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Las tres caras de Joseph Ratzinger

Las tres caras de Joseph Ratzinger

“Falleció el ciudadano Braschi, que ejercía la profesión de pontífice”, escribió el funcionario del registro en la municipalidad de Valence (Francia), de guardia en agosto de 1799, sobre el prisionero que acababa de fallecer en esa ciudad. Se trataba, en efecto, de un pontífice, el papa Pío VI, de civil conde Angelo Onofrio Melchiorre Natale Giovanni Antonio Braschi dei Bandi. Era hombre de mérito, pero había sido arrollado por los efectos de la Revolución Francesa y, sobre todo, por maquinar contra Napoleón, a uno de cuyos generales mandó fusilar poco antes de ser ocupada Roma por el ejército francés. Salvó la vida huyendo de la capital de los Estados Pontificios disfrazado de mendigo, pero fue tomado prisionero y llevado a Francia. Murió como pontífice; el funcionario del registro no tuvo duda.

¿Qué dirá el registro de difuntos sobre el llamado papa emérito Benedicto XVI, de civil Joseph Aloisius Ratzinger? ¿Pontífice emérito, acaso? ¿También infalible, según dogma? Él mismo tenía sus dudas. “Abdiqué, pero retuve la dimensión espiritual del papado”, le dice a su biógrafo de cabecera, Peter Seewald (Benedicto XVI. Una vida. Mensajero. 2020). Apela al ejemplo de los obispos. “Hasta el Concilio Vaticano II, tampoco existían abdicaciones de obispos; no se comprende por qué ese concepto jurídico no debería aplicarse al obispo de Roma”, sostiene. Omite un aspecto fundamental. Es el propio Vaticano II el que obliga a los obispos a jubilarse a los 75 años, pero conservando el rango de eméritos, es decir, con la potestad de participar en tareas que le eran propias antes de su retiro.

Nada dijo el concilio sobre los papas: ni que deban jubilarse a una determinada edad, ni sobre funciones posteriores. Si un papa dimite, deja de ser papa. Obispos hay muchos (5.377 en el mundo). Papa solo puede haber uno.

Hay un precedente: uno en 2.000 años. Ocurrió en 1294. Los cardenales llevaban dos años y tres meses en cónclave sin encontrar un papa. Finalmente, supieron que lejos de Roma, en el monte Morrone, había un anciano eremita con fama de santo. Era una solución; no molestaría a la curia. Se llamaba Pietro Angeleri di Murrone y tomó el nombre de Celestino V. El monje atolondrado iba a sorprender. Una vez coronado, rechazó los símbolos del poder imperial y trasladó su sede a Nápoles, donde hizo su entrada a lomos de un asno que llevaban del ronzal los reyes de Sicilia y Hungría. Pronto hizo nombramientos provocativos: 12 nuevos cardenales, ninguno romano, la mayoría monjes. La curia se revolvió y Celestino V trató de puentearla. Para reforzarse, nombraría un triunviro. Habría tres papas.

“La esposa de Cristo nunca se ha casado con tres maridos”, le dijeron. Tuvo que renunciar a la idea. Dimitió semanas más tarde, ajeno a la discusión en que se enzarzaron los teólogos, especialmente los de la universidad de París. Cuesta creer que Ratzinger no estuviera al tanto.

Lo que le sucedió después a Celestino V nada tiene que ver con la situación del papa emérito. Francisco lo ha tratado con cariño. Celestino V no tuvo esa suerte. 10 días después de la renuncia, el cónclave, en una sola jornada de votaciones, eligió al cardenal Benedicto Caetani, que tomó el nombre de Bonifacio VIII. Inmediatamente, devolvió la sede a Roma y se hizo acompañar de su predecesor. Este logró escapar e intentó huir a Grecia. Fue detenido y encarcelado. Murió a los tres meses. Su fama está en la literatura. Dante lo coloca en el infierno junto a los neutrales, como Poncio Pilato; Constantino Cavafis lo cita en Poemas Canónicos por la trascendencia “del gran No”; Ignacio Silone lo hace protagonista de la novela La aventura de un pobre cristiano, y Dan Brown cuenta en Ángeles y demonios que, por medio de rayos X, se descubrió un clavo de 25 centímetros en el cráneo de Celestino V. El autor de El Código Da Vinci sostiene que fue Bonifacio VIII quien ordenó matarlo.

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Al margen del debate sobre las consecuencias de su renuncia, lo que queda del pontificado de Benedicto XVI son algunas luces y muchas sombras. Se ganó la elección en el cónclave con una frase: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia!”. La pronunció en una de las ceremonias de despedida de su predecesor y amigo, Juan Pablo II, y los cardenales quedaron sobresaltados. Ratzinger, poderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como se llama ahora el siniestro Santo Oficio de la Inquisición, se refería no solo a los escándalos de pederastia, sino también al comportamiento de la curia romana ante el dinero; la existencia de un lobby gay en la llamada Santa Sede, las peleas internas por el poder eclesiásticos y un largo etcétera. “¡Cuánta suciedad!”, les dijo quien mejor les conocía.

Durante su mandato reiteró que veía a su Iglesia como “una viña devastada por jabalíes”. Antes, el periódico del Vaticano, L’Osservatore Romano, había escrito que el Papa “estaba rodeado de lobos”. Dos años después de elegido, iba a recordar la frase de uno de sus predecesores, tenido por papa alemán (Alemania tuvo siete pontífices antes que Ratzinger; España solo dos). Se refería a Adriano VI, elegido sin ni siquiera dignarse a acudir al cónclave (era regente de Castilla a la espera de la llegada a España del emperador Carlos). Cuando se presentó en Roma, reunió a los cardenales y les espetó: “Sois todos unos bribones”. Creía que en Roma había empezado el cáncer, en Roma debía ser extirpado. Cuando Ratzinger recordó esa escena, estaba pensando lo mismo. “¡Cuánta suciedad!”.

Tolerancia cero

Fue consecuente y tomó medidas. La primera, “tolerancia cero” ante la pederastia. La tesis de Juan Pablo II, que Ratzinger reiteró en la Universidad Católica de Murcia, era que las noticias sobre abusos sexuales del clero, algunos de alto rango, cardenales incluso, no eran sino el empeño de la prensa anticlerical para desprestigiarlo. Llegó a afirmar que en Estados Unidos eran consecuencia de haberse opuesto el Papa a la invasión de Irak.

La ropa sucia se lava en casa, sostenía gran parte de la curia. Uno de sus ministros, Antonio Cañizares, más tarde cardenal arzobispo de Valencia, donde acaba de jubilarse, llegó a sostener que más grave que los abusos a menores era la despenalización del aborto. Aún peor: fue Ratzinger quien ordenó centralizar los casos en Roma, en concreto en su Congregación. Llegado al cargo, ordenó lo contrario: que cada episcopado actuase en cada diócesis.

Un teólogo en la vanguardia reformista

Ratzinger pasa a la historia como papa conservador y, antes, como inquisidor intransigente. Son valoraciones ciertas, sin duda. De joven no fue ninguna de esas dos cosas. Hay textos que lo proclaman como un teólogo progresista, a la par del suizo Hans Küng, del que fue amigo y al que después castigó de forma inmisericorde. Con el prestigio que le daba haber sido perito en el Vaticano II, nada más terminar el concilio se declaró partidario de suprimir el celibato obligatorio de los sacerdotes. Firmó incluso un manifiesto. “Aquello, por supuesto, no fue una decisión afortunada”, reconoció más tarde. También criticó la encíclica Humanae Vitae, en la que Pablo VI condenaba todo método anticonceptivo, en concreto la popular píldora. Sobre el papel de la mujer no ha sido un avanzado, pero se negó a avalar doctrinalmente la intención de Juan Pablo II de proclamar dogma de fe el que la mujer nunca podrá acceder al sacerdocio.

También defendió el joven Ratzinger la libertad de los teólogos, reclamando que la Teología seguía siendo “la emperatriz de las ciencias”. Esta es su frase: “La verdadera obediencia no es la obediencia a los aduladores que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Lo que necesita la Iglesia no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad”.

El “espanto” del Mayo del 68

Ya en el cargo de cardenal inquisidor, pero también como pontífice, sostuvo lo contrario y expedientó a un millar largo de teólogos, media docena españoles. “Sé magnánimo”, solía pedirle Juan Pablo II. Hay en una de las encíclicas más notables de Benedicto XVI, Caritas in veritate, la frase que define ese cambio de cara. Es un pensamiento brutal: “La cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano” (La última frase viene en cursiva en el documento original).

Sus obsesiones contra el relativismo ―”con la tendencia a relativizar lo verdadero acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia”, escribe―, le conducen a la idea de que la razón solo es una, e incluso al principio, que tantos crímenes ha causado a la Humanidad, de que “el error no tiene derechos”. En esa idea resucitó, en el documento doctrinal Dominus Iesus, emitido con su firma el 6 de agosto de 2000, el principio de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Lector de Sartre en su juventud, convierte la famosa frase del filósofo existencialista —”el infierno son los otros”―, en una queja católica: Los culpables son los otros. Lo sostiene en su último escrito, de hace apenas cuatro años. Son 18 páginas de descargo sobre sus responsabilidades en el cráter de la pederastia. Todo empezó, sostiene, en la Europa de la revolución sexual, en los años sesenta del siglo pasado. “La pedofilia también se diagnosticó como permitida y apropiada”, afirma. Es su conocida aversión al Mayo del 68. Las revueltas de París son famosas, pero las que sufrió Ratzinger en Alemania fueron espantosas. Hans Küng cuenta en sus memorias que a Ratzinger “le causaron espanto” y provocaron su giro hacia la extrema derecha católica.

Su juventud no fue normal

Sin embargo, el futuro pontífice estaba curado de espanto desde la infancia. En el seno de una familia democristiana peligrosamente opuesta a Hitler, lo cierto es que, apenas cumplidos los 16 años, se afilió a las juventudes hitlerianas, juró fidelidad a Hitler el día de Nochevieja de 1943 y fue enrolado en el ejército como ayudante en las baterías antiaéreas. Frágil, casi enclenque, cuenta a su biógrafo que lo que más le preocupó entonces fue que los nazis hicieran la gimnasia una asignatura obligatoria para acceder a la universidad. “Su juventud no fue normal. Regresaron de la guerra traumatizados y tuvieron que asimilar el hecho de que en su nombre se habían perpetrado los mayores crímenes de la historia de la humanidad”, concluye Seewald.

Hay, sin embargo, un hecho que define el carácter del futuro Papa. Cuando Hitler se suicida el 30 de abril de 1945, Ratzinger tiene 18 años, viste uniforme con la esvástica nazi y decide volver a casa por su cuenta, sin permiso, en autoestop. “La deserción no es una huida ni una retirada por miedo, sino una decisión razonada. Ya ha cumplido su parte; no le queda nada por hacer”, sostiene su biógrafo. Es la misma actitud que le lleva, muchos años más tarde, a renunciar al pontificado: porque sí, sin contar con nadie, “solo después de hablar con Dios”. Así dijo.

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