los campus más restrictivos por las circunstancias de la pandemia nada invita a quedarse, a empaparse de la vida universitaria. Los bancos están precintados, está prohibido tumbarse en las praderas, las cafeterías funcionan a medio gas (no ofertan comedor) y la actividad cultural es online o muy restringida. El contexto es tan adverso que, aunque de media un 18% de los estudiantes abandonan la carrera en su primer año, el alumnado augura que el cataclismo esta vez va a ser mayor. “Vamos a ver mucha gente que deja el grado, se cambia de carrera estas semanas o se coge un año sabático. Va a haber mucha desafección”, lamenta Andrea Paricio, presidenta de la federación de asociaciones de estudiantes CREUP.
Uno de los alumnos desencantados de los que habla CREUP es Mireia Brui pero, por suerte, su historia tiene final feliz. Esta vecina de Paiporta (Valencia) de 18 años ha vivido una auténtica yincana hasta estudiar Medicina. A toda prisa se ha mudado a Reus (Tarragona) para estudiar en la Universidad Rovira i Virgili. Renunció a entrar en una facultad privada convencida de que entraría en alguna pública, pero las notas de corte aumentaron tanto que se quedó fuera. Así que, desilusionada, se volvió a presentar a selectividad en septiembre —con el propósito de guardar una mejor nota para el próximo curso— y se matriculó en la Escuela de Enfermería La Fe de Valencia. “Pero a los dos días me llamaron de Tarragona, hice las maletas y me vine”, cuenta por teléfono.
Mireia tenía clases presenciales en semanas alternas hasta que la Generalitat cesó el 13 de octubre la vida en los campus. Ahora las sigue en remoto y cruza los dedos para que no le anulen sus prácticas en un ambulatorio en abril. Tuvo que hacer cuarentena por el positivo de un compañero de piso, así que apenas ha tenido trato con los de clase. Trata a la decena con los que formaba un grupo burbuja, grupo que ya no funciona porque al menos todo noviembre seguirá con clases teóricas virtuales.
CREU pidió al ministro Manuel Castells que se privilegiase a los alumnos de primero con más horas de clases presenciales, y aunque en el protocolo de inicio de este curso no se tuvo en cuenta, los rectores si han tratado de darles un trato especial con más tutorías o más presencia en el campus. “Todos los años el cambio de metodología del instituto a la universidad les cuesta mucho y hemos tratado de tenerlo en cuenta y mimarles en lo que se pueda”, explica Constanza Rubio, subdirectora del grado de Ingeniería Agronómica de la Politécnica de Valencia (UPV).
Cuanto más baja es la nota con la que entró en la Universidad —suele ser a Humanidades o Ciencias Sociales—, más alta es la posibilidad de que el alumno deserte porque no ha entrado en el grado que quería. Las ingenierías son también una escabechina, pero ese caso por su gran exigencia. Este curso las decisiones políticas han provocado un efecto dominó. Los gobiernos autonómicos auspiciaron que los claustros tuviesen manga ancha en la evaluación de los bachilleres—forzados a estudiar solos desde casa los exámenes que iban a condicionar su futuro profesional— y obtuvieron el título casi todos. En Cataluña, por ejemplo, los aprobados pasaron del 72% al 83%. Además, la selectividad fue como siempre un paseo militar. La pasó el 93% los más de 225.000 inscritos. Pero entonces empezó la verdadera batalla hasta la última milésima por el ingreso en la carrera deseada.
La calificación mínima de acceso aumentó en siete de cada 10 carreras, según estimaciones hechas por este diario, y casi un centenar de titulaciones se posicionaron por encima del 13 sobre 14. ¿Resultado? Más desencanto porque no se han inscrito donde querían. Por ejemplo, de los 124.000 alumnos que solicitaron plaza en Cataluña, la han conseguido en alguna de las opciones demandadas el 73,8%; en 2019 fue el 80,5%.
La soledad de las enseñanzas online de la que habla Iván se registra en los datos del ministerio. El 62% de los que cursan el grado en remoto abandonan la carrera frente al 27% en presencial. Pero esta brecha no fotografía la realidad. El perfil del alumno habitual desde casa es el opuesto al del novato: un adulto con vida estable, trabajo y en muchos casos ya licenciado.
Educar con emoción
Por eso Castells, exprofesor de la virtual Oberta de Cataluña, tras loar la docencia online y quitar hierro al confinamiento, terminó precisando que no era la mejor opción para los jóvenes para quienes la universidad es algo más que el contenido de las materias. “Consideramos nuestros espacios de enseñanza como lugares de relaciones personales y laborales en los que el trato humano cercano aporta mucho a la formación y a la investigación. Sin emoción, la educación es más difícil”, escribía en este periódico la rectora de la Universidad de Granada en mayo. Ahora su suerte se ha torcido. La Junta decidió el 13 de octubre mandar a los alumnos a casa siete días y desde la universidad afirman que seguirán “en el mismo escenario”.
Cuando pasan las semanas las aulas de primero se vacían en Ingeniería Agronómica de la UPV. El alumno se frustra o descubre divertimentos, pero este curso no. La subdirectora del grado, está sorprendida. “Creamos aulas híbridas dentro de la universidad para que siguiesen las clases en pantalla grande los que no cabían pensando que luego no harían falta. Pero siguen viniendo. Tras estar confinados, valoran la presencialidad”.
Durante el final del curso pasado los universitarios de toda España denunciaron en las redes su desvalimiento. Había docentes que se limitaron a subir un PDF a la Red, pero este curso no parece producirse ese abandono. “Los profesores no solo están dando clase sino colgando más material en la Red y eso ayuda a comprender”, asegura Paloma Forés, vicedecana de Estudiantes en Veterinaria de la Universidad Complutense. Ella se siente orgullosa del programa de mentoría que inauguraron hace años y que se ha ido copiando en otras facultades de la UCM. “Este año tenemos récord de telémacos. 110 [de 155 alumnos] han querido tener un mentor de los últimos cursos que les orienta”. Sus alumnos reciben la mitad de las clases teóricas online. Forés explica que están haciendo mucha evaluación continua por si hay un confinamiento extremo. Recibieron muchos correos de alumnos preocupados por contagiar a sus familias o el transporte público y la facultad les tranquilizó: solo están obligados a acudir a las prácticas.
Aida Fortea y Juan Cárdenas cuentan su experiencia desde el campus de la Politécnica de Valencia, foco de atención estas semanas por un brote de coronavirus tras una fiesta que se ha saldó con 168 contagios y 650 colegiales confinados. Por ese motivo las clases de su grado, Ingeniería Civil, se mudaron a remoto dos semanas y ahora bendicen la vuelta a la presencialidad. Caben en clase y solo las prácticas de Informática son desde casa. “Menuda fuerza de voluntad que tiene la gente que estudia online. Es imposible mantener la atención tantas horas. Vas a la cocina, al baño, te suena el teléfono…”, razona Aida. Juan confiesa que desde casa le daba más apuro preguntar sus dudas.
Sin graduación
Aida y Juan se han hecho amigos en pocas semanas pero reconocen que las mascarillas entorpecen las relaciones sociales. “Es difícil acordarte de las caras y los nombres de tus compañeros si no les ves”, sostiene Aida que cumplió 18 años la semana de marzo que España se confinó. Así que no pudo celebrar su cumpleaños, tampoco Fallas, ni la graduación de Bachillerato en junio, ni irse a Benidorm con los amigos…
Interactuar con los compañeros resulta fundamental para quienes llegan de fuera. María López, de Mota del Cuervo (Cuenca), se ha instalado en Alicante para cursar Publicidad y Relaciones Públicas. Comparte piso con amigas del pueblo y con sus compañeros del grado contactó por Twitter antes de empezar las clases. Ahora cuenta con dos grupos de WhatsApp, uno de los 250 alumnos de la carrera y otro de los 50 de su grupo, que a su vez se dividen en dos para ir a clase. Le corresponde ir al campus una semana de cada dos, pero reconoce que podría ir todos los días porque sobran sitios. Basta con avisar por móvil y ocupar el puesto de otro. En otras universidades no está consentido, porque crean grupos burbuja. “Yo lo llevo bien, si estudias Arquitectura será diferente”, razona. Lo que María no lleva tan bien es la integración en una ciudad nueva. Llegaron a comer, cuando se podía, 30 divididos en mesas de 10 y han confraternizado con un juego, Among Us, en el que los participantes viajan en una nave. Diversiones cibernéticas a la espera de tiempos mejores en los que alternar con muchos más compañeros y sin mascarilla.
Aunque las universidades han primado la presencia en las aulas de las carreras experimentales o las ingenierías, los hay con suerte. Es el caso del riojano Arturo Sánchez que estudia en la Universidad de Zaragoza. Aunque en la residencia comen tres en la mesa ha podido socializar y, al estar en turno de tarde, son menos alumnos y las clases son presenciales. Eso sí con un ambiente universitario muy peculiar del que un joven aprende. “Hay enfermeros, rastreadores de covid, jubilados…”, cuenta encantado.
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