Las voces de los muertos


HACE UNOS días, en un pueblito de Oaxaca, una señora zapoteca me contaba con lujo de detalles que en su casa los muertos cambian las cosas de lugar, molestan a los niños, se roban el dinero, pero cuando le pregunté si oía sus voces me miró con desaliento desesperanzado.

—Estos güeros nunca entendieron nada.

Pareció que pensaba, y yo, mientras, estoico, recordaba una charla de semanas antes. La pregunta, esa tarde, había sido de una inocencia sin fisuras y, sin embargo, la respuesta me hizo entender algo. Porque el colega me había preguntado qué músicos me gustaba escuchar y yo le estaba diciendo que Coltrane y Bill Evans, De André y Brassens, Gardel y Piquer, Gainsbourg y Cohen, hasta que, a la fuerza, me di cuenta de que todos tenían algo en común: estaban muertos. Fue una de esas revelaciones tontas que suceden a veces, que te dejan callado: todos muertos.

Hubo tiempos en que escuchar música era difícil: tiempos en que para que alguien la escuchara, alguien tenía que hacerla en el mismo lugar, mismo momento. Tiempos en que lo habitual era el silencio; en que la música era un privilegio y no un engorro, no un apremio. Eran tiempos —que duraron milenios— en que la música se escapaba sin parar y había que atenderla, respetarla. Eran tiempos, sobre todo, en que solo sonaban las voces, los sonidos de los vivos: tiempos en que, para hacerse oír, no había más remedio que estar vivo.

De los muertos quedaban los recuerdos, que el tiempo iba gastando. Alguien podía comentar, escribir que había oído cantar a Caruso, recitar a la Duse, pero no era sino una evocación. Las grandes voces eran un apunte cada vez más tenue que se desvanecía; ahora, en cambio, John Winston Lennon canta igual que en 1967, cuando tenía 26 años: cuando vivía, digamos.

Es, por supuesto, un caso particular de esa gran movida general: la irrupción de la industria. La reproducción mecánica de la música empezó con los grandes inventores —Edison, Graham Bell— de fines del siglo XIX, se difundió con el show business de principios del XX, se consolidó con las radios y las televisiones, y terminó de invadir hasta el último rincón con los emepetrés y uesebés y espotifais de nuestros días.

El resultado es este mundo con música perpetua, donde no hay nada más difícil que el silencio. La música ya no se escucha; se oye sin querer, sin cesar, sin atender. La música dejó de ser una experiencia: es sonido de fondo, el ruido que precisamos para no tener que escucharnos vivir. Nos tranquiliza su presencia, la oímos distraídos: como si en lugar de leer un libro, digamos, miráramos de tanto en tanto una palabra o dos y después siguiéramos haciendo lo que hacíamos. O escuchásemos una lectura de ese libro mientras charlamos con los amigos en el bar.

Y los muertos nos la cantan, nos la tocan. Son, es verdad, parte de un mundo que rebosa de memorias. Allí donde, hasta hace poco, de cada quien quedaba nada o si acaso unas cartas, un retrato, cuatro o cinco fotos, ahora puede haber grabaciones, filmaciones, tanto. Pero esos son registros privados, restos para los deudos; las voces de los grandes muertos, en cambio, ocupan el mismo espacio público que las de grandes vivos.

Vivimos con su presencia inverosímil. Nunca había sucedido pero ahora sucede sin parar; desde ultratumba, sus voces nos llegan con una naturalidad que nadie, hace poco, habría encontrado natural. Nos hemos acostumbrado, las escuchamos como si nada fuera. No pensamos, creo —yo, por lo menos, no pensaba— que por mucho menos se inventaron religiones, satanes, el insomnio. No pensamos —yo, por lo menos, no— que la metáfora definitiva de la muerte es el silencio.

Y que, desde siempre, nada fue más aterrador que oír las voces de los muertos.


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