Etiopía era un imperio, una nación orgullosa de su historia y el único territorio africano no colonizado cuando se inicia esta historia. El emperador Haile Selassie, también conocido como Ras Tafari, ocupaba el trono con toda su parafernalia y proyección internacional cuando Mussolini decidió invadirlo en 1935 a mayor gloria de su dictadura. Hoy, la autora etíope Maaza Mengiste ha tomado ese dramático telón de fondo para novelar la lucha de las mujeres guerreras contra Il Duce en El rey en la sombra (Galaxia Gutenberg), una impresionante historia épica en la que no hay glamur que le valió ser finalista del premio Booker en 2020.
Niñas de aldea, jóvenes analfabetas o chicas prostituidas libraban el combate contra el invasor al tiempo que eran víctimas de las violaciones de sus compatriotas, que las trataban como una propiedad más entre los escasos aprovisionamientos que portaban. Mientras los fascistas castigaban con gas mostaza, con artillería y una potencia aérea inmisericorde, los famélicos patriotas etíopes luchaban sin rendirse con sus viejos fusiles al hombro y escasa munición casera. No hay muchas alegrías en El rey en la sombra.
“La historia de Etiopía nos ha transmitido que hubo hombres heroicos, valientes, que lucharon como David contra Goliat hasta expulsar a los fascistas italianos, pero todos, tanto los historiadores etíopes como los italianos, se habían olvidado de las mujeres. Hubo miles que combatieron con la misma bravura”, cuenta Maaza Mengiste, de 51 años, en videoconferencia desde Nueva York. “Su historia es muy desconocida”. Uno de esos cronistas fue el gran periodista Indro Montanelli, que precisamente compró una niña de 12 años para desposarla mientras cubría el conflicto y que justificó su actuación porque allí era normal. Y esa es la historia que hoy nos transmite Maaza Mengiste.
Fotografía de una mujer etíope en 1935 que forma parte de la colección recopilada por Maaza Mengiste para documentar su novela. Editorial Galaxia GutenbergGalaxia Gutenberg
Su propia vida familiar está imbricada en la de su país, ese antiguo imperio abisinio zarandeado hoy por guerras como la que estos días libran el Gobierno etíope y los rebeldes de la región de Tigray. Nacida en Addis Abeba en 1971 y exiliada desde niña cuando llegó la revolución, siempre había escuchado las historias de quienes combatieron. Y decidió empezar un libro que la llevó a Italia para investigar el asunto a fondo y cuya elaboración vivió dos etapas: cinco años para terminar una primera versión centrada en los hombres, que tiró a la basura cuando se dio cuenta de la envergadura del papel de las mujeres; y otros cinco para llegar a la versión hoy publicada. “Yo estaba inspirada por historias de hombres, relatos legendarios de valentía, geniales para mi imaginación, que habían crecido en mi cabeza desde niña y, como niña negra que era en Estados Unidos, creía que eran muy importantes para mí. Pero a medida que iba investigando encontré otra realidad y cambié mi historia. Mi libro cuestiona esa memoria selectiva con la que hemos crecido”, relata.
Su gran protagonista es Hirut, una niña huérfana acogida por el hombre al que su propia madre había adoptado de pequeño y que pronto dejará de tratarla como hermana para violarla a discreción. Con una crudeza descarnada, Mengiste va construyendo un personaje tan fácil de herir —por menuda, por niña, por pequeña— como difícil de tumbar —por valiente—. Peleona, recia en su vulnerabilidad y decidida a defenderse, Hirut podrá yacer bajo el cuerpo del guerrero violador o sufrir los latigazos de la mujer de este, pero su mente nunca se someterá. Y generará conflicto. “Así fue mi bisabuela, Getey, una mujer pequeña siempre preparada para defenderse, que no temía a los hombres y que se enfrentó a todos los que la atacaron”. Getey, como ocurre en su libro con otras protagonistas, fue forzada a casarse cuando aún no había menstruado. Y también fue a la guerra.
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SuscríbeteUn rey falso
Este es un libro para leer con la ópera de Aída de fondo, como hace el emperador Selassie de la novela mientras los fascistas invaden su país, o también sin ella, porque sus páginas pueden bastar para sumergirnos en la épica de una lucha violenta en tierras africanas como la de la obra de Verdi. Mengiste reconoce que a ella le sirvió de música de fondo —no en vano es la historia de una princesa etíope que lio una buena en Egipto— y sobre todo que le permitió dar un ritmo propio a la estructura: al igual que en la ópera, entran personajes, salen otros, cantan los coros y hay cadencias repetidas con los riesgos y sentimientos que nublan la trama.
Una de esas voces que entra y sale con fuerza propia es la de un fotógrafo italiano, Ettore, que documenta con su cámara los avances de su Ejército y las masacres contra la población. Porque los irredentos resisten, crean un rey falso para mantener alta la moral cuando Selassie se exilia en Inglaterra (de ahí el título) y sufren con dignidad en los campos de concentración o en falsas prisiones donde los italianos les arrojan por un precipicio hacia su muerte segura. Pero Ettore no es un simple soldado periodista sin conflicto, sino un italiano judío que pronto va a empezar a sufrir la propia represión de lo que creía era su bando. “Cuando empecé a investigar encontré que muchos soldados judíos tuvieron que dejar el Ejército al ganar los nazis y que fueron perseguidos como nuevos enemigos. Un día eran italianos entre etíopes enemigos y otro día eran enemigos de todos, de los italianos y de los etíopes”, cuenta la autora.
De alguna manera, a los judíos les pasó como a esas mujeres etíopes que, soldados o no, siempre eran mujeres. “La gran diferencia entre ellos y ellas era que, cuando un hombre soldado volvía a un campamento, seguía siendo un soldado. Cuando volvía una mujer soldado, dejaba de ser soldado y se convertía en mujer”, cuenta Mengiste. Y eso significaba buscar sustento, prepararlo, repartirlo, cuidar heridos, cargar bultos, mezclar pólvora y, entre los arbustos oscuros o los lechos más inhóspitos, sufrir las violaciones de los jefes guerreros aunque apenas fueran unas niñas.
Maaza Mengiste se siente estadounidense y también parte de la diáspora de Etiopía, adonde su madre regresó a vivir y donde conserva abundante familia. Con gran pulso ha narrado la simpleza de una vida humilde que no lo es en sentimientos, en rencores y en heridas agolpadas de una tragedia en tragedia. “Agárrala mientras tiemble para sentir tu propia fortaleza”, fue el consejo del padre al guerrero violador cuando iba a desposarse con una niña. Una frase para no olvidar. Si hay estómago, hay que leerla.
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