Este año, la Convención de Ginebra de 1951 cumple 70 años. Nacida en la convulsa Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial, rápidamente se vio necesaria como instrumento global (de allí el Protocolo de Nueva York de 1967) para atender a las personas que se veían forzadas a abandonar sus hogares, huyendo de la violencia, la persecución o la vulneración de los derechos humanos. En estas décadas, esta Convención, tan denostada por algunos, ha permitido salvar miles de vidas y ofrecer opciones de futuro a muchas personas.
Hoy, mientras quienes encabezan el ACNUR, la agencia de Naciones Unidas responsable de la correcta aplicación de la convención y de la atención de las personas forzadas a desplazarse, recorren el mundo para conmemorar este hito histórico en el derecho humanitario, el derecho de asilo vive sus horas más bajas. No solo porque hemos sido incapaces de construir un mundo en el que nadie se vea forzado a abandonar su hogar, sino porque estamos laminando progresivamente el derecho de asilo que se articula como la única respuesta para atender a las personas que se ven obligadas a huir.
Este deterioro progresivo del derecho de asilo va acompañado, y esto es una triste novedad de las últimas décadas, de la deconstrucción de la figura de la persona que necesita protección internacional. De la solidaridad y apoyo que despertaba de manera general la existencia de personas refugiadas, en los últimos años las mismas se han ido construyendo como una amenaza para la seguridad de las fronteras, muy especialmente en el marco de la Unión Europea. Olvidándose del derecho de asilo y de la responsabilidad de examinar las solicitudes de asilo, los Estados miembros de la Unión Europea han construido un imaginario en el que las personas refugiadas se han convertido en amenaza, y buscan blindar sus fronteras ante la misma.
Esta securitización de la figura de la persona refugiada significa dos cosas principales. Por un lado, que los países de la Unión Europea militarizan sus fronteras para evitar que lleguen solicitantes de asilo a las mismas, lo que vulnera el derecho de asilo y los derechos fundamentales de estas personas. Por el otro, que las personas refugiadas se hayan convertido en peones de las nuevas guerras híbridas, y por lo tanto sean utilizadas como un nuevo elemento geoestratégico para desestabilizar al ‘enemigo’.
Esta configuración de las personas refugiadas como armas (weaponization) es lo que estamos viendo en las fronteras europeas con Bielorrusia. Cuando uno ha construido una amenaza, no debería sorprenderle que quien quiera desequilibrarlo utilice cualquier recurso disponible para ello. El comportamiento del gobierno de Minsk es deplorable, y las imágenes que nos llegan de lo que sucede en la frontera con Polonia son lamentables. Pero ni son nuevas ni no son distintas a otras que ya hemos ido normalizando en los últimos años en otras partes del mundo (y en otras fronteras europeas). Para comprenderlas bien, es necesario asumir que los estados de la Unión Europea, y especialmente los del denominado grupo de Visegrado, llevan tiempo construyendo un ‘enemigo’ que al final ha llegado a sus puertas. Paradójicamente, las personas en situación de mayor vulnerabilidad se convierten, así, en una amenaza para quienes han construido un discurso que las percibe como tales.
Esta espiral securitaria tiene graves derivadas. Por un lado, porque desconfigura el sistema de protección internacional que debe darse a las personas que huyen de manera forzada, y vulnera sus derechos más básicos. Y porque fortalece una narrativa que confunde víctimas y verdugos. Por el otro, porque pone en jaque la propia capacidad (y calidad) de respuesta de la Unión Europea en su conjunto. Optar por la construcción de más muros y vallas, que es lo que piden en estos momentos los países de la frontera este y a los que la Comisión ha respondido, de momento, con un no rotundo, no solucionaría nada, ni tan siquiera en el corto plazo. Pero ahondaría en la deriva iliberal por la que abogan algunos, que supone un ataque directo a la línea de flotación del proyecto europeo.
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Gemma Pinyol-Jiménez, directora de políticas migratorias en Instrategies y colaboradora de Agenda Pública
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