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“Las torres de oficinas deben ser vestigios de tiempos que van a desaparecer”


El francocolombiano Carlos Moreno es tecnólogo de formación, pero se ha hecho con un nombre internacional acuñando y desarrollando una idea, la de la ciudad de los 15 minutos: barrios densos y diversos en los que los edificios tienen distintos usos y la demanda de movilidad es reducida porque todos los servicios básicos están como máximo a un cuarto de hora de casa. Desde hace más de cuatro años ejerce como consejero especial para Urbanismo de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, además de ser director científico de la cátedra Emprendimiento, Territorio e Innovación de la Universidad de la Sorbona. Desde allí defiende un cambio de modelo urbano radical que va mucho más allá de la restricción al coche privado.

Hidalgo revalidó en julio la alcaldía con un programa ambicioso para restringir el uso del vehículo privado. ¿Cómo combinan esas políticas con el crecimiento de otras alternativas de transporte?

París ha hecho enormes inversiones en transporte público, la red es bastante densa. Y, aunque todavía no somos Ámsterdam, ya contamos con 1.000 kilómetros de carril bici, a los que hay que sumar 70 km de corona pistas [carriles para bicicletas creados por la pandemia]. Pero la cuestión es más compleja, no se trata de abrir o cerrar vías. La pregunta clave es en qué ciudad queremos vivir, y cómo podemos disminuir los trayectos obligatorios. Para lograrlo, las ciudades deberían tener un modelo policéntrico, no pendular. Llevamos décadas con un modelo en el que la gente está obligada a vivir a una hora del trabajo, y la respuesta de los poderes públicos era llevarles el metro. Eso no da más de sí, hay que descentralizar los puntos de trabajo. Las grandes torres de oficinas deben ser vestigios de tiempos que van a desaparecer. Los tiempos del transporte deterioran considerablemente la calidad de vida y se están convirtiendo en una amenaza para la salud urbana.

¿Cuándo se torció ese modelo de crecimiento?

Cuando el mundo se fue volviendo cada vez más urbano, y el modelo de las ciudades no cambió. Ese modelo, en el que te tienes que levantar a las seis para ir a trabajar y nunca tienes tiempo para nada, lleva una contradicción sistémica en su interior. El cambio climático la puso sobre la mesa, y ahora la pandemia la ha amplificado. No es una crisis nueva, es una crisis amplificada.

Defiende una ciudad en la que se viva en un radio de 15 minutos, es decir, con muy poca movilidad. Pero hay quien dice que así no crece la economía, como muestra el confinamiento.

La creación de riqueza no está ligada a la movilidad, sino a la oferta de servicios y a cómo se accede a ellos. Lo que han puesto en tela de juicio los confinamientos es nuestra forma de producir y consumir. Tenemos un modelo de ciudad insostenible, no podemos seguir viviendo como si no hubiese cambio climático. La pandemia ha puesto una lupa enorme en esta situación.

Pero las restricciones de movilidad por el virus suponen un problema para las economías que más dependen del turismo, como la española.

Los cruceros en Venecia, los autobuses de dos pisos por Las Ramblas de Barcelona… El turismo que tenemos tampoco es sostenible.

Y en todo este desorden, ¿qué papel juega la tecnología?

Como decía el filósofo Bernard Stiegler, la tecnología es un pharmakon, en el sentido griego: puede ser a la vez el remedio y el veneno. Hay que pensar en la tecnología siempre desde la óptica del bien común. Y la gobernanza la deben ejercer los ayuntamientos, si hablamos de ciudades.

No es un enfoque muy liberal.

Es que algo tan importante como la tecnología en las ciudades no puede dejarse en manos del mercado. Pasa lo mismo con el agua; tiene que regularse. Con la dificultad añadida de que el control de los datos es más complejo.

¿Qué opina del concepto de smart city?

Es una moda a la baja. Hay que combatir la smart city tecnocéntrica, y lo dice alguien que viene del mundo de la tecnología. Pero no hay que ser antitecnólogico. Lo que más ha fallado en las ciudades es que se ha dejado la tecnología solo a los tecnólogos, y eso convierte las ciudades en un negocio. Impone su uso, como una moda, y no se enmarca en una política urbana.

¿Cómo puede la tecnología ser un factor de vínculo social, fomentar la vida urbana? A priori, es fría, nos puede desconectar socialmente.

Es cierto que la tecnología puede fomentar burbujas, fake news, desconexión social… Pero también lo contrario: por ejemplo, nos permite fomentar el debate ciudadano en los proyectos y su voto en los presupuestos participativos. O el sistema de bicicletas compartidas, que ha transformado la ciudad de una forma inimaginable. Lo digital ofrece nuevas posibilidades de conexión a los servicios. Y también puede crear vínculos de vecinos. En París tenemos un buen ejemplo con los hipervecinos del barrio 14, una comunidad muy activa de vecinos que organiza todo tipo de actividades con la tecnología.

En movilidad se ha producido una explosión de alternativas gracias a la tecnología. ¿Cómo ordenar el posible desorden?

La sobreoferta puede deshumanizar la ciudad. Es algo que hemos visto con la oferta residencial y Airbnb. Hay que regular pensando en el bien común. Por ejemplo, con los patinetes: en París hemos hecho un concurso y hemos elegido tres alternativas. Si hay más, se persiguen.


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