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Las lecciones de Kenia para vacunar a todo África contra la malaria


Margret Ayuma tiene un año y medio, lleva un vestido azul y pasa del letargo en brazos de su madre a corretear, descalza y a trompicones, por el exterior de su casa en Musitinyi, una localidad rural de casi 7.200 habitantes al oeste de Kenia, cerca del lago Victoria. Ella es una de las bebés que han sido inmunizadas contra la malaria desde que en septiembre de 2019 se introdujo la vacuna RTS,S o Mosquirix, que es su nombre comercial, en esta zona del país africano donde la enfermedad es endémica.

La niña ha recibido tres de los cuatro pinchazos para completar la pauta, que tiene una eficacia parcial: alrededor del 36% en niños a partir de los cinco meses de vida. Julia Kulema, de 40 años, conoce en sus propias carnes los estragos del paludismo. “Te duele mucho todo el cuerpo”, describe. Ella y sus tres hijos mayores han pasado la enfermedad varias veces. Por eso, muestra la cartilla que prueba lo disciplinada que ha sido con las vacunas de su pequeña. “No quiero que pase por lo mismo”.

Para la cuarta dosis todavía faltan unos meses, pues se inocula a los 24. La madre tendrá que permanecer hasta entonces en el pueblo, donde se ubica el dispensario en el que inmunizan a Margret. De marcharse a la ciudad de Mumbasa, para visitar al marido una temporada, es muy probable que su hija no reciba ese último pinchazo. Esto es lo que sucede en muchos casos.

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Los libros de registro de pacientes y vacunas de la clínica de Musitinyi revelan que, en dos años, solo 33 bebés han finalizado la pauta. “La gente se mueve mucho y únicamente tenemos la vacuna aquí. Es un reto con la tercera y la cuarta dosis”, explica Sabina Nyaleso, enfermera en el dispensario. Un cartel en su consulta recuerda al personal que los pinchazos son a los seis, siete, nueve y 24 meses. Unos períodos de tiempo en los que la movilidad, el olvido, la lejanía de los centros sanitarios, la creencia de que con una o dos dosis basta, la pérdida de la cartilla en un país en el que los datos se anotan a bolígrafo en cuadernos, dificultan el proceso.

Son los problemas que ya han aparecido a pequeña escala. “Son cuatro dosis por cuestiones de eficacia. Y cuantas más son, mayor es el desafío en términos de logística y costes. Pero es posible, incluso integrar la inoculación con otras intervenciones”, afirma Marta Tufet, responsable de políticas de la Alianza Global para las Vacunas (GAVI).

“Es importante que te quedes y reciba la cuarta dosis. Los menores de cinco años tienen un sistema inmune más débil y están en riesgo si contraen la malaria”, le explica Caroline Ong’ayo Olustili, la agente de salud comunitaria de la clínica de Musitinyi, a Kulema. Juega con la pequeña Margret, la coge, conversa con la madre… Desde hace una década, la voluntaria hace seguimiento de esta familia: les visita, les hace test si presentan síntomas de la enfermedad, les suministra los medicamentos si dan positivo o les refiere al doctor si están graves o no tiene el tratamiento.

Con apoyo de la ONG médica Amref y con financiación del Fondo Mundial para el VIH, la Tuberculosis y la Malaria –que ha facilitado la logística para este reportaje–, también les entrega mosquiteras tratadas con insecticida cuando hay disponibles y les orienta para evitar la picadura del mosquito transmisor del parásito que provoca paludismo.

Solo en 2020, la malaria mató a más de 274.000 niños en África

Con plena confianza en Ong’ayo y sus consejos, Kulema asegura que duermen bajo la nueva red que les entregó hace un par de meses, ahora que la voluntaria ha podido retomar su actividad, interrumpida por la pandemia, y que el país ha recibido suministros. También cierra puertas y ventanas antes del atardecer y mantiene limpio de maleza el terreno alrededor de su vivienda. Y no dudó cuando Ong’ayo le habló de la posibilidad de inmunizar a su pequeña. Todo lo posible para evitar la malaria, que solo en 2020 mató a más de 274.000 niños en este continente, que es donde se produce el 96% de los decesos de todo el mundo. “Estoy agradecida de haber accedido a la vacuna”, dice tímida la madre, conocedora de que su niña ha sido de las primeras del planeta en recibirla.

La Organización Mundial de la Salud recomendó el pasado octubre la administración de Mosquirix a gran escala en niños africanos y la Alianza Global para las Vacunaciones (GAVI) anunció una inversión de casi 138 millones de euros para implementarla en seis países del continente entre 2022 y 2025. Las pruebas piloto que se han desarrollado desde 2019 en áreas endémicas de tres países ―Kenia, Ghana y Malawi― servirán de experiencia para elaborar una guía técnica, evitar errores y lograr el mejor resultado: reducir los casos y defunciones que, tras una década de descenso, han vuelto a repuntar (69.000 muertes adicionales en 2020) por el impacto de la crisis de la covid-19 en otros programas de salud, como la prevención y tratamiento del paludismo.

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El caso de Margret Ayuma y los datos de vacunación e incidencia en su comunidad ejemplifican casi todos los retos a los que se enfrentará la campaña masiva de vacunación contra la malaria en África. El abandono de la pauta es uno de ellos. No solo supone que el menor no gozará de la máxima inmunidad posible, sino que el coste de las primeras dosis no se materializará en el mayor rendimiento. Pero este no es el único escollo. Antes de generalizar la vacuna, la población tiene que confiar en la seguridad y el beneficio de la misma. Las agentes de salud comunitaria, voluntarias ―casi siempre son mujeres― que reciben un pequeño estipendio de las ONG o los Gobiernos por hacer seguimiento de la salud de los vecinos en zonas rurales, son fundamentales en este capítulo.

Estas figuras son comunes en África subsahariana, donde gran parte de la población vive lejos de los centros de atención primaria. Las voluntarias son formadas en determinadas dolencias, salud sexual y reproductiva o nutrición, para hacer la labor de campo. Y a ellas les corresponderá, como hizo Ong’ayo, explicar a las familias con niños pequeños por qué la malaria les pone en mayor peligro, cómo puede contribuir la inmunización a evitar la infección y, muy importante, que mantengan hábitos como dormir bajo mosquiteras, cerrar las casas antes del atardecer y desbrozar sus terrenos. El abandono de estas prácticas, por una sensación de falsa seguridad por la vacuna, así como falta de promoción e inversión en ellas, es otro de los riesgos. “La combinación incrementa la efectividad. No se trata de sustituir una intervención por otra, sino añadirlas”, subraya Tufet.

“Todos esos desafíos se abordarán en la guía técnica, con las lecciones que hemos extraído de los pilotos y lo que nos han ido contando los responsables en reuniones periódicas. A partir de ahí, cada uno de los países tendrá que hacer sus propios planes nacionales”, explica la responsable de GAVI. “Se trata de asegurar que todo lo necesario está en marcha para ser eficaces”. Y lo tienen que hacer teniendo en cuenta la dificultad adicional que representa la pandemia de coronavirus, que irrumpió cuando las vacunaciones de prueba ya habían comenzado. Un obstáculo más.

“Tuvimos que hacer trabajo de sensibilización antes de la campaña. Organizamos charlas informativas multitudinarias. Pero durante la covid, enfrentamos problemas. Así que el pasado 1 de noviembre comenzamos con inmunización en exteriores para llegar a la población que no nos viene a las clínicas. Tanto para la malaria como para el resto de vacunas. Es algo que hacemos cuando tenemos fondos, una vez al mes. Pero con la pandemia se paró porque no podríamos ir, ni tampoco la gente venía. Ahora planeamos hacerlo en 100 días, saldremos diez veces un día cada 10 días”, relata la enfermera Sabina Nyaleso.

Tufet, bióloga británica y española con especialidad en malaria, es optimista. “En los tres países piloto se han distribuido más de dos millones de dosis. Lo que significa cientos de miles de niños inmunizados”, dice. Según datos de la OMS, que coordina el programa, 2,3 millones de pinchazos fueron administrados a 830.000 niños hasta diciembre de 2021. “Los pilotos continuarán hasta 2023 para comprender el valor agregado de la cuarta dosis de vacuna y medir el impacto a más largo plazo en las muertes infantiles”, anuncia el organismo.

En los tres países piloto ―Kenia, Ghana y Malawi― se han administrado 2,3 millones de dosis de Mosquirix a 830.000 niños hasta diciembre de 2021

Los problemas se han ido solventando con la experiencia de dos décadas desplegando campañas de vacunación en el Sur Global de GAVI, el apoyo de Unicef, el Fondo Mundial, Unitaid y la farmacéutica GSK, que ha donado 10 millones de dosis para las pruebas. “Ahora, ya tenemos evidencia de que la implementación es factible y que la tasa de abandono es aceptable. Los datos sobre la efectividad todavía tardarán un par de años más en llegar”, expone Tufet. .

La información disponible hasta ahora es esperanzadora. “Los casos de malaria en menores de cinco años se han reducido. Y las complicaciones relacionadas con la enfermedad, como la anemia, también han descendido”, anota Nyaleso. “Desde 2019, tenemos un 6% menos de malaria entre ese grupo de edad en esta región”, especifica Henry Mukuna, representante para cuestiones de salud del sub-condado de Luanda, donde se ubica Musitinyi. “Queremos prevenir la incidencia por vacunación y que se sume a la línea de inmunización de los menores. Esta es una zona endémica y es una prevención más. Está funcionando. Vemos signos de mejora”, asevera.

Los cuadernos de la clínica aportan números: en junio de 2019, antes de que comenzase el proyecto, esta zona registró 146 casos en menores de cinco años. Un año después, cuando todavía ninguno de los pequeños podía haber acabado la pauta y con menos intervenciones de prevención (y testeo) por la pandemia, hay anotados 73 casos confirmados. En junio de 2021, con información menos alterada por el efecto de la covid-19, se confirmaron 86 positivos en este dispensario.

En Kenia, un 70% de la población está en riesgo de padecer malaria

Otra de las observaciones extraídas de los programas pilotos es que la introducción de la vacuna no ha supuesto la relajación en la implementación de otras herramientas preventivas, de control y tratamiento de la enfermedad, en palabras de Tufet. De hecho, la inmunización ha llegado a población a la que ninguna otra intervención había llegado antes.

“Actualmente, con las intervenciones existentes para prevenir la malaria, se llega a un 70% de los menores de cinco años. Lo que significa que un 30% no recibe ni una sola herramienta contra esta enfermedad. Con la vacuna, ese porcentaje se incrementa al 90%, es decir, estamos llegando a niños a los que nunca antes se les había alcanzado con ningún programa”, asegura la directora de políticas de GAVI.

Enfermedad, pobreza y viceversa

En Kenia, donde un 70% de la población está en riesgo de padecer malaria, ganarle la batalla a esta enfermedad es cuestión prioritaria. Y la vacuna es un arma más, pero hay que seguir reforzando las demás. Así lo contempla su plan estratégico contra esta dolencia 2019-2023, que propone distribuir mosquiteras tratadas con insecticida al 51% de la población que no dispone de una, así como expandir el acceso a tratamiento intermitente preventivo durante el embarazo. Aunque se incrementó en zonas endémicas, del 35% en 2015 al 49% en 2020 en el área del Lago, y del 43% al 46% en el mismo período en la costa, el país quiere llegar al 80% de las gestantes. El objetivo final, según señala el documento: “Reducir la incidencia y mortalidad un 75% para 2023 respecto de los niveles de 2016″.

El desarrollo de las nuevas generaciones de Kenia sin el lastre de la enfermedad está en juego. El círculo de la pobreza que empeora la salud, y viceversa, es lo que padece cada día la familia de Humphrey Joseck Etosabo, de 52 años. El menor de sus hijos, de ocho, falta a menudo a sus clases en el colegio, bien porque está doliente por malaria o porque el padre no ha podido pagar las tasas escolares ese mes por falta de ingresos de sus “pequeños trabajos”. La última vez que el chico cayó enfermo, en noviembre, se recuperó en tres días gracias a que tuvo acceso al tratamiento y pudo regresar a la escuela rápido. “Me siento mal porque no quiero que estén enfermos, por eso siempre dormimos bajo la mosquitera, pero nunca se sabe”, comenta el padre. “Tiene dolores de cabeza, de espalda y fiebre”, enumera.

“Es difícil cuidar de todo porque tengo poco. A veces compro porque lo que nos da la tierra es insuficiente. En ocasiones, nos falta para alimentarnos. Por eso, la prioridad cuando tengo algo, es darles de comer. La escuela, después. Comer bien ayuda a tener buena salud”, razona Joseck. La familia de siete miembros, cinco hijos y los progenitores, sobrevive de la agricultura de subsistencia. Pese a las dificultades, las dos chicas mayores han completado la secundaria y la segunda planea estudiar contabilidad. “Pero ahora está cuidando de su abuela”, aclara el padre. “Me siento orgulloso, son mis hijas. Lo que hagan me parecerá bien. Si van a la ciudad o si se quedan aquí. Si se marchan, iré a visitarlas. Para el pequeño quiero conseguir dinero para que le hagan un chequeo médico completo”, termina la conversación en su vivienda de adobe.

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