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Las recompensas aleatorias de los videojuegos provocan un efecto similar al uso de tragaperras

“No robéis dinero a vuestros padres, no gastéis dinero que no tenéis”, advierte el streamer Ibai al comienzo de un directo de hace dos meses. “Calma con los sobres”. En la pantalla hay cinco sobres de la categoría oro para FIFA Ultimate Team. Estos objetos, que pueden comprarse por unos 99 céntimos contienen selecciones aleatorias de jugadores de fútbol: pueden salir grandes goleadores o deportistas con estadísticas más modestas. Y de ello dependerá su rendimiento en el juego.

El vídeo de Ibai abriendo sobres de jugadores tiene más de un millón y medio de visualizaciones en YouTube y es una muestra del interés que despiertan estos cofres de contenidos aleatorios conocidos en inglés como loot boxes (cajas de botines). “Llega cierto punto en que por más que quieras seguir avanzando, no puedes. Esto crea una disparidad porque la última forma de conseguirlo es abrir sobres”, explica Francisco Javier Sanmartín, investigador de la Universidad de Córdoba. El estudio que acaba de publicar Sanmartín junto con Juan Antonio Moriana y otros investigadores de la misma institución sitúa el formato de estas recompensas y, en concreto, las emociones que provocan en quienes las consumen en un terreno próximo al de los juegos de azar.

“Las loot boxes tienen una mecánica velada que funciona como algo parecido a las máquinas tragaperras”, precisa Moriana. “Crees que echando un euro puedes conseguir 50 o 100, pero siempre gana la máquina”. Cuando las expectativas se separan de la realidad, empiezan los problemas: el 45,5% de los encuestados refirieron culpabilidad tras la compra. Un 50% admitieron haber sentido malestar y el 17% experimentó perdidas de control que conducían a nuevas transacciones.

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En FIFA, las recompensas son jugadores de distintas categorías; en otros juegos pueden ser armas o nuevas opciones para personalizar personajes. Cuanto mayor es la rareza del objeto, mayor es su valor dentro del juego. Los precios, con frecuencia inferiores a un euro cuando se trata de los cofres básicos, limitan su potencial coste económico, pero no el impacto que tienen sobre los hábitos de su audiencia. “Es la antesala para que desde muy pequeños se acostumbren a una mecánica de juego con una estructura muy similar a la de los juegos de azar”, advierte Moriana. No en vano, el grupo de edad con más usuarios de videojuegos es el que está comprendido entre los 6 y los 24 años.

Mientras que los investigadores admiten que, pese a los indicios, el fenómeno no está todavía suficientemente investigado como para conocer el verdadero alcance de sus efectos, el mercado de las loot boxes constituye una fracción cada vez mayor de los ingresos de esta industria. De acuerdo con un informe de Juniper Research, los beneficios derivados de la venta de estos botines aleatorios alcanzarán en 2025 los 20.000 millones de euros. Una gran cifra que se amasa a base de pequeñas cantidades: de acuerdo con el trabajo de Sanmartín, el gasto medio de los jugadores se sitúa en 18 euros mensuales y se eleva a 43,90 euros cuando las plataformas anuncian nuevos contenidos.

Cofres transparentes

¿Cómo se puede equilibrar el tablero? Algunos títulos, entre los que destaca Fortnite, han optado por eliminar el factor aleatorio en estas transacciones: se mantiene el formato de los micropagos dentro del juego, pero quien opta por comprar, sabe lo que está adquiriendo. Las autoridades de distintos países abogan por un esfuerzo de transparencia que al menos indique al usuario la probabilidad que tiene de obtener objetos valiosos en función del tipo de cofre que adquiera. “Se trata de que los jugadores sepan que eso que están haciendo como una conducta inocente es en realidad un juego de probabilidades que están muy por debajo de lo que ellos creen”, continúa Moriana.

En sistemas de clasificación como PEGI, que identifica los contenidos de los juegos y las edades para las que son aptos en función de aspectos como la violencia, el lenguaje e incluso las simulaciones de juegos de azar de casinos y salas de juego, hay una etiqueta específica para señalar a los títulos que incluyen compras. Si el videojuego en cuestión incluye loot boxes, se añade una nota entre paréntesis: “Incluye artículos aleatorios”. Para Sanmartín no es suficiente: “Como no hay nada regulado, no saben muy bien qué hacer. Además, se pone en un espacio muy pequeño en la parte de atrás, en la esquina inferior, que apenas se ve”.

A esto se suma la promoción directa o indirecta de estos cofres a través de canales como Youtube o Twitch, donde los videos dedicados a la apertura de loot boxes son un género en sí mismo. “Todo ello incita y normaliza estos comportamientos en los niños, porque ven a los youtubers como personas de bastante importancia”, añade Sanmartín. Para Moriana, este tipo de influencia es además diferente del que ejercen otros creadores de contenido. “Si veo a una influencer con un bolso y me lo compro porque me gusta es una cosa distinta. En este caso se está introduciendo una conducta de compra y juego. Se instaura un modelo de comportamiento. La expectativa de ‘a ver qué me toca’ engancha”.

Los investigadores se muestran, sin embargo, prudentes en cuanto al nivel de alarma que deben despertar ahora mismo estas loot boxes. No porque no sean preocupantes, sino porque sencillamente no se han investigado lo suficiente como para conocer el verdadero alcance de sus efectos y determinar si realmente se puede hablar de adicción en estos entornos. Sanmartín y Moriana subrayan la necesidad de investigar el caso de los usuarios más jóvenes que ya han normalizado este tipo de compras. “No sabemos qué va a pasar cuando estos chicos sean mayores”.

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