El Melo’s de Madrid está vacío. Es una frase que en 40 años prácticamente ningún cliente habrá podido decir. Nadie pelea por un hueco en la barra, a nadie le chorrea la bechamel líquida de sus croquetas, nadie grita por una ronda más. El Melo’s está vacío y cuesta asumir la imagen completa del local porque es una vista inédita. Cerró en febrero, pero parece que los últimos clientes se fueron ayer. Las copas esperan en un enfriador antes de llenarse de cerveza, la cortina de flecos que separa la cocina de la barra aún está pegajosa de aceite y dos carteles iluminan los únicos ocho productos de la carta. Zapatillas, croquetas, empanadillas, morcilla, pimientos del padrón, queso gallego, lacón y queso con membrillo. Nada más. Las zapatillas eran, son, sándwiches de un kilo hechos con rebanadas de pan gallego, lacón y queso fundido. Un kilo. No hace falta nada más.
José Ramón Álvarez, el leonés de 65 años que hace cuatro décadas tomó las riendas del negocio junto a su mujer, Encarni, no lleva zapatillas, sino zapatos negros, y sus pasos son ahora lentos con la ayuda de una muleta. Con un taburete logra subir el escalón alto de la puerta lateral que da acceso al local, situado en el corazón de Lavapiés, en la calle de Ave María. “Es muy duro irse, pero ahora ya no queda otro remedio” dice entre lágrimas, con voz pausada y quebrada por los recuerdos.
Cualquiera que pase frente a la persiana cerrada podría pensar que observa uno los negocios que no han resistido el azote de la pandemia, pero no es exactamente el caso. José Ramón le hubiera hecho frente, pero una visita al médico hace un año porque tenía las piernas hinchadas lo cambió todo. Primero le hizo echar el cierre durante los meses de ese verano, en febrero ponía sus últimas zapatillas y hace unas semanas un anuncio en Idealista desvelaba el futuro incierto del negocio, uno de los últimos bastiones frente a la gentrificación. “Se traspasa en exclusiva por jubilación el famoso Café-Bar Melo’s”. El precio para quedarse con este templo “altamente rentable y peculiar”, 100.000 euros, más 1.900 mensuales de alquiler. Su facturación, “superior a 60.000”.
La rentabilidad también se mide en cervezas. Cuatro décadas de Amstel. El Melo’s gastaba de martes a sábado, solo por la noche, entre ocho y diez barriles. También en lacones, diez al día, menos los jueves y viernes que llegaban a 25. “Yo los partía todos”, reivindica José Ramón, que guarda en su casa algunos cuchillos —“Porque son míos, como yo digo”— como quien conserva una reliquia.
José Ramón en faena era un espectáculo. El bar, abarrotado, andanadas de comandas en la barra y raciones volando entre la muchedumbre en busca de un centímetro cuadrado donde apoyarse. Llegaba el momento de cobrar y él, ni una nota, ni un papel. “Me decían que mi cabeza tenían que estudiarla los científicos”. Sabía exactamente lo que había consumido cada cliente. “A veces preguntaba: ‘¿Qué tenéis?’ Y soltaban: ‘¿Para qué me lo preguntas si lo sabes mejor que yo?”.
El Melo’s sobrevivió al paso del tiempo. Clientes que iban porque lo hacían sus abuelos. Famosos que peleaban por un hueco como cualquiera. Sabina, Massiel, Fernando Martín, Roberto Carlos o Juan Echanove pasaron por ahí. “Me trataban con mucho cariño”, recuerda Jose Ramón. Un rincón auténtico. Un monumento a la freidora y a Carbonell, que en aceite no escatimaban, aunque fuera más caro.
Ese cariño es visible ahora mismo en la persiana del bar, donde algunos clientes han dejado mensajes de agradecimiento a una vida de zapatillas. “Veníamos de jóvenes y seguimos viniendo con nuestras hijas. Formáis parte de nuestra historia. Recuerdo como hazaña que una noche nos sentamos ¡13! en el salón”. “Sois parte de nuestra vida”. “Muchas gracias por tantos años de zapatillas, croquetas y empanadillas”. José Ramón los lee en alto y vuelven a asomar las lágrimas. Se vuelve a romper la voz.
Sentado junto a la barra, viaja a los inicios. La fecha de apertura, grabada a fuego como cada consumición. “8 de diciembre de 1979”. José Ramón, 24 años, y su mujer Encarna Marrón, 20, se quedan con un negocio que llevaba funcionando apenas tres meses. Él ya había estado trabajando como camarero en El Chacón, en el Paseo de Extremadura, y surgió la oportunidad. El nombre ya estaba puesto, pero el resto no tenía nada que ver. Un pub enmoquetado y con sofás rojos, “una cosa muy rara”.
El joven matrimonio lo reformó por completo y empezaron a ofrecer aperitivos. Pero no daban abasto y limitaron el horario de 20.00 a 1.30, un movimiento estratégico que marcaría el negocio. El barrio entonces también era otra cosa. “Mucho carterista, de tirar de navaja, y muchas broncas”, recuerda José Ramón. Algunos se metían en el baño a picarse droga y por eso puso una llave en el cuadro de mandos para apagar la luz desde la cocina. Un día le sacaron una pistola, otro le tiraron un cuchillo. “Porque les decía, venga, fuera de aquí. Tú no vas al servicio porque no me da la gana. Y en el barrio me alertaban: te van a matar. Pero, te hacías fuerte con dos niños que yo tenía, o hacían de ti lo que querían”.
El 31 de mayo del año pasado le dieron el diagnóstico: amiloidosis y cáncer de riñón. “Yo no quería cerrar, pero me dijeron que si no lo hacía no iba a durar nada”, asume Ramón, al que las horas en el hospital, los días en silla de rueda y las sesiones de quimio no le han despojado de su fuerte vínculo con el bar: “Todos los médicos que me han tratado son amigos míos, clientes de aquí”.
José Ramón mira el futuro del Melo’s esperando que quien tome el relevo mantenga el cariño por un negocio que ha sido su vida. “Hay un chico que vive aquí mismo y a quien conozco desde los cinco años, que es uno de los interesados”. Su oferta, que incluiría la compra del local, se acerca a lo que piden por el traspaso, según la intermediaria Inmorest Consultores, especializada en valoración de negocios de hostelería, que asegura que el precio no es alto, a pesar de la crisis. “Hace tres años le ofrecieron 300.000. Es un negocio rentable”. La clave es que no pierda su esencia y por eso José Ramón está dispuesto a transmitir a los nuevos dueños todos los conocimientos y contactos con los proveedores, menos una cosa: las croquetas. “Solo las sabe hacer la jefa y dice que nunca las ha enseñado ni las va a enseñar”.
En el interior del edificio, una placa recuerda al dueño del Melo’s por su gestión cuando fue presidente de la comunidad y le hizo la vida más fácil a más de uno. Él vivía en uno de los pisos de arriba, donde se quedó su ahora exmujer Encarni, desvinculada del bar hace ocho años, aunque ha ayudado puntualmente. Bien lo saben muchos clientes que adivinaban quién había hecho las croquetas con el primer bocado. Ese sabor puede que nunca vuelva, pero las zapatillas tienen la oportunidad de permanecer como patrimonio gastronómico de un Madrid que, golpeado por la pandemia, está más en peligro que nunca.