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Las historias que se esconden en los troncos de los árboles


La atracción de los seres humanos por las cosas bonitas no es ningún secreto; no hace falta tener un máster en publicidad para saber que la belleza vende… y las plantas que nos rodean llevan milenios aprendiendo y poniendo en práctica esta lección.

Sin embargo, la industria de la planta ornamental no abre sus puertas a todas las flores del reino vegetal: no se ven ramitas de parietaria o espigas de cebadilla en las floristerías, ni plantas de rubia silvestre (Rubia peregrina) en los centros de jardinería. Hay plantas cuyos méritos estéticos no dan la talla —es más, cuyo aspecto hemos asociado a la fealdad, empleándolas incluso a modo de insulto, como en el caso de los cardos borriqueros.

Pero ¿es realmente feo un cardo borriquero? ¿O una gramínea (familia especialmente asociada a la “estética hierbajo”)? Ante una pregunta así, la botánica debe callar, porque no tiene respuesta; los biólogos no tenemos ningún “bellezómetro” para medir el grado de hermosura de una flor (o una hoja, o un fruto…) en el laboratorio.

Entonces, ¿podemos decir que las etiquetas de “flor fea” y “flor bella” son totalmente subjetivas? Lisa Calle, cultivadora y diseñadora floral opina que sí: “En cuanto a flores de la naturaleza, todas son bellas” y “solo hay que observar —si es necesario, incluso de muy cerca— para darse cuenta de que ninguna es fea”, explica a Verne. Calle, cuya granja-jardín en la serranía de Cuenca se asilvestró casi por completo durante el confinamiento, está ahora trabajando en su proyecto Descubriendo Hojas, una granja de flores y estudio de decoración.

Sin embargo, no todo el mundo comparte este parecer, y bien lo sabe una persona que se dedica desde hace dieciocho años al sector de la jardinería: Marián Parra, propietaria de la Tienda de Plantas junto al Jardín Botánico Atlántico de Gijón, y que ha tenido que vérselas con clientes de ideas estéticas menos… generosas. ¿A quién se le ocurre vender gramíneas, si eso son malas hierbas que crecen en el borde del camino? ¿Helechos? Con lo comunes que son, qué paparruchada, cuando se puede ir al bosque y cogerlos… Según comenta a Verne, “cada vez hay más gente que conoce y aprecia» estas bellezas menos convencionales, pero avanzamos despacio; pese a que las gramíneas “ya no son esas hierbas de la cuneta (…), todavía cuesta, porque son hierbajos, aunque luego se pongan de colores en otoño”.

Las cosas están cambiando; como apunta Calle, en los últimos tiempos “se está abriendo o ampliando el concepto” de la flor bella, “intentando acercarse a una estética más fluida y natural”. Los jardines y las artes florales contemporáneas dan cabida a mucha flor silvestre que nuestras abuelas quizás hubiesen tachado de “malas hierbas”, pues las etiquetas de “flor bella / flor fea” pueden variar según la cultura, la época, o incluso la persona a quien preguntes. Al igual que sucede con la moda, el colmo de la elegancia hace doscientos años puede haberse convertido en la horterada del siglo XXI. Las únicas flores que Calle no emplea en sus arreglos —ciertas variedades de rosas y de crisantemos, flores teñidas…— le parecen feas por tener un aspecto poco natural. Igual que algunas orquídeas que se encuentran en el comercio, o dalias tan perfectas que parecen haber salido de una impresora 3D, “a mí personalmente me espantan, porque me parecen muy artificiales, y no me gustan”, concuerda Parra.

Diríase que el equivalente de la estética bótox ha llegado al reino vegetal, y que sus productos más extremos (pues de productos se trata, creados y pensados para el mercado) pueden causar un cierto repelús, a pesar de que tengan amplia aceptación comercial.

No obstante, y aceptando que nos sentimos atraídos por lo que nos parece bello, podríamos aventurar la siguiente definición de andar por casa: una flor bella es aquella por la que pagarías para regalar a un ser querido.

Doce rosas, sí; doce espigas de cebada, probablemente no. Una peonía encuentra compradores sin esfuerzo, mientras que un brote de flores de acelga o de llantén se enfrentan a un gran desafío, y habrá quien arquee una ceja y las tilde sin miramientos de “feas”.

¿A quién hay que seducir?

Si nos fijamos en los estantes de una floristería cualquiera, sus habitantes tienen una característica botánica muy importante: y es que una flor de colores vivos y/o agradables perfumes —nos parezca bella u hortera— es una flor polinizada por animales. Esos colores y olores son puro marketing, y su función está clara: atraer al ser vivo que cumplirá la delicada operación de transferir el polen de una flor a otra.

En el bando de las “flores feas”, en cambio, hay muchas plantas que han decidido ahorrar en propaganda: en lugar de encomendarse a algún mariposón celestino, prefieren jugar a la lotería del viento, y sencillamente lanzan su polen al aire. Como es natural, esta lotería no termina en éxito si juegas pocos boletos, y por eso tendrán que invertir sus ahorros en producir y liberar grandes cantidades de polen (de ahí que muchas alergias estén provocadas por estas flores).

Este es el caso de las gramíneas, como el panizo silvestre (por ejemplo, Setaria viridis) o los cepillitos (Lamarckia aurea): como en las naves industriales, hay cero concesiones a la estética, pues están cien por cien volcadas en producir polen en cantidad (y/o recibirlo). El resultado es un estilo minimalista, adusto… pero, tomado en conjunto, no exento de elegancia. Quizás la mayoría de personas no regalarían un ramo de avena o de ricino a sus parejas (a no ser que sean amantes de la botánica, de la fotografía, o de ambas cosas), pero un ojo entrenado puede aprender a apreciarlas.

Flores que apestan

Hay otras flores (o inflorescencias: conjunto de flores que crecen en un mismo tallo) que nos lo ponen más difícil, porque atacan a un sentido mucho más visceral que la vista: el olfato. Hay flores que apestan, literalmente; y no hablamos de olores que algunas personas encuentran desagradables —como el caso de las rudas o las matricarias—, sino de tufos universalmente reconocidos como pestilentes. Y cambiar la perspectiva para que el hedor a carne podrida o a heces nos parezca aceptable como ambientador de coche es mucho más difícil que verle la gracia a una espiga de romaza.

Para entender el motivo de que ese olor esté ahí (¡es otra inversión costosa!) hace falta interrogarse sobre quién poliniza a esa flor. ¿A quién está atrayendo, sobornando, engañando? ¿Qué polinizador responde al mal olor frotándose las patas de gustito?

Y la respuesta en nuestras latitudes suele ser: las moscas. Insectos carroñeros que ponen sus huevos entre las heces, que consumen la carne de animales muertos, que reinan en la podredumbre; imprescindibles para cerrar ciclos naturales, pero cuyos gustos olfativos están muy lejos de los nuestros.

Muchas plantas, además, acompañan el hedor con un aspecto cuyos méritos estéticos son… discutibles. Pongamos, por ejemplo, un endemismo de las Baleares conocido como rapa pudenta, el Helicodiceros muscivorus: este pariente de las hermosas y blanquísimas calas vive en zonas litorales rocosas, y se disfraza de animal muerto, cuidando hasta el último detalle. Además de desprender un tufillo que recuerda a carne en descomposición, su inflorescencia adopta tonos rojo-púrpura y marrones, como si se tratase de una piel animal, cubierta de pelos negros y rígidos. Huelga decir que esta planta no va a figurar en ningún centro de mesa… y, sin embargo, entre las flores que mayor fascinación ejercen sobre nosotros destacan especies notablemente apestosas, incluso más que la rapa pudenta.

La flor más grande del mundo, Rafflesia tuanmudae, huele a cadáver; por otro lado, la floración esporádica del Amorphophallus titanum, de expresivo nombre científico, suele congregar a miles de personas que asisten al espectáculo. De la misma familia que la más modesta rapa, su inflorescencia detenta el récord de ser la más grande (no-ramificada) del mundo. Este año, el ejemplar del Jardín Botánico de Meise (Bélgica) ha florecido en confinamiento solitario, y a pesar de que su desarrollo se filmó y compartió en Youtube, la experiencia no está completa sin la ambientación olorosa que lo acompaña. Es evidente que nos atrae el espectáculo, pero podría decirse que ponerle solo la etiqueta de “bella” a un coloso que puede rebasar los tres metros de altura es quedarse corto.

Porque, más allá de que cualquier flor tenga un valor que trasciende lo estético, los humanos no solo nos sentimos atraídos por las bellezas convencionales, y poco a poco estamos descubriendo que la elegancia vegetal puede declinarse de muchas maneras.

La verdadera belleza también reside entre los cardos borriqueros. Palabra de mariposa.

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