La primera vez que viajé a Ibiza solo tenía ojos para sus calas y sus atardeceres con vistas al mar, pero me sorprendió su pequeño interior rural y agrícola. En mi última visita, un par de años antes de la pandemia, descubrí que el desarrollo urbanístico había colonizado ya gran parte de este espacio. Por eso es tan meritorio el trabajo de bodegas como Ibizkus y su apuesta por los viñedos tradicionales. Aunque no tienen parcelas propias por el altísimo coste del terreno, se abastecen de algunas de las viñas más viejas del lugar: cepas de monastrell de pie franco (sin injertar) de entre 40 y 70 años que son auténticas supervivientes en medio de la expansión turística.
Por su tamaño notablemente mayor, Mallorca sirve mucho mejor al propósito de apreciar ese paisaje agrícola mediterráneo, aunque hay que apartarse un poco de la costa y recorrer la carretera que va de Manacor a Porreres o perderse por los alrededores de Felanitx, donde aún se pueden contemplar viñedos con albaricoqueros intercalados entre las vides que hablan de una cultura antigua de convivencia y cultivos mixtos. Por desgracia, poco queda ya de la famosa malvasía de Banyalbufar plantada en bancales junto al mar en la sierra de Tramontana y que se elaboraba tradicionalmente en versión dulce, como ocurría con la gran mayoría de vinos históricos del Mediterráneo.
En el 700 a. C., Hesíodo ya describía en Los trabajos y los días las elaboraciones a partir de uvas pasificadas al sol. La colonización por parte de griegos y romanos extendió la viticultura por el Mare Nostrum, y el comercio marítimo que en épocas posteriores dominaron genoveses y venecianos difundió estilos y variedades de uva que están en la base de vinos como el passito de Pantelleria o las malvasías de Lípari y Cerdeña, en Italia; los moscateles griegos de Samos, Cefalonia o Lemnos, o los antiquísimos commandaria de Chipre.
El mundo moderno, sin embargo, prefiere los vinos secos. De ahí el ascenso de estilos asociados a terruños de gran personalidad como las laderas del Etna, en Sicilia, con viñedos que se extienden por las faldas del volcán a altitudes que pueden superar los 1.000 metros, o los suelos negros y con bajas densidades de plantación de la pequeña isla griega de Santorini que a veces recuerdan un poco a Lanzarote. Aquí las vides están también muy cerca del suelo para evitar la deshidratación (el rocío de la mañana es su principal fuente de humedad) y protegerse del viento, pero en lugar de enterrarlas en hoyos como en la isla canaria, utilizan una conducción muy peculiar entrelazando los sarmientos en forma de cesto o corona.
En Mallorca, el trabajo de productores como 4 Kilos, Án Negra, Bàrbara Mesquida y muchos otros ha devuelto el foco a variedades locales como la manto negro y la callet, y está dando alas a un estilo de vino más evocador del paisaje. El principal problema es que los altos niveles de consumo interno impiden que muchos de estos vinos lleguen a la Península. Explorar este potencial in situ es obligado para quienes visiten la isla este verano.
“Los pueblos del Mediterráneo comenzaron a emerger del barbarismo cuando aprendieron a cultivar el olivo y la viña”, escribía Tucídides en el siglo V a. C. Rizando mucho el rizo, quizá podríamos considerar a Ulises como el primer turista por aguas del Mediterráneo. En su viaje interminable, el vino fue el compañero asociado a ritos y celebraciones y, en su versión más potente y concentrada, un arma para dormir al cíclope Polifemo. Más aún, Homero lo convierte en elemento simbólico recurrente al referirse al “mar color de vino” tanto en la Ilíada como en la Odisea. Hoy podría ser una metáfora de esa convivencia milenaria con la vitivinicultura.
Así lo entendió Alberto Redrado, copropietario y sumiller del restaurante L’Escaleta, en Cocentaina (Alicante), al bautizar con el nombre de La Odisea, Muestra de Vinos Homéricos una estupenda iniciativa que busca dar voz a los vinos mediterráneos. Catar en un solo día etiquetas de Mallorca, Sicilia o Chipre como ocurrió en su edición de 2019 fue un excelente recordatorio de que la gran mayoría de sus islas tienen un corazón de vino. —eps
Vassaltis (Grecia)
2019. Blanco. Santorini.
Vassaltis. 100% assyrtiko. 14,5% vol. Precio: 29 euros.
Importador: Caskadia.
Los vinos blancos elaborados con la variedad assyrtiko en la bucólica isla de Santorini figuran entre los más cotizados de Grecia. Por la personalidad de sus suelos volcánicos (Vassaltos hace referencia a su componente de basalto) y bajos rendimientos, ofrecen una enorme concentración y carácter salino incluso en las elaboraciones más sencillas. Este vino es una fermentación en acero inoxidable con apenas seis meses de crianza con sus lías que firma una de las bodegas más jóvenes de la isla, pero el suelo y la sal perduran largamente.
Etna Rosso (Italia)
2019 Tinto. Etna (Sicilia)
Graci. 100% nerello mascalese. 14% vol.
Precio: 21,50 euros.
Una propuesta impecable para adentrarse en el estilo de los tintos del Etna. Aquí también mandan los suelos volcánicos, pero la altitud es mayor: entre 600 y 700 metros en la vertiente norte del volcán. La elaboración busca resaltar la pureza del paisaje con crianza de 18 meses en cemento. Quizá lo más destacable del vino es su equilibrio y buena textura en boca junto con la expresividad aromática: frutillos en licor con notas herbales y un punto salvaje, sin esconder una cierta calidez que, a fin de cuentas, es fiel al espíritu mediterráneo.
Son Agulló (España)
2018. Tinto. Binissalem (Mallorca). Can Verdura. 100% manto negro. 13% vol. Precio: 35 euros.
Este tinto es mi favorito en la gama de esta joven bodega fundada en 2012, pero que se asienta en una tradición vitícola de varias generaciones de la familia Llabrés. Se elabora a partir de una parcela de 60 años situada en la zona del Pla de Buc de Santa María sobre suelos de arcillas rojas (call vermell). La producción es muy reducida, pero su carácter evocador y la energía que desprende resultan fascinantes. Toques silvestres (tomillo, monte bajo), recuerdos cítricos de mandarina, con taninos levemente terrosos que aportan personalidad.
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