Las derivas del culto a los manuscritos

El manuscrito y el cuaderno de notas son objetos que se prestan a la veneración, ya pertenezcan a escritores o a artistas plásticos. La emoción que nos produce tener a poca distancia la letra manuscrita de Galdós o de Virginia Woolf en cartas y borradores, y más aún los dibujitos de Lorca o los garabatos con los que Dostoievski emborronaba a su capricho las hojas donde escribía sus obras, es el motor que incita a seguir exponiéndolos. De ahí el éxito de espacios como la Morgan Library de Nueva York, consagrada a exhibir manuscritos, tanto de sus fondos – allí se conservan los originales de la Canción de Navidad de Dickens y de El paraíso perdido de John Milton– como de otras colecciones, por ejemplo la del historiador brasileño Pedro Corrêa do Lago. En la misma línea, el libro La magia del manuscrito (Taschen, 2019) recopila numerosas muestras del amplísimo archivo del coleccionista brasileño, que incluye documentos de Kafka, Mary Shelley y Emily Dickinson. Su obsesión por atesorar páginas escritas a mano surgió en su infancia, aspecto que lo vincula estrechamente con el escritor Stefan Zweig, también un fetichista de los manuscritos desde joven.

Para muchos, aceptar que en este siglo convulso en que vivimos van a generarse pocos manuscritos de los que después amarillean con encanto produce cierta decepción rayana en la melancolía. Quizá por eso ya se veneran sus primos hermanos, los en su día novedosos mecanoscritos, que se exponen sin complejos en muestras actuales como la dedicada a los vampiros en el CaixaForum de Madrid. Entre fragmentos, carteles de películas, libros y fotografías acerca de estos seres de colmillos afilados nos topamos con páginas del guion original de Nosferatu (1922) de Murnau y del film El baile de los vampiros de Roman Polanski (1967). El hecho de que estén escritos a máquina los convierte en encantadoramente añejos, y su atractivo queda aún más acentuado por las anotaciones y tachaduras a mano a cargo de los propios autores.

El profesor Matthew G. Kirschenbaum firmó en 2016 'Track Changes', una historia literaria de los procesadores de texto.
El profesor Matthew G. Kirschenbaum firmó en 2016 ‘Track Changes’, una historia literaria de los procesadores de texto.

Pero la historia del documento no termina con el arrinconamiento de la máquina de escribir: para abordar su nueva materialidad y repensar su esencia en la era digital tenemos a estudiosos como Matthew Kirschebaum, profesor de la Universidad de Maryland, que en 2016 publicó Track Changes (Harvard University Press), una historia literaria de los procesadores de texto. Tal como cuenta en el prólogo, antes de escribir el libro, Kirschebaum ya sabía que el primer autor en entregar un manuscrito mecanografiado a un editor fue Mark Twain en 1883; se trataba de su libro de memorias La vida en el Mississippi y fue tecleado íntegramente en una Remington. Por tanto, la principal búsqueda que guio al autor de Track Changes durante la escritura de su ensayo fue dar con la primera novela escrita con un procesador de textos y así reconstruir parte de la historia del libro y la escritura durante el siglo XX. Y la halló: es Bomber, obra del autor británico Len Deighton, quien la escribió entre 1968 y 1970 con el procesador de textos de un ordenador IBM que pesaba 90 kilos.

La emoción que sentía el Kirschenbaum niño desde su cuarto al pensar que sus escritores contemporáneos favoritos estaban, al igual que él, luchando por aprender el funcionamiento de su primer ordenador Apple y de su procesador de textos recién estrenado fue otra de las motivaciones para escribir este ensayo, lleno de anécdotas lleno de anécdotas y datos curiosos sobre las vicisitudes de escribir a ordenador.

Sobre la nueva materialidad de la escritura también se ha escrito en castellano. Un buen ejemplo es el ensayo del escritor argentino Sergio Chejfec titulado Últimas noticias de la escritura (Jekyll and Jill, 2015). A pesar de los radicales cambios sufridos en los manuscritos durante las últimas décadas, Chejfec detecta una paradoja en la organización textual de la escritura digital, y es que “sigue siendo básicamente la misma que en el pasado: la palabra, la línea, el párrafo, la página”. Asimismo, a lo largo del ensayo, Chefjec da fe de la fascinación que ejerce todavía hoy sobre nosotros la escritura a mano al recordar una exposición de manuscritos de Proust a la que acudió en 2013 con motivo del centenario de la publicación de Por el camino de Swann. Fue precisamente en las salas de la Morgan Library donde el escritor reparó en que los asistentes “buscaban una verdad que se pusiera de manifiesto instantáneamente, como consecuencia de la cercanía física tanto de la letra original como de los objetos manipulados por Proust”, y también en que, ante un manuscrito expuesto, siempre tiene lugar “una lucha entre mirar y leer”.

Manuscrito original en el que Marqués de Sade escribió el borrador de su novela 'Los 120 días de Sodoma', en el Museo de Cartas y Manuscritos de París.
Manuscrito original en el que Marqués de Sade escribió el borrador de su novela ‘Los 120 días de Sodoma’, en el Museo de Cartas y Manuscritos de París. AP

Otros textos que, a medio camino entre la escritura autobiográfica y la ficción, reflexionan acerca de los cambios vividos entre la escritura manuscrita y la computerizada (es decir, acerca de la irremediable pérdida del documento conclusivo en forma de manuscrito sobre papel), son los del uruguayo Mario Levrero y el chileno Alejandro Zambra. En La novela luminosa, fechada en el año 2000, Levrero expresa en forma de entradas de diario los quebraderos de cabeza que le causa el procesador de textos que emplea para escribir: “El corrector de este Word 2000 tiene unas características insólitas; por más que intenté dominarlo, me resulta imposible. No reconoce ciertas palabras relativas al sexo, como por ejemplo pene, que recién apareció como desconocida cuando activé el corrector para esta página antes de guardarla”. En cambio, en El discurso vacío, la obsesión de Levrero se centra en un proyecto autoimpuesto: el de mejorar su caligrafía para así desarrollar otros aspectos de su carácter: “Trataré de conseguir un tipo de escritura continua, “sin levantar el lápiz” en mitad de las palabras, con lo que creo poder conseguir una mejora en la atención y en la continuidad de mi pensamiento, hoy por hoy bastante dispersas”. Lo paradójico es que los lectores solamente podemos acceder a sus disquisiciones desde la letra impresa o digital de cualquier de las ediciones de esta obra, y en ningún caso desde la que él generó a mano.

Zambra, por su parte, concluye su ensayo autobiográfico Cuaderno, archivo, libro, incluido en el volumen Tema libre (Anagrama, 2019), con la siguiente reflexión: “Hay un hecho central: debido a los computadores, el texto es cada vez menos definitivo. Una frase es hoy, más que nunca, algo que puede ser borrado”. Así que a partir de ahora solamente nos quedarán los mecanoscritos de autores como Javier Marías, Will Self o Don DeLillo, que, reacios a ese fácil borrado de frases, siguen negándose a escribir su obra empleando un procesador de textos.


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