El cheque, emitido por la Caja de Ahorros de Roma y enmarcado en la entrada de la trattoria Pommidoro del barrio romano de San Lorenzo, recuerda que aquella última cena de Pier Paolo Pasolini con su amigo y actor fetiche, Ninetto Davoli, costó 11.000 liras. Comieron chuletón y ensalada. Luego se despidieron. El cineasta se lanzó entonces a merodear por la estación de Termini a bordo de su Alfa GT 2000 plateado hasta encontrar a un chaval de 17 años que pasaba el rato frente a un bar con sus amigos, perfectos arquetipos de aquellos Chicos del arroyo, la primera novela que firmó en 1955. Le propuso dar una vuelta y tomaron la Ostiense mientras el centro de Roma desfilaba por las pequeñas ventanillas del deportivo. Pino Pelosi, conocido como La Rana en el ambiente de chaperos que frecuentaba, tenía hambre. A medio camino, el cineasta paró en la pizzeria Biondo Tevere, donde era cliente asiduo. Pidió a Giuseppina, la propietaria, una pasta aglio e olio para el chico; le preguntó por su vida, sus orígenes, sus problemas. Luego enfilaron la carretera a Ostia en el último viaje de una vida interrumpida salvajemente aquella noche y que hoy cumpliría 100 años.
El Idroscalo de Ostia, una lengua de tierra delante del mar, justo al final de un conjunto de casas de protección oficial destartaladas donde el martes curioseaban algunos mitómanos, es hoy un jardín con una escultura dedicada a Pasolini. Tras cinco minutos en silencio, es fácil notar el temblor de la historia bajo los pies. La noche del 17 de noviembre de 1975, sin embargo, esta zona era solo un miserable y olvidado páramo de chabolas, el nítido reflejo del universo social y cultural de periferia que dio vida a la obra de Pasolini y que también le vio morir. La primera versión que ofreció Pelosi a la policía fue que el artista le propuso comer algo e ir a la playa de Ostia (a 30 kilómetros del centro de Roma) a “magrearse” cambio de 20.000 liras. Una vez ahí, tras un conato de sexo oral, el joven cambió de opinión y rechazó el encuentro. Salió del automóvil, Pasolini le persiguió, le golpeó con un palo —nadie que le conociese pudo creerlo— y este se defendió dándole una paliza brutal. Luego se subió al coche, y en la huida atropelló al cineasta, escritor e intelectual, reventándole el tórax y abandonándole muerto.
Pino Pelosi, en el lugar del crimen acompañado por la policía.
Una patrulla de carabinieri dio el alto a Pelosi cuando conducía en dirección contraria por el paseo marítimo de Ostia. Como narraba de forma precisa la fabulosa Pasolini, un delito italiano, de Marco Tullio Giordana (1995), admitió solo haber robado el coche del cineasta. Poco más tarde, encontraron el cadáver de Pasolini y tuvo que confesar el crimen. Pero nada encajaba. La autopsia hablaba de un cadáver masacrado. Diez costillas rotas, cortes, dedos fracturados, una oreja prácticamente arrancada. El forense dijo que ni los objetos —una tablilla de madera y un bastón carcomido—, o la tesis de un único agresor respondían a aquella salvajada. En el coche había aparecido un jersey de una tercera persona. Pelosi apenas tenía manchas de sangre y era difícil pensar que pudiese propinar a un atlético Pasolini una paliza de aquel calibre sin ayuda. Pero, al fin y al cabo, aquello era un asunto entre homosexuales, como justificó la democracia cristiana, que reinaba en Italia en aquel periodo. Giulio Andreotti fue claro: “Iba buscando problemas”.
“Fue muy odiado en su tiempo. Pesaba sobre él un aire de sospecha”, recuerda Dacia Maraini
La sentencia de 1976 del magistrado Carlo Alfredo Moro (hermano del democristiano Aldo Moro, que en ese momento era primer ministro y fue asesinado tres años después), subrayó que el crimen fue cometido “en compañía de desconocidos”. No se pudo demostrar. El presunto asesino cumplió solo cinco años de cárcel, y en 2005 decidió volver a cambiar su versión. El nuevo relato, construido ya por un tipo enganchado a las drogas y asiduo a los centros penitenciarios, señaló que aquella noche habían practicado sexo oral en el interior del coche. Luego, Pelosi se bajó “para orinar” y aparecieron tres desconocidos, “de 45 o 46 años, con acento del sur, calabrés o siciliano”. “Uno de ellos, con barba, me golpeó y me amenazó a mí y a mi familia si hablaba; los otros dos sacaron al señor Pasolini del coche y empezaron a golpearle con una violencia inaudita”. Según su versión, le insultaban gritándole “fetillo”, “cerdo comunista” y “maricón”. “El pobre gritaba mientras le masacraban”, aseguró un Pelosi ya con escasa credibilidad.
La escritora Dacia Maraini fue una de las amigas íntimas del intelectual en los últimos años de su vida. Viajaron por media África, veranearon en Sabaudia y pasaron ahí horas con el novelista Alberto Moravia charlando. Esta semana ha publicado un libro sobre todos esos recuerdos, más brillantes hoy de lo que permitieron entonces sus coetáneos. “Fue muy odiado en su tiempo. Siempre pesó sobre él un aire de sospecha. Le detestaban más que le amaban. Después de su muerte, sin embargo, se convirtió en un héroe. Pasolini fue una de esas raras personas que dio testimonio con su cuerpo. Como Giordano Bruno o Juana de Arco. Más allá de las ideas, ellos pagaron con el cuerpo el atrevimiento del pensamiento. No se puede separar a Pasolini de su cuerpo. Y eso da una potencia a su relato que otros no tienen. Si uno lo piensa, él no inventó el odio por la hipocresía, por la corrupción, por la burguesía o por la cultura del consumo. En el plano de las ideas no era un innovador, pero las convirtió en parte de su anatomía. Tanto es así que para destruirle tuvieron que masacrarle físicamente. Eso creó un icono y es un personaje ejemplar”, recuerda al teléfono.
Pier Paolo Pasolini, frente a la tumba de Antonio Gramsci, en 1970.ANSA
La muerte de Pasolini, esa primitiva destrucción de su cuerpo, forma parte de la galaxia de misterios de la crónica negra italiana de los años de plomo. Su asesinato, un “delito contra la cultura y la poesía”, como lo definió Bertolucci, fue presagiado de algún modo en la entrevista que concedió a Furio Colombo la tarde anterior y que él mismo tituló Todos estamos en peligro. “Todo el mundo sabe que yo pago mis experiencias personalmente”, le confesó al periodista. Pasolini se había convertido en un tipo incómodo. Pero lo fascinante ahora es que el rostro de sus posibles asesinos invocaba a los grandes arquetipos sobre los que edificó su obra. Pelosi era el típico chico de borgata romana [barriada] que observó y describió en sus años junto a la cárcel de Rebibia o en las casas populares de Monteverde; en la calle de Donna Olimpia, donde esta semana todavía le recordaban murales en las paredes. La Rana era el chaval que el fotógrafo Paolo di Paolo retrató junto al cineasta paseando por el barrio del Testaccio con el gasómetro de fondo cuando Pasolini soltaba ya lastre del neorrealismo italiano. Pelosi, con quien ni la acusación quiso ensañarse, era un desheredado social hijo del desajuste entre el campo y la modernidad. El triste y patético proxeneta de Accatone (1961) o cualquiera de los secundarios del bajo proletariado de Mamma Roma (1962), la película en la que Anna Magnani se prostituía el Parque de los Acueductos, del popular barrio del Quadraro, para sacar adelante al jeta de su hijo.
La tarde anterior a su muerte, el artista presagió: “Siempre pago mis experiencias personalmente”
La lógica judicial y policial señalaría, sin embargo, que quienes le asesinaron fueron más bien los hijos o los padres de aquella Saló y los 120 de días de Sodoma (1975), una distopía —cuando este término no estaba de moda— que retrataba la perversión de los últimos días del fascismo en 1944 y la semilla que dejaría aquel monstruo. El último filme que rodó y que se estrenó tres semanas después de su muerte. En 1976 su productor, Alberto Grimaldi, fue condenado a dos meses de prisión y la cinta confiscada oficialmente por su “obscenidad alucinante”. La película iba ser la primera de la llamada Trilogía de la muerte, a la que precedió la Trilogía de la vida: Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Pero terminó siendo un retrato póstumo del universo fascistoide que combatió PPP toda su vida. También en los últimos escritos, como el famoso Petróleo (Seix Barral, 1993), un cruce de caminos literario donde hirió demasiadas sensibilidades y cuyo último capítulo se extravió. O fue robado. El senador Marcello Dell’Utri, del partido Forza Italia, anunció el 2 de marzo de 2010 poseer aquel pedazo perdido que descifraba la trama final de la investigación sobre algunos asesinatos cometidos en los años 1970. Los datos que supuestamente ofrecía conducirían hacia los asesinos de Enrco Mattei, presidente de la petrolera ENI, fallecido en 1962 en un extraño accidente aéreo.
La lucha fue siempre contra cierta modernidad, contra el poder, contra la televisión como instrumento de manipulación. Comenzaba ahí donde la cultura consumista perdió su inocencia y el mundo, vulgarizado, renunció a su sacralidad original en El evangelio según San Mateo (1964), la mejor película sobre Jesús, según el papa Francisco. Esa fue, en parte, su idea del mundo. Pietro Citati, legendario crítico literario italiano, conoció bien a Pasolini y tiene una visión menos entusiasta sobre algunos aspectos de su obra fílmica. “Diría que sus mejores obras son aquellas juveniles. Más las poesías que las novelas, empezando por Poesie a Casarsa: delicadas, potentes e innovadoras. Prefiero el impacto literario al político y reconozco su influencia, pero considero su obra superior a su compromiso, que en buena medida solo se reconoció de forma póstuma”.
Pasolini, hijo de un militar y una maestra, nació en Bolonia y pasó algunos años en Casarsa della Delizia, un pueblo de la región de Friuli-Venezia Giulia donde escribió el libro -en dialecto friuliano- al que se refiere Citati. Pero pronto se trasladó a Roma, donde vivió en varios barrios con su madre (el último fue el EUR), lugar que convirtió en el laboratorio de casi toda su obra artística y política en pleno boom económico, trasladando aquellas primeras ideas al célebre poemario Las cenizas de Gramsci (1957). Walter Veltroni, escritor, cineasta y exalcalde de Roma le conoció bien. De hecho, una de las últimas fotos juntos que existe es de 1975, en una manifestación en la Piazza Spagna contra ejecución de Salvador Puig Antich. “En la última fase de su vida era un gran escritor de todo lo negro que crecía en la vida pública italiana. Su última película y su último libro son obras oscuras, comenzando desde su título. Son el relato de la descomposición de una sociedad. Y la descripción de la cara oculta del poder”, señala en relación a todas las veces que Pasolini escupió al cielo desafiando la gravedad. Contra Andreotti o Fanfani y contra otros democristianos; contra el fascismo, contra las instituciones. Pero también contra los suyos, que le repudiaron: un Partido Comunista con una moral de mármol incapaz de aceptar la homosexualidad o el cambio líquido que estaban adoptando algunos de los estereotipos políticos a los que se agarraba para sobrevivir.
Pasolini frente a una escena de ‘El evangelio según San Mateo’, en torno a 1962. Keystone (Getty Images)
La primera vez que Veltroni vio a Pasolini fue en el aula de su colegio tomando notas en la última fila. Corría 1968 y puede que aquello fuera el germen de uno de sus grandes hitos poéticos y políticos. El 1 de marzo de aquel año, un grupo de estudiantes se enfrentó duramente a la policía en lo que se conoció como la batalla de Valle Giulia, una zona en la falda del barrio burgués de Parioli. Los estudiantes intentaban asaltar la universidad de Arquitectura al tiempo que lanzaban piedras y gritaban contra la policía. Pasolini estaba ahí y vio una escena algo distinta de la que la literatura oficial del Mayo del 68 describía. “Fuera de la lente ideológica”, como apunta Veltroni. Aquellos policías, funcionarios con sueldos miserables, procedentes en su mayoría del sur de Italia, tenían que aguantar los insultos y pedradas de los niños de papá de la burguesía romana. Aquellos uniformados eran los verdaderos proletarios de cuyo lado había que estar. Así lo escribió en su célebre poesía Il PCI ai giovani!!, un manifiesto, en realidad, de lo fluida que podría llegar a convertirse la política y esa idea tan dogmática del “lado bueno de la historia”. Una crítica también a ese Partido Comunista que Palmiro Togliatti definió como “jirafa” por su forma anómala, publicada en el Corriere della Sera.
Tenéis cara de hijos de papá. /Que la buena casta no engaña. /La misma mirada maligna. /Sois miedosos e irresolutos y estáis desesperados /(¡magnífico!), pero también sabéis cómo ser /prepotentes, desafiantes y seguros: prerrogativas pequeño-burguesas, amiguitos. /Cuando ayer en Valle Giulia os liasteis a mamporros con los polizontes, / ¡yo simpatizaba con los polizontes! /Porque los polizontes son hijos de pobres. /Vienen de las periferias: campesinas o urbanas, no importa […].
Fotograma de la película Saló o los 120 días de Sodoma, estrenada cuando Pasolini ya había sido asesinado.
Luciana Castellina, periodista, miembro del PCI y directora del semanario que publicaba la federación juvenil del partido, cree que aquello fue un malentendido inicial luego resuelto. “Decía algo sacrosanto, algo de verdad. El policía era un pobre hombre que venía de una zona campesina y no podía aspirar a otro trabajo. Los estudiantes eran los privilegiados. Él no había visto todavía que había una unidad entre ambos: los dos eran un modo distinto de una modernización que no tenía nada que ver con la superación de la desigualdad social”. La poesía fue una bomba. También la síntesis de las mil caras de la burguesía, la falsa modernidad y el veneno de la sociedad de consumo. La de aquel ambiente adormecido en el que irrumpía la violencia del deseo en Teorema (1968) con un extraño y guapo visitante que se pasaba por la piedra a toda la familia de un industrial milanés.
La película, como tantas otras, fue secuestrada por la fiscalía por obscena y le costó otro juicio. Fueron 33 procesos, cientos de audiencias, tres condenas en primer grado, dos absoluciones y un par de amnistías… Registros que harían palidecer a un gran capo de la Cosa Nostra, como se cuenta en Il libro bianco di Pasolini (Compagnia Editoriale Aliberti, 2022). Un sufrimiento que le atravesó en silencio, como puede leerse en sus pensamientos íntimos en Lettere (Garzanti, 2022), abundante compendio epistolar recién aparecido. Pero también como recuerda su amiga Maraini. “A veces se desesperaba por esas críticas, ese odio. Pero era valiente y desafiaba esa maldad. En lugar de someterse, desafiaba. Jamás con la violencia”. La que usaron sus enemigos cuando decidió no estar callado. Parecida también a la de muchos de los suyos, encogidos ante a su idea de libertad. Aunque ahora le celebren.
Marco Tullio Giordana “Este asesinato fue un delito cultural”
El cineasta Marco Tullio Giordana (Milán, 71 años) responde al teléfono casi por casualidad. Se encuentra en un aprieto familiar, apenas sin tiempo. Al oír el nombre de Pier Paolo Pasolini, se lo piensa uno instantes y concede hablar unos segundos y responder por correo electrónico algunas preguntas. La obra de PPP tuvo un impacto enorme en el autor de La mejor juventud —título de una recopilación de poesías del proprio Pasolini— o Los cien pasos. Tanto, que en 1995 decidió rodar Pasolini, un delito italiano, una magnífica película sobre asesinato del cineasta y escritor.
Pregunta. ¿Qué impacto ha tenido el cine de Pasolini en usted y en la sociedad italiana? ¿Cuáles serían las películas donde se ve mejor esa influencia?
Respuesta. Las películas de Pasolini se rodaron en un tiempo muy breve, en apenas 15 años: del 1961 al 1975. Son muy distintas entre sí, cada una es imprevisible y, a su manera, innovadora. Desde las primeras en las que se mostraba a los excluidos del “milagro económico” italiano (Accatone, Mamma Roma, La ricotta, Uccellacci e uccellini) a las de inspiración sagrada y relgiosa como El evangelio según San Mateo, Localizaciones en Palestina. O las de una crítica feroz antiburguesa como Teorema, Pocilga o Edipo Rey; también las de sugestión nostálgica y fábula como El Decamerón, Las mil y una noches o Los cuentos de Canterbury; hasta la distópica Saló y los 120 días de Sodoma, ambientada en el futuro que nos espera más que en el colapso del fascismo en 1945. Son películas que van en direcciones centrífugas, muy distintas. Y puedo decir que de cada una de ellas he aprendido algo y que toda su obra ha tenido una gran influencia en mi formación. Me fascinaba, pero siempre supe que no debía intentar imitarlo. El estilo de Pasolini es inimitable y nadie puede copiarle sin caer en el ridículo.
P. ¿Por qué decidió escribir Pasolini, un delito italiano, una película sobre su asesinato?
R. Cuando rodé mi película corría 1994 y Pasolini todavía no se había convertido en el monumento nacional que es hoy. El prejuicio contra él era todavía muy fuerte y su obra —poética, literaria, ensayística, cinematográfica— era considerada bastante molesta. Quería mostrar cómo su muerte supuso una grieta para Italia, la pérdida de una inteligencia, sin prejuicios e irregular, sin la cual habríamos sido todos más frágiles y expuestos a la manipulación. Una pérdida que destrozó no solo a sus amigos, sino también a sus enemigos, que quizá desde entonces comenzaron a lamentarlo.
P. Después de casi 30 años de haber rodado la película, ¿qué piensa hoy de la muerte de Pasolini? ¿Tiene otras impresiones?
R. Pienso lo mismo. Se trató de un delito de grupo ideado en los ambientes de la pequeña delincuencia, no necesariamente con una mandato político. Incluso si muchos piensan que fue un homicidio orquestado por los fascistas o por cuerpos desviados del Estado. Es algo que, sinceramente, me parece improbable. Pero incluso siendo sus responsables un grupo de idiotas sin finalidades ocultas, solo un linchamiento o un asalto que salió mal, es importante recordar el clima de odio que siempre suscitó en los bienpensantes la homosexualidad de Pasolini y su ser, ya sea en modo contradictorio y de “herejía” de un hombre de izquierda. Creo que más que de un delito político se debe hablar de un delito cultural, madurado en el caos de una mentalidad criminal fascistoide que ni siquiera hoy ha desaparecido del todo. Esta es la razón por la cual no sabremos nunca la verdad, nadie ha querido buscarla nunca realmente.
Lecturas
Pasolini, el último profeta. Biografía. Miguel Dalmau, Tusquets
La insomne felicidad. Antología poética. Traducción de Martín López-Vega, Galaxia Gutenberg
Maravillosa y mísera ciudad. Poemas romanos. Traducción de María Bastianes y Andrés Catalán, Ultramarinos
Teatro. Traducción de Amelia Pérez de Villar, Punto de Vista
Chavales del arroyo. Novela. Traducción de Miguel Á. Cuevas, Nórdica
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