Las habitaciones del hospital de Vuhledar están llenas de cascotes. Las camas, algunas perfectamente hechas, con sus colchas rosadas, y otras deshechas, como cuando alguien se levanta con mucha prisa, permanecen cubiertas de cristales, yesos y polvo. “¿Ves?”, dice Nadia, sanitaria de 38 años, “esto es lo que pasa en la guerra, que al final las personas no importan”. El jueves, no mucho después de que el presidente ruso, Vladímir Putin, anunciase una “operación militar en el Donbás”, un ataque de artillería impactó contra la carretera de entrada a este centro sanitario de la región de Donetsk, a unos 60 kilómetros de la zona controlada por los separatistas prorrusos y por el Kremlin. Los proyectiles alcanzaron a una profesora de 50 años, que caminaba hacia el hospital, y a dos coches. Sus cuatro ocupantes han muerto, según el jefe de la administración regional, Pavel Kirilenko. La fachada del hospital, que da servicio a una zona ya muy dañada por la guerra de casi ocho años entre el ejército ucranio y los secesionistas, está ahora llena de cicatrices.
Dieciséis de los alrededor de 100 pacientes resultaron heridos por las esquirlas de los vidrios de las ventanas y por trozos de pared. El centro, explica la médico Natalia Nikolaevna, tuvo que ser evacuado. “No tiene agua y acabamos de recuperar el suministro eléctrico”, dice. Ahora, el edificio de pasillos amarillentos y suelos de mármol se ha convertido en un refugio improvisado para escapar de los ataques que arrecian en la zona durante la noche. La línea del frente está cerca. Yulia, una enfermera de 28 años —que como la mayoría de gente desde que empezó la crisis prefiere no decir su apellido—, no sabe qué pensar. “Todavía estoy en shock, pero, la verdad, lo que tenga que ser será”, dice, sobre el avance de las tropas enviadas por Putin y que están avanzando casi sin tregua en puntos estratégicos del país.
Lo que Putin anunció como una operación en el Donbás se ha convertido en realidad en un ataque a gran escala, veloz y extremadamente agresivo en todo el país. Pero en las regiones de Donetsk y Lugansk, aún controladas por el Gobierno, aunque ha habido ataques y bajas, la situación no es tan crítica por ahora como en la capital, Kiev, o en la zona de la frontera con Bielorrusia. Los servicios de espionaje ucranios y estadounidenses creen que las fuerzas rusas están tratando de hacer una tenaza a la zona y envolverla para, después, anexionar por completo la región reclamada por los secesionistas. Pero Pavel, maestro jubilado de 67 años, cree que Putin ya no se conformará solo con el Donbás. “No parará”, dice, sentado en uno de los bancos de madera de lo que hasta el jueves era la antesala de la recepción del hospital de Vuhledar. “Quién sabe qué va a pasar mañana. Un día te levantas, vienes al hospital y al siguiente te ha caído una granada”, dice.
El viernes, otro proyectil impactó contra un antiguo centro de rehabilitación que ahora utilizaba el ejército y lo incendió. Un pegajoso olor a quemado lo impregna todo. Como la sensación de espera que envuelve gran parte de la región de Donetsk controlada por el Gobierno. En Vuhledar, las calles están casi vacías y quien camina lo hace apresuradamente. Lo que era importante ya no lo es tanto, dice Lena, de 50 años. Huyó de la ciudad de Donetsk en 2014, cuando pasó a manos de los separatistas prorrusos alzados por el Kremlin, y se instaló en Vuhledar con su madre y su marido, un antiguo minero con una lesión laboral. Dice que esta vez, si la ciudad pasa a control ruso, no se marchará. Está cansada. “Llega un momento en que pienso que qué más da, si todos son iguales”, apunta encogiéndose de hombros.
En las carreteras de Donetsk casi no se ven coches con destino este, hacia Rusia, hacia el territorio controlado por los secesionistas. Cientos de ciudadanos están saliendo en masa de ciudades como Kostantinivka, que en la época soviética se desarrolló como un centro de producción de vidrio, hierro, zinc y acero.
Alexéi también ha metido lo que ha podido en el coche y ha dejado su casa. Lleva en el vehículo a su vecina y sus tres hijos, apretados en el asiento de atrás. En 2014, Kostantinivka estuvo unos meses bajo control de los separatistas y Alexéi dice que no quiere volver a vivirlo. “No me fui el jueves, cuando empezaron los ataques fuertes, porque estaba en shock, pero hora está claro que es real. Quien se queda es porque es un insensato y le da igual o porque está con ellos”, dice.
El río de coches en la precaria carretera que sale de Kostantinivka a Dnipro es interminable. “La cosa está tranquila, todavía”, dice un conductor bajando la ventanilla. “Por ahora, la ciudad es nuestra, pero quién sabe”.
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