La imagen de los dos ancianos líderes supremos que han dirigido el destino de Irán en los últimos 44 años observa omnipresente desde vallas publicitarias, pósteres y carteles las vidas de los habitantes de Teherán. Solo otros rostros están más presentes que los del difunto ayatolá Jomeini y su sucesor, Alí Jamenei, en los murales de la capital iraní. Esas caras son las de los mártires en la guerra entre Irán e Irak (1980-1988). En esos dibujos ubicuos en esta ciudad gris no hay apenas sitio para las mujeres. Cuando aparecen, están en segundo plano, y, sin excepción, con velo.
Esa es la imagen con la que muchas iraníes están rompiendo al caminar por la calle con el pelo al descubierto, un gesto que se ha convertido en el acto de desobediencia más visible en Irán, cuando la represión ha logrado sofocar en gran parte las manifestaciones desencadenadas por la muerte de la joven Mahsa Amini el pasado septiembre después de su detención por llevar mal colocado el velo. No llevarlo es en Irán un delito que puede ser penado con la cárcel.
El mensaje de esa iconografía sin mujeres, que rinde culto a dos ancianos y al martirio de los caídos en una guerra, contrasta con unas protestas cuyo lema ha sido: “Mujer, vida y libertad”, tres palabras coreadas sobre todo por iraníes jóvenes, un grito ahora apenas audible en esta megaurbe de 16 millones de habitantes. Sin embargo, ese clamor aún resuena en otras zonas de Irán, como el Kurdistán (noroeste) y Sistán y Baluchistán (sudeste), dos regiones donde la discriminación étnica se suma a la lista de agravios de unos manifestantes que pedían “pan y libertad”, en expresión del politólogo iraní exiliado en Estados Unidos Alí Alfoneh.
Desde enero, la frecuencia y el número de las protestas ha disminuido notablemente, asegura la web de seguimiento de la crisis en Irán Critical Threats, del centro de estudios conservador estadounidense American Enterprise Institute. Un dato parece confirmar esa tendencia: la ralentización de las cifras de muertos por la represión. A medida que el número de manifestaciones se contaba, ya no por decenas, sino por unidades, ese recuento aumentaba más lentamente, hasta hacerlo a cuentagotas. Ahora está en torno a los 500 fallecidos, según la organización iraní en el exilio Iran Human Rights, que cifra también en cerca de 20.000 los detenidos.
El pasado 3 de febrero, el ayatolá Jamenei prometió amnistiar a quienes no tengan delitos de sangre con la condición de que muestren “arrepentimiento”. Otros cuatro jóvenes, todos en la veintena, han sido ejecutados en la horca en Irán entre diciembre y enero tras participar en las protestas y ser declarados culpables de asesinar a miembros de las fuerzas de seguridad en juicios que Amnistía Internacional definió como “una farsa”.
La sombra de esos jóvenes, algunos colgados en público de grúas, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, podría tener mucho que ver con la disminución del número de protestas. Así lo cree Feresteh, el nombre falso de una iraní en la veintena que este miércoles caminaba con su melena rizada al viento por la céntrica avenida de Vali Asr de Teherán, que une los barrios ricos del norte con las barriadas deprimidas del sur de la ciudad. “La gente ya no se manifiesta porque tiene miedo”, musita esta joven en el callejón en el que ha entrado para hablar con este diario.
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SuscríbeteUn grupo de jóvenes camina por Teherán.Jaime León (EFE)
En Irán, hablar con un periodista extranjero sin autorización puede conducir a prisiones como la de Evin, esa cárcel de Teherán a la que, no sin humor negro, muchos iraníes comparan ahora con una universidad por la cantidad de estudiantes que han sido recluidos en ella estas semanas. Feresteh hace gala de un valor insólito, pero se le saltan las lágrimas cuando habla de quienes “han perdido sus vidas, en la calle o en la horca, solo por pedir democracia y libertad”.
El trágico destino de Mahsa Amini resuena en la historia de esta chica. La joven asegura que no se pone el velo porque es el símbolo de “una religión que no quiere” y de un “régimen que no es bueno” y a quien culpa de haber sido detenida tres veces por la policía de la moralidad. Igual que Amini. Las furgonetas blancas con una franja verde, usadas por ese cuerpo de seguridad, de las que tantas iraníes como Feresteh guardan un recuerdo infausto, están estos días ausentes de las calles de Teherán, en vísperas del 11 de febrero, cuando se celebra el 44 aniversario de la instauración de la República Islámica, tras la revolución que derrocó al último sha del país, Mohamed Reza Pahlevi.
“Mahsa era una chica como yo. Estaba de visita en Teherán y seguramente tenía miedo, miedo de que la detuvieran. Como tuve yo. Para mí es un símbolo”, afirma Feresteh.
El gesto de quitarse el velo como desafío a unas leyes que muchas iraníes consideran injustas no es el único que apunta a que el desapego hacia el régimen que demostraron las protestas sigue vivo. Numerosos vídeos en las redes sociales reflejaron la semana pasada cómo en barrios de Teherán como Ekbatán, en el oeste de la ciudad, muchos vecinos gritan consignas contra el régimen desde sus balcones amparados en la oscuridad de la noche.
Raffaele Mauriello, iranólogo y profesor de la universidad Allameh Tabataba’i, la más importante de Humanidades del país, cree que la “campaña de desobediencia civil” que ha seguido a las protestas “puede compararse a la del movimiento de derechos civiles en Estados Unidos”, cuyo inicio fue también un acto de desafío a una ley injusta por parte de una mujer: Rosa Parks, la activista negra que se negó a ceder su asiento a un blanco en un autobús en 1955. Como ella, subraya el profesor, las iraníes sin hiyab demuestran “una oposición pacífica mucho más inteligente que manifestarse en la calle”.
Restricciones
No muy lejos de donde Feresteh osa desafiar al régimen sin pañuelo, en uno de esos actos de resistencia a los que se refiere el experto, se alza el hospital Kasra, el centro donde murió Mahsa Amini tras pasar tres días en coma después de ser detenida. En ese hospital privado, los periodistas extranjeros no pueden entrar sin permiso. En las universidades, otro de los centros neurálgicos de las protestas, tampoco, advierten la traductora y el conductor de la agencia designada por las autoridades para acompañar a este diario. Los enviados especiales de los medios de comunicación extranjeros tienen que contratar obligatoriamente este servicio, del que es difícil zafarse.
En Irán hay miedo. Maryam, nombre falso para una iraní de 17 años, lo resume así: “Si hablas contra el régimen, te encuentran, no sé cómo, pero te encuentran”. Esta chica y sus cuatro amigas tampoco llevan pañuelo. Antes de salir corriendo hacia la parada de metro cercano al Gran Bazar de Teherán, insisten: “No se trata de llevar pañuelo o de no llevarlo. Lo que queremos cambiar son esas reglas que nos oprimen y que nos dejan en inferioridad de condiciones. Ni siquiera estamos pidiendo que cambie el Gobierno, lo que queremos es que cambien las reglas”.
En Irán, las mujeres heredan la mitad que los hombres, solo pueden pedir el divorcio en unos pocos casos y pierden de forma automática la custodia de los hijos cuando cumplen siete años; su testimonio vale la mitad que el de un varón y determinados cargos, como el de jueza o el de presidenta, les están vedados. Según Naciones Unidas, el 60% de los estudiantes universitarios en Irán son mujeres, pero ellas representan menos del 20% de la fuerza laboral. Un estudio de 2021 de Human Rights Watch determinó que esa escasa presencia en el mercado de trabajo no es ajena a la subordinación de las iraníes a sus maridos o sus padres, que pueden prohibirles trabajar y viajar al extranjero, lo que disuade a muchas empresas de contratarlas. En 2015, Nilufar Ardalan, capitana del equipo femenino de fútbol, no pudo competir en un torneo en Malasia porque su cónyuge se lo prohibió.
Como muchas otras iraníes, la joven Feresteh se quitó definitivamente el pañuelo cuando empezaron las manifestaciones. Cuando se le pregunta si volverá a ponérselo algún día, más que contestar, mastica en inglés las cinco letras de una palabra: “¡Never!” (¡nunca!).
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