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Las heridas sin sanar de Fukushima: 10 años de un triple desastre y el peor accidente nuclear del siglo XXI


Se llamaba Natsuko Okuyama, tenía 61 años y un hijo varón. El pasado viernes identificaron sus restos, arrojados por el mar en una playa del noreste de Japón hace un mes. Llevaba un año desaparecida, desde que la arrastró aquella gigantesca ola de aguas negruzcas que arrasó con todo lo que se le puso por delante. Okuyama era una de las cerca de 18.500 víctimas mortales de la página más trágica de la historia del Japón de la posguerra: el triple desastre de Fukushima, hace exactamente una década.

El 11 de marzo de 2011 ha quedado grabado para siempre en la psique japonesa. Ese día, el terremoto más intenso en la historia del país, de 9,1 puntos en la escala de Richter, y el tsunami de 15 metros que generó en la costa de la región de Tohoku, en el noreste nipón, se sumaron al error humano para crear el mayor accidente nuclear en el mundo desde el de Chernóbil en 1986, en la planta nuclear Fukushima Daiichi. La falta de suministro eléctrico desencadenó la fusión del núcleo de tres de sus seis reactores; un cuarto quedó dañado por las explosiones de hidrógeno.

Pasados 10 años, Japón ha aprendido una serie de duras lecciones. Pero todavía permanecen numerosas y graves heridas por cerrar, y es incierto que puedan llegar a hacerlo algún día. “Fukushima está marcada para el resto de la historia de la energía nuclear”, opina Kiyoshi Kurokawa, director de la investigación que en 2012 concluyó que el accidente en Daiichi fue “básicamente causado por el ser humano”.

Entre su legado, una zona contaminada que aún llevará décadas limpiar; una planta cuyo desmantelamiento genera aún más incógnitas que certezas; miles y miles de metros cúbicos de residuos tóxicos acumulados sin una solución definitiva; problemas legales, y una profunda desconfianza de la población hacia lo que llama “la aldea nuclear” (las empresas y grupos de interés que defienden la energía atómica).

Casi 2.500 personas siguen oficialmente desaparecidas; como en el caso de Okuyama, de tanto en tanto aún se identifican restos. A las víctimas mortales se suman 6.000 personas con heridas graves, y unos daños por valor de cerca de 235.000 millones de euros, sin incluir la limpieza de Fukushima Daiichi y sus alrededores. Medio millón de residentes fueron evacuados, incluidos 110.000 en el área de vaciado forzoso de 20 kilómetros a la redonda en torno a la central nuclear dañada. Cerca de 36.000 siguen sin poder volver, aunque la cifra real puede doblar la oficial: la gran mayoría de los que se marcharon ha renunciado a regresar. Las ayudas estatales y las compensaciones de la operadora de la planta, Tokyo Electric Power (Tepco) para los evacuados ya se han agotado.

En la imagen, un grupo de militares en una embarcación que navega entre los destrozos causados por el tsunami. En vídeo, así fue el tsunami de Fukushima.REUTERS / VÍDEO: REUTERS-QUALITY

“Incluso una década después, los daños siguen siendo serios”, resume en vídeoconferencia Katsunobu Sakurai, exalcalde de Minamisoma, una de las ciudades que quedó parcialmente en el radio de evacuación obligatoria. “En verdad, si buscamos quiénes han conseguido reconstruir sus vidas por completo, no encontramos muchos, lamentablemente”, declara.

Entre los evacuados, retornados o no, abundan las secuelas psicológicas, mientras que otras enfermedades físicas, como la hipertensión o la diabetes, se han hecho más comunes, producto quizás del estrés. Las comunidades se han visto destruidas por la diáspora de sus miembros y, aunque mucha de la destrucción de entonces se ha reconstruido, un 2,4% de la antigua zona de exclusión aún es “área de difícil retorno”, debido a la gran presencia de residuos radiactivos. Persisten las sospechas sobre la salubridad de las zonas que se han ido abriendo. Un informe de Greenpeace denuncia que el 85% del Área Especial de Descontaminación, de 840 kilómetros cuadrados y donde el Gobierno es responsable de la descontaminación, sigue mostrando niveles tóxicos de cesio.

El Gobierno conservador japonés asegura que los riesgos para la salud están controlados en las zonas que se han ido abriendo. Quiere llevar ese mensaje de tranquilidad incluso a los Juegos Olímpicos, que aspira que se conviertan en un escaparate de la recuperación de la zona. La antorcha olímpica comenzará a finales de este mes en Fukushima su recorrido hacia Tokio, y Fukushima ciudad acogerá varias de las competiciones. Un comité de investigadores de la ONU ha dado esta semana un espaldarazo a las tesis oficiales: “No se ha documentado ningún efecto nocivo para la salud de los habitantes de Fukushima que pueda atribuirse directamente a la exposición a la radiación”, indica en un informe.

Solidaridad social

Para animar a los evacuados a regresar, Tokio ha invertido cerca de 27.000 millones de dólares en la descontaminación de edificios, carreteras y otras superficies. La partida incluye también la retirada de millones de metros cuadrados de la capa superficial del suelo y de vegetación, acumulados en montañas de bolsas de plástico negro que salpican los paisajes de la zona y pendientes aún de que se decida cómo almacenarlos a largo plazo. Además, esta semana el Gobierno nipón ha aprobado un nuevo plan de reconstrucción para la próxima década que inyectará 12.600 millones de euros adicionales. Las autoridades intentan atraer empresas en el sector tecnológico y pesquero, entre otros.

El primer ministro, Yoshihide Suga, ha asegurado que la reconstrucción de Tohoku “es fundamental para la revitalización de todo Japón” después de la triple catástrofe, e impulsar definitivamente la recuperación será “una de las máximas prioridades” de su Gobierno.

La madre de todos los problemas es el desmantelamiento de Daiichi. El polémico proceso de retirada del combustible fundido de los reactores, que no ha dejado de encontrar reveses, puede costar cerca de 750.000 millones de dólares y no se completará hasta 2050. Al menos. El año pasado, la Autoridad Reguladora de la Energía Nuclear (NRA, por sus siglas en inglés), encontró niveles de radiación mayores de lo esperado en las coberturas provisionales de dos de los reactores. El gobernador de Fukushima, Masao Uchibori, ha admitido en una reciente rueda de prensa telemática que “todavía no existe una valoración real del estado del combustible fundido y los escombros”. Greenpeace considera los planes actuales “irreales”.

Los trabajos se enfrentan a una profunda desconfianza de la población hacia el Gobierno y Tepco, que desde el principio de la crisis ha tendido a maquillar las malas noticias. Tardó en admitir la fusión en los tres reactores, y en 2018 tuvo que reconocer que el 70% del agua almacenada de la planta contenía más elementos tóxicos de lo que había declarado con anterioridad. Se han interpuesto varias demandas contra Tepco y el Gobierno, pero las compensaciones adjudicadas han sido, en su mayoría, pequeñas. En el único caso llevado a la justicia penal, un tribunal de Tokio absolvió a los tres funcionarios de Tepco inculpados.

El problema más inmediato es, hoy por hoy, qué hacer con su agua contaminada, la empleada para enfriar los reactores y la filtrada desde el subsuelo pese a la instalación de una barrera de hielo.

La planta cuenta con un sistema de procesamiento que elimina la mayor parte de los elementos radiactivos peligrosos, a excepción del tritio, un isótopo del hidrógeno presente de manera natural en el medioambiente, aunque en bajas concentraciones. En Daiichi se almacenan cerca de 1,22 millones de metros cúbicos de agua procesada, muy cerca de la capacidad límite de 1,37 millones, que podría verse rebasada en 2022.

El Gobierno aboga por verter ese agua al Pacífico gradualmente a lo largo de las próximas décadas, aunque de momento no hay fecha para ese proyecto. La propuesta ha recibido la tajante oposición de un sector pesquero que apenas comienza a levantar cabeza en la región, antaño famosa por la calidad de su marisco y su pescado. Los países vecinos, China y Corea del Sur, también han expresado su preocupación por la posible contaminación de sus caladeros.

La operación, aseguraba Yumiko Hata, responsable para la central en el Ministerio de Industria, en una reciente rueda de prensa virtual, “se ajustaría a los estándares de seguridad internacionales y del Organismo Internacional de la Energía Atómica”. “Aunque vertiéramos toda el agua de golpe, el impacto sobre la salud humana sería muy pequeño”, agregaba. La Agencia Internacional para la Energía Atómica considera, por su parte, que el vertido sería “técnicamente factible” y ha ofrecido supervisar la operación.

Lo que el triple desastre sí ha demostrado fuera de toda duda ha sido la capacidad de solidaridad social del pueblo japonés y su fortaleza sobre la adversidad. Tras 10 años, la población persiste en sus trabajos para que se escuche su voz. Y los progresos en Tohoku, pese a todo, continúan. Se han intensificado las medidas de seguridad y los controles sobre el sector nuclear. Cada pequeño paso -la identificación de un cuerpo, la apertura de un nuevo negocio en la zona- supone un avance más hacia la normalidad entre los afectados.

Uno de ellos, el hijo de la señora Okuyama, respira ahora más tranquilo. “Estoy muy contento de que se encontrara a mi madre, justo antes del aniversario”, declaraba a la agencia Kyodo. “Voy a poder liberar mis emociones, y pasar página definitivamente”.

Los desplazados no quieren volver

Minamisoma, de la que Sakurai fue alcalde entre 2010 y 2018, ha salido relativamente bien librada. Solo parte de ella quedó en el radio de 20 kilómetros de evacuación forzosa, y ha creado un centro de prueba de robots que ha atraído a empresas tecnológicas y generado puestos de trabajo. Pero de los 14.000 residentes que se marcharon hace una década, han regresado menos de 400.

Otras zonas han sido menos afortunadas. A cuatro kilómetros de la central nuclear, Futaba (5.700 habitantes antes del desastre) permanece completamente vacía, habitada solo por la maleza y los animales salvajes; sus residentes originales no podrán regresar de manera permanente hasta el año próximo. En total, el área acoge hoy 5,3 millones de personas, un 6% menos de residentes que hace una década, y un 10% menos de las empresas allí instaladas hasta 2011. Según las encuestas, dos tercios de los evacuados declaran que no piensan volver, por miedo a la radiación.


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