A primera hora del lunes 4 de octubre, David Frost, el hombre de Boris Johnson para las negociaciones con Bruselas, proclamaba ante un aforo medio lleno de militantes del Partido Conservador que “la larga pesadilla de la pertenencia a la UE había terminado y comenzaba ya el renacimiento británico”. Los convocados al congreso anual de la formación política, en Mánchester, apenas se desperezaban mientras el orador en la tribuna, citaba, sin nombrarlo, al “gran poeta nacional” que simbolizó como nadie la idea del Imperio y la dominación colonial: “Y de pronto, todos los hombres despiertan al sonido de grilletes que se rompen, y cada uno sonríe a su vecino para decirle que es dueño de su propia alma”. Frost recitaba a Rudyard Kipling, y confirmaba implícitamente con sus palabras que el Brexit fue, y sigue siendo, un arma ideológica cargada de nostalgia antes que la solución práctica para un divorcio doloroso.
Londres y Bruselas están a pocos pasos de precipitarse por el barranco y desatar una guerra comercial que a ninguno interesa, porque el Gobierno de Johnson ha decidido que los compromisos que firmó en su momento ya no le valen. Exige cambios drásticos en el Protocolo de Irlanda del Norte, la pieza más delicada y costosa de un largo proceso de negociación para culminar la salida del Reino Unido de la UE. Y no basta con ajustes más o menos amplios que alivien las trabas burocráticas que ha ocasionado el protocolo a los empresarios. Downing Street quiere ahora que la piedra angular de ese acuerdo, su supervisión por parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), desaparezca. “El papel del TJUE en relación con el protocolo nunca preocupó a nadie… Hasta que quedó claro que los problemas concretos se podían resolver de un modo práctico y el Gobierno británico se quedaba sin casus belli”, asegura a EL PAÍS Fintan O’Toole, el escritor y analista político irlandés que con más destreza ha calado la naturaleza y carácter de Johnson. “En vez de cantar victoria, aceptar la generosa oferta de la UE y rebajar la tensión en Irlanda del Norte, prefieren inventarse una nueva exigencia imposible para culpar a Bruselas cuando la rechace”, acusa O’Toole.
Con el Brexit, como con cualquier laberinto, conviene tirar del hilo para no perder de vista dónde comenzó el enredo. Al abandonar el club comunitario, la República de Irlanda se convertiría en la única frontera terrestre entre el Reino Unido y la UE. Bruselas buscaba a toda costa, durante las negociaciones de salida, preservar su tesoro más preciado: el mercado interior, que agrupa los intercambios económicos y comerciales de 27 países bajo unas mismas reglas. Entró en juego en las conversaciones, sin embargo, un segundo factor, quizá sin tanto peso económico, pero que exigía delicadeza extrema. Los Acuerdos de Paz de Viernes Santo de 1998, que pusieron fin a décadas de violencia terrorista y sectaria en Irlanda del Norte, impusieron una solución práctica e imaginativa. La frontera entre las dos Irlandas se volvió invisible. Cualquier ciudadano podía desplazarse de uno a otro lado sin detectar la menor señal de separación, más allá de que el café o la pinta de cerveza tuviera que pagarse en euros o libras esterlinas. La imposición de controles aduaneros con la llegada del Brexit, por muy discretos que fueran, suponía el riesgo de despertar fantasmas todavía latentes.
La solución por la que optaron Londres y Bruselas fue que Irlanda del Norte siguiera formando parte del mercado interior de la UE y se ajustara a sus reglas. La nueva frontera, para supervisión aduanera y sanitaria de mercancías, se colocaría en el mar de Irlanda, que separa las dos islas. Johnson firmó encantado un pacto que le permitía presentarse ante los suyos como el político que había hecho que el Brexit fuera por fin realidad. La verdad, sin embargo, es siempre tozuda. Y cuando el político conservador ha empezado a poner pegas al Protocolo de Irlanda del Norte, hasta el punto de culpar al texto de amenazar incluso la paz en la región, aliados y rivales le han recordado que aquel compromiso fue una farsa desde el principio. “A mí Johnson me dijo, personalmente, que una vez hubieran firmado el Protocolo, lo iban a cambiar”, confesaba esta semana a la BBC el diputado unionista norirlandés Ian Paisley Jr., el hijo del histórico y visceral reverendo Paisley. “De hecho, me aseguró que lo iban a romper en mil pedazos. Lo firmaron como un atajo de última hora, pero el problema es que ha supuesto ya casi 180 millones de euros a los empresarios norirlandeses, y no nos lo podemos permitir”, decía Paisley.
Los controles sanitarios y aduaneros impuestos por el nuevo tratado han provocado gastos extraordinarios y trabas administrativas al comercio que fluye desde Gran Bretaña a Irlanda del Norte. Fue la llamada “guerra de las salchichas” entre Londres y Bruselas, porque gran parte de ese refuerzo en la supervisión afectaba a productos cárnicos destinados a las grandes cadenas británicas de supermercados. Entre ellos, las afamadas salchichas con que comienzan el día muchos ingleses. Pero también afectaba a los medicamentos genéricos que el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) traslada entre territorios y a toda una gama de productos alimenticios y de consumo diario.
La Comisión Europea ha querido desde un primer momento aliviar las tensiones. Ha mirado hacia otro lado cuando, hasta por tres veces, el Gobierno de Johnson ha prorrogado unilateralmente la entrada en vigor de los controles que el protocolo le obligaba a aplicar. Y en su oferta de esta semana, después de que el vicepresidente de la Comisión y encargado de negociar con Londres, Maros Sefcovic, se desplazara a Irlanda del Norte para escuchar en persona las quejas de los empresarios, la Union Europea ha propuesto rebajar hasta en un 80% las trabas burocráticas y aduaneras. Pero para entonces, Frost, quien detrás de su rostro de oso de peluche y sus maneras suaves apenas esconde un fanatismo ideológico, ya había vaciado preventivamente las expectativas. Exigía algo imposible, que el Tribunal de Justicia de la UE, la institución sobre la que pivotan las reglas del mercado interior, quitara sus manos de Irlanda del Norte. Es una cuestión de “soberanía” y de “principios democráticos”, advertía el Gobierno conservador. No se puede consentir que un tribunal “extranjero” imponga su jurisdicción en territorio británico, clama ahora —Bruselas prepara duras represalias comerciales si se incumple el Protocolo—.
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“Existe una fuerte sensación en Irlanda del Norte de que [Johnson] está simplemente usando este territorio para hacer que avancen sus estrechos objetivos políticos”, afirma Colin Harvey, profesor de Derecho Internacional Humanitario en la Queen´s University de Belfast. “Y lo que está logrando es que más y más personas de aquí comiencen a plantearse seriamente el futuro constitucional y consideren la idea de una Irlanda unida”, vaticina el académico.
Los partidos unionistas de Irlanda del Norte, el Partido Unionista Democrático (DUP, en sus siglas en inglés) y el Partido Unionista del Úlster (UUP), temen ese sorpasso demográfico y político, no solo por parte de formaciones republicanas como el Sinn Féin, sino por la suma de opciones moderadas y centradas como el Partido de la Alianza de Irlanda del Norte (Alliance). Por eso denunciaron desde el primer momento la “traición” del protocolo, y exigen ahora su aniquilación. La violencia sectaria vivida en las calles de Belfast y Derry a principios de julio, especialmente en los barrios protestantes, recordó la tensión de años pasados. El vandalismo era fruto de jóvenes radicales, agobiados por el confinamiento de la pandemia y agitados en gran parte por organizaciones paramilitares, pero los partidos serios aprovecharon el agua revuelta para meter presión. Jeffrey Donaldson, el nuevo líder del DUP, ha amenazado incluso con reventar las instituciones compartidas del Gobierno autónomo que creó el Acuerdo de Belfast y volver a desestabilizar la región si el protocolo firmado con la UE no desaparece.
Como la aldea gala de Astérix, apenas un puñado de conservadores moderados expresa su escándalo por el hecho de que el Gobierno británico incumpla sus compromisos internacionales. “Para que cualquier solución sea posible, se requiere voluntad de compromiso de ambas partes”, ha escrito estos días David Lidington, canciller del Ducado de Lancaster (equivalente al Ministerio de la Presidencia en España) en el anterior Gobierno de Theresa May. “El Reino Unido debe aceptar todo lo que implica el Protocolo de Irlanda del Norte, que negoció el Gobierno de Boris Johnson, y respaldó el Partido Conservador en el programa electoral de 2019, con el que ganó las elecciones”, reclamaba Lidington. Pertenece este servidor público a la última generación de conservadores que creía firmemente que pacta sunt servanda (los acuerdos se honran), que la credibilidad internacional del Reino Unido es un patrimonio intocable y que el programa electoral del partido es realmente un contrato con el electorado.
“Todos los Estados se saltan el derecho internacional cada semana. La palabrería que lo presenta como el epítome de la moralidad es simplemente propia de estudiantes mediocres de Políticas”, escribía esta semana en un alud de tuits desenfrenados Dominic Cummings, quien fuera asesor estrella de Johnson e ideólogo del Brexit antes de salir de Downing Street por la puerta de atrás. Al reconocer abiertamente que el Gobierno firmó los acuerdos con la UE sin voluntad de cumplirlos en su integridad, simplemente para acelerar el Brexit antes de las elecciones generales de 2019, Cummings ha desvelado la estrategia de su antiguo jefe. Como ha dejado igual de claro que Johnson guardará siempre en el cajón la posibilidad de un nuevo enfrentamiento con la UE, como maniobra de despiste y chivo expiatorio cada vez que los problemas domésticos, como ocurre ahora con las estanterías vacías de los supermercados o las gasolineras sin combustible, se le acumulen.
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