Colombia está al filo de la navaja. A cinco años de la firma del Acuerdo de Paz entre el Estado y la guerrilla de las FARC–EP para terminar con el conflicto armado, hay avances incuestionables, pero también preocupantes señales de deterioro que pueden malograr el objetivo superior de lograr esa paz grande que los colombianos anhelamos.
Desde el punto de vista de los avances, hay por lo menos tres asuntos para destacar: el primero es que el conflicto armado, tal como lo conocimos sobre todo en las últimas tres décadas, terminó. El fin del principal grupo guerrillero que puso en vilo la estabilidad nacional y ocasionó innumerables atrocidades y afectaciones humanitarias, es un hecho. Más de 13.000 combatientes dejaron las armas en un proceso que ha producido la admiración de la comunidad internacional.
Este es un proceso que debe entenderse de manera acumulativa con la desactivación gradual de otros factores de violencia, en especial dos: la caída en la primera mitad de los noventa de los dos grandes carteles de la droga mundialmente reputados, así como el desarme de más de 30.000 integrantes de grupos paramilitares que se llevó a cabo en los albores de este siglo. Así, hemos logrado llegar a unos niveles de violencia que, si bien no son óptimos, son muy inferiores a los que vivimos en el pasado y nos sitúa en la media de la violencia homicida en América Latina.
El avance en los temas de justicia, verdad y reparación es sin duda el segundo aspecto para resaltar. La Jurisdicción Especial de Paz (JEP), que se creó producto del Acuerdo, ha mostrado progresos significativos en esclarecer y juzgar el secuestro, delito que cometieron de manera sistemática las FARC con un saldo de cerca de 21.400 víctimas, y el de los llamados “falsos positivos”, asesinatos que ilegítimamente presentaron miembros de las fuerzas militares como bajas en combate, delito del cual la JEP reporta al menos 6.400 víctimas.
Que los comandantes de las FARC reconozcan su responsabilidad y el daño ocasionado, así como que agentes del Estado estén aportando al esclarecimiento de los “falsos positivos”, era algo inimaginable para los colombianos y, en particular, para las víctimas. La decisión reciente de la Corte Penal Internacional de cerrar la indagación preliminar sobre Colombia abierta desde hace 17 años, respalda la idea de que vamos por la vía correcta y ajustada a los estándares internacionales en materia de hacer justicia frente a las atrocidades cometidas durante el conflicto armado.
Falta por supuesto mucho camino por recorrer. Está, por ejemplo, el asunto muy divisivo y controversial entre los colombianos de definir las penas que deberán cumplir los comandantes de las FARC y los efectos sobre sus derechos políticos. También falta mayor celeridad en la reparación a víctimas y en la búsqueda de desaparecidos; mientras que el año entrante la Comisión de la Verdad entregará su informe que esperamos nos ayude a entender que nos pasó y a reconciliarnos.
El tercer asunto a destacar tiene que ver con el impulso que el actual Gobierno le ha dado a la implementación de los programas de desarrollo con enfoque territorial (PDET) contemplados en el Acuerdo de Paz. Estos programas buscan de manera participativa transformar las condiciones de las zonas más afectadas por el conflicto, en donde confluyen extrema pobreza, fragilidad institucional, altos índices de violencia y diversas economías criminales. Es particularmente significativo el esfuerzo en materia de planeación y de alineación de las autoridades regionales y locales para que se involucren activamente en la implementación de estos programas, cuya ejecución está prevista para 15 años.
No obstante, al paso que vamos, se calcula que lograrlo tardará cerca de 50 años. El ritmo de ejecución se ha visto afectado, primero porque las capacidades y recursos del Estado son insuficientes, algo que la pandemia recrudeció. Además, no se han puesto en marcha un número importante de los planes nacionales en materia de vías, salud, educación y otros, fundamentales para el desarrollo rural.
En la Fundación Ideas para la Paz hemos seguido con atención la situación de estas zonas PDET y encontramos varios factores que ponen en riesgo la sostenibilidad de la paz en el futuro inmediato. El más determinante es, sin duda, el deterioro de la seguridad que se refleja en el aumento sostenido desde el 2018 de los homicidios, las amenazas a líderes sociales, las masacres y los desplazamientos forzados. Esta situación se asocia a reacomodos y disputas entre grupos armados como el ELN, el Clan del Golfo y grupos disidentes de las extintas FARC, por el control de rentas ilegales, así como a la falta de una estrategia adecuada por parte del Gobierno para contener las dinámicas violentas en estos territorios.
Está, por otro lado, el escaso reconocimiento de la población de estas zonas a las acciones que el Gobierno constantemente anuncia para demostrar que está cumpliendo con el Acuerdo de Paz. A esto se suma la percepción, por parte de las comunidades, de que no están siendo adecuadamente incluidas. La desconfianza y falta de apoyo ciudadano se combinan con la inseguridad y el miedo que esta genera, poniendo en entredicho las posibilidades de construir una paz sostenible.
Con esta situación, junto con la polarización política que aún subsiste frente al Acuerdo de Paz, podríamos recaer en un bucle de desesperanza y en la idea, muy popular, de que la paz no es posible en nuestro país. No podemos dejar perder lo que hemos ganado y que sigue siendo motivo de admiración internacional. Estamos iniciando campaña electoral y este momento de la paz requiere de grandeza política, que no se siga atizando la discusión estéril entre los defensores del Acuerdo y sus detractores y que nos dediquemos más bien a proponer soluciones y alternativas de futuro para llegar a esa paz grande en Colombia.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región
Inicia sesión para seguir leyendo
Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis
Gracias por leer EL PAÍS
Source link