PRIMERA PARTE
La tumba de los vivos
Invierno de 1794
¿Qué lindes detienen a quien al crimen se entrega,
a quien grita siempre: sólo al cielo le doy cuenta?
¿Quién aparta su brazo del crimen que persigue
si no hay un cielo que lo juzgue y lo castigue?
Isak Reinhold Blom, 1794
Corre el mes de enero del nuevo año de 1794.
Esta mañana han venido a importunarme a mi habitación. Me sacaron de la cama y me pidieron que me vistiera, pues se estrenaba el Año Nuevo. La mugre y los bichos ya habían campado a sus anchas durante tiempo suficiente y ahora tocaba ahumar el aire viciado con leña menuda y rociar los suelos con agua y vinagre. Adormilado aún, me até los pantalones, me ajusté las botas y me puse el abrigo sobre unos hombros que han adelgazado tanto que la tela cuelga con holgura. Bajé las escaleras y salí a la calle por primera vez en lo que podrían ser semanas, a la luz de un día que mi estrecha ventana había reducido hasta hoy a una mera esquirla del exterior.
Los tilos del jardín llevan meses despojados de sus hojas, pero la deuda que había dejado el otoño la ha saldado ya el invierno con las primeras nevadas. Las ramas estaban ataviadas con ropajes cuyas colas cubrían el suelo hasta donde alcanzaba la vista. El sol brillaba y sus rayos destellaban en la blancura con una intensidad que dejaba lugar a otros colores. Me deslumbró tanto que me vi obligado a cubrirme los ojos. Otros enfermos se apiñaban en el hueco de la escalera o esperaban tambaleantes sobre la nieve, maldiciendo entre dientes al notar que sus zapatos iban llenándose poco a poco de humedad y de frío. No me apetecía soportar la compañía de ninguno de ellos, así que me alejé y tomé el camino que va hasta la orilla del mar, donde la escarcha impoluta me prometía una dulce soledad. El agua somera se había helado y formaba una especie de paseo a lo largo de la costa, sólo más allá podía verse el agua correr y agitarse. El aire mordía, pero los rayos del sol resultaban de lo más reconfortantes y, aunque aún no me sentía recuperado del todo, decidí dar un paseo por el hielo, que sin duda es, a estas alturas, tan grueso que llega hasta el fondo marino.
A lo lejos, a mano izquierda, las casas de la calle Skeppsbron semejaban una hilera de dientes amarillos por delante de las puntiagudas agujas de las iglesias y, más allá, se alzaba la agazapada mole del Palacio Real. En un intento por no llamar la atención de esa suerte de depredador adormecido, volví la mirada hacia el camino por el que venía y pude ver el valle en su totalidad de una forma habitualmente reservada a los navegantes.
La ciudad le ha vuelto la espalda a esta zona, llamada Danviken, y da la impresión de que el tiempo haya hecho lo mismo: aquí, los días son cortos y las noches largas. Dos colinas recortan la bóveda celeste a ambos lados y cubren de nieve la trayectoria del sol, como sabe la mayoría de los que comparten el hospital conmigo. Muchos de ellos no sufren más dolencia que la vejez: sus hijos e hijas les han preparado aquí un sitio para asegurarles una asistencia adecuada durante sus últimos años, pero nunca parecen encontrar un momento para venir a visitar a los ancianos, que no tardan en volver a la infancia debido a la desatención.
Un poco más allá, siguiendo el curso del agua en dirección a Finnboda, se alza el manicomio. Desde donde yo estaba se podían contar siete plantas dispuestas de forma escalonada en la colina, como si el edificio fuera una gran escalera destinada a un gigante. El manicomio es una fuente constante de cotilleos en los pasillos del hospital: se dice que el número de locos residentes supera con creces los que debería albergar. Muchas de las ventanas están tapiadas con tablas de madera, otras tienen barrotes. Cuando me acerqué un poco más, me pareció oír una reverberación que provenía del interior, una especie de zumbido apático que despertó mi curiosidad y me transportó de repente a los días de mi niñez, cuando un rumor parecido me empujaba inevitablemente a acercarme con sigilo a las colmenas hasta que, con el tiempo, aprendí a relacionarlo con la amenaza de afilados aguijones. Supongo que, en este caso, el sonido proviene de los locos: es el zumbido de su demencia impotente, hacinada en estancias demasiado pequeñas. De vez en cuando llegan calesas con gente de bien procedente de la ciudad que, tras dar unas cuantas monedas a los vigilantes, disfrutan de una visita a las instalaciones, horrorizándose y divirtiéndose a partes iguales con las diabluras de los dementes. Los pacientes del hospital a los que aún les quedan ánimos para dedicarse a algo así observan con atención a los visitantes que salen, y sonríen con malicia cuando los ven con el rostro demudado por lo que acaban de presenciar.
Empujado por razones que no puedo explicar con certeza, decidí dirigirme hacia allí. De color amarillo pus, como una llaga ulcerosa, el manicomio ocupa el lugar de una antigua mina de sal separada en su día de cualquier otra edificación debido a sus vapores impuros y, actualmente, por los huéspedes que alberga. En la entrada me encontré con una inscripción en la que se leían unas palabras que se grabaron en mi memoria: «Una deplorable ambición, un amor infeliz ha engendrado a los habitantes de esta casa. Quien esto lee ¡conózcase a sí mismo!» ¿Acaso estas angulosas palabras talladas en la piedra no podrían ir perfectamente destinadas a mí?
Nadie me impidió el paso y descubrí que el gran portón no estaba cerrado con llave. En cuanto lo entreabrí brotó un chorro de ruidos mezclados, esos que poco antes sólo había podido identificar como un zumbido. Ahora, en cambio, podía distinguir muchas voces, parloteos, quejidos, aullidos y risitas… En el vestíbulo, la luz era escasa y tardé un rato en distinguir a un hombrecillo que permanecía completamente inmóvil, como si hubiese estado aguardando mi llegada. Lo saludé con una leve inclinación de cabeza y él se dirigió hacia mí con pasos ávidos. Tenía una mirada intensa y sus ojos revelaban una curiosidad burlona; su voz era suave y grácil.
— ¡Bienvenido! Ha llegado usted justo a la hora acordada, lo felicito por su puntualidad.
Yo no sabía de qué hablaba, y sin duda la expresión de mi rostro debió de delatar mi desconcierto, pero él continuó como si nada y, con una gentil reverencia, me señaló la escalera.
— Si es tan amable de seguirme, le mostraré las dependencias.
Al no poder negar que era la curiosidad la que me había llevado hasta allí, me pareció que lo más adecuado era hacer lo que el hombre me sugería — aunque estaba claro que me había confundido con otra persona— , así que lo seguí hasta un patio interior rodeado por cuatro paredes que, de tan altas, parecían buscar el cielo. Las esquinas del patio estaban llenas de suciedad y escombros, probablemente lanzados desde las ventanas de las distintas plantas que no estaban tapiadas con listones de madera, casi todas con los cristales rotos. En un rincón había un grupo de locos con camisas sucias que se mecían babeantes y con el rostro desencajado. Mi guía se dio cuenta de que los miraba e hizo un gesto de desdén con la mano.
— No les haga caso: son como ganado con forma humana, y no arman demasiado alboroto a menos que se los asuste. Tengo pacientes mucho más interesantes que mostrar, acompáñeme, acompáñeme.
Un par de escalones nos permitieron abandonar el patio por el lado contrario y, tras haber ascendido otro poco, mi anfitrión se detuvo junto a una puerta que daba a un pasillo, se aclaró la garganta e inició un breve discurso.
— En un principio, disponíamos aquí de veintisiete celdas, cada una de ellas pensada para albergar a un loco con cierta comodidad. No sé cómo ve usted el mundo, caballero, pero en mi opinión no es de sorprender que la demanda se mostrara enseguida mucho más elevada de lo previsto: la ciudad desprovee a las personas de su razón y los locos nos llegan en un flujo sin fin.
Entonces desatrancó el pestillo que bloqueaba la puerta, se hizo a un lado y me invitó a pasar. A los lados del largo pasillo que se abrió ante mí había sendas hileras de pesadas puertas de las que brotaba un estruendo ensordecedor: los bramidos y plañidos se mezclaban con el ruido de las manos al rascar las paredes y con los golpes de puños y muebles contra las puertas.
— Falta poco para la hora de comer. Puede que hayan perdido el juicio, pero sus estómagos no tienen ningún problema y el hambre los ayuda a calcular el paso del tiempo. — Avanzaba por el pasillo haciendo un alto de vez en cuando para señalar algún que otro detalle interesante— . Como puede usted comprobar, disponemos de puertas reforzadas, y la mayoría de las celdas cuentan también con una puerta interior aún mejor preparada para resistir los embates. Muchos de estos locos están tan alienados que no podemos siquiera dejarlos salir, de ahí que contemos con estas trampillas a través de las cuales se pueden vaciar los orinales sin que nadie tenga que entrar en la celda. Por desgracia, no todos están capacitados para aprovechar esa ventaja, de ahí el hedor resultante. Observe que incluso las estufas se proveen de leña desde el pasillo, aunque sólo podemos encenderlas durante las noches en las que el frío aprieta con más virulencia porque nuestros recursos son escasos. En este sentido, el hacinamiento ha resultado tener un lado positivo, ya que nos permite mantener las estancias a una temperatura razonable. ¿Le gustaría mirar?
En ese punto, y llevándose un dedo a los labios para indicarme que no hiciera ruido, mi acompañante abrió con cuidado una de las trampillas. Estaba a la altura de los ojos de una persona de estatura promedio, pero él tuvo que ponerse de puntillas. Tras echar una ojeada al interior de la celda, sonrió y me indicó con la mano que me acercara. Mis ojos necesitaron unos segundos para adaptarse a la oscuridad de la celda donde un hombre semidesnudo estaba ensimismado en un lerdo balanceo al compás del tintinear de los eslabones de la cadena que mantenía uno de sus tobillos sujetos a la pared. Junto a él, amarrados a las otras paredes, había otros tres, sentados sobre montones de paja, y cuando vi que los cuatro estaban sobándose los miembros erectos con las manos sucias y brillosas, me aparté de golpe movido por la repulsión.
Mi acompañante me invitó entonces a seguir caminando y me llevó hasta las estancias del fondo.
— Aquí tenemos las cámaras oscuras, por el momento reservadas a un triste grupo de internos: aquellos en los que el mal francés ha avanzado tanto que el remedio del mercurio resulta ya inútil. No se puede ver nada ahí dentro, así que lamento no poder mostrárselo; aun así, tampoco es que sea muy interesante: sólo vería narices sin tabique y otros estragos de la enfermedad, aunque sus ataques de cólera son dignos de observar cuando se sienten inspirados. Por lo demás, se han quedado todos sin palabras, literalmente hablando, pues los ápices de sus lenguas han sufrido la corrosión de la plaga.
A esas alturas, me invadía un creciente malestar y una implacable pulsión de abandonar aquel lugar dejado de la mano de Dios y regresar a la yerma playa que, de pronto, se me antojaba más envidiable que el mismísimo paraíso. Sin embargo, mi guía no hizo ademán alguno de moverse y se mantuvo quieto ante mí, como a la espera de una pregunta que finalmente decidí formularle.
— ¿Qué clase de curas se les brindan a estos desgraciados?
El hombrecillo asintió fervorosamente con la cabeza, como si hubiese estado esperando el momento de contármelo.
— Tal como declara la ciencia, la locura se origina cuando el sano juicio se ve suspendido por circunstancias externas o internas, y sabemos que sólo puede recuperarse si el enfermo recibe un choque igual de rotundo que el que lo ha hecho perder la razón, por eso contamos con una manguera de cuero que puede arrojar un chorro repentino de agua fría en las celdas. Antes se les solía inocular la sarna con la esperanza de que los picores triunfaran sobre la locura, pero ahora ya está en las paredes, por lo que los internos se contagian sin necesidad de nuestra ayuda… Desde luego, tenemos otros métodos, pero creo que podemos dejarlo aquí por esta ocasión.
Es posible que esto último lo improvisara tras verme buscar apoyo en la pared por miedo a sufrir un desmayo.
Por fin se dio la vuelta para mostrarme el camino de salida, pero cuando volvimos a pasar por delante de la celda de los cuatro hombres, noté de pronto su mano en mi hombro.
— Veo que me he dejado la trampilla abierta, pero ya va bien así, pues hay una última cosa que me gustaría mostrarle. — Entonces hizo que me acercara de nuevo a la puerta, donde seguía desarrollándose la misma escena de antes— . ¿Ve usted aquel rincón de allí, al fondo, donde algunos de los caballeros han hecho sus necesidades porque el orinal estaba lleno a rebosar? — Acercó la boca a mi oreja y su voz se redujo a un leve susurro— . Es el sitio que hemos guardado para usted: pronto será ingresado, ¡lo estaremos esperando!
En ese punto me eché hacia atrás y pude ver que su boca se había retorcido en una sonrisa de escarnio que dejaba a la vista unos dientes tan escasos como afilados.
— Es usted tan joven y hermoso… de cuerpo delgado y piel de alabastro: sus compañeros de celda estarán encantados de acogerlo, eso puedo asegurárselo.
— ¿Quién… quién es usted? — pregunté desconcertado.
Él entornó los ojos para mirarme con malicia.
— Pues eso cambia según el día: ayer era el mismísimo Carlos XII, perdido en los recuerdos felices de cuando conduje a mis muchachos entre las nevadas ramas de los abetos de la Mazuria polaca, donde, para nuestro gran gozo, nos dedicamos a matar bebés con los tacones de las botas delante de sus padres. Íbamos camino de la masacre de Poltava, así que, si hubiera venido ayer, podría haber oído la bala de plomo que resonaba en el interior de mi cráneo cada vez que sacudía la cabeza. ¿Hoy? Hoy mis nombres son más de los que nadie puede contar: me han llamado el Adversario, el Maligno, Belcebú, Belial, Pedro Botero… tú puedes llamarme simplemente Satanás. Te estamos esperando: sabes mejor que nadie que aquí es donde deberías estar. No sé qué clase de réplica le habría soltado si no nos hubiésemos visto interrumpidos por una voz ajena que se alzó por encima del alboroto de las celdas.
— ¡Tomas, sabes bien que no tienes nada que hacer por aquí! Te hemos repetido mil veces que no te tomes licencias sólo porque en ocasiones te dejemos tomar el aire. ¡Vuelve a tu celda inmediatamente!
Un hombre más bajito aún que mi acompañante y enfundado en una chaqueta sucia acababa de plantarse en la puerta del extremo del pasillo y se dirigía hacia nosotros a paso ligero. Mi improvisado guía se acercó un poco más mirándome con ojos ladinos.
— Me despediré con un acertijo. A menudo se dice que estoy limitado a mi reino infernal, encerrado en el infierno, ¿cómo puedo entonces hallarme aquí, entre personas de carne y hueso? Las pistas están en todas partes: recuerde todo lo que ha visto y tenga mucho cuidado cuando vuelva al mundo.
En ese momento el otro hombre, que seguramente pertenecía al personal del manicomio, llegó a nuestra altura, cogió al tal Tomas del brazo y, con el ancho rostro bañado en sudor, procuró llevárselo a rastras por el pasillo. Al ver que el loco se resistía, lo agarró por las solapas con una mano y con la otra le dio una serie de bofetadas hasta que la sangre de la nariz y las lágrimas empezaron a mezclarse en un mismo reguero que caía por su barbilla. Tomas empezó a sollozar, resignado y momentáneamente doblegado; entonces, su celador me lanzó una mirada avergonzada.
— A veces no cerramos con llave la puerta de su habitación y él sale a dar vueltas de reconocimiento por el manicomio o incluso baja hasta el hospital. Somos sólo dos los que nos encargamos del cuidado de los locos, así que le estaría sumamente agradecido si pudiera guardar en secreto este incidente. Espero que Tomas no lo haya importunado, tiene unas ocurrencias de lo más singulares.
Aliviado al haberse resuelto el malentendido, aunque afectado por lo que me había dicho Tomas, volví a salir al patio y pasé junto a los locos apáticos, que se mecían al pie de las paredes como buscando su calor. Cuando por fin salí del recinto, me quedé un momento de pie contemplando aquella tumba para vivos y de pronto fue como si el mundo afinara sus cuerdas tomando como referencia mi estado mental y anímico. Noté un cambio en la luz del día, pese a que no había ni una nube en el cielo. Alcé la vista con los ojos entornados y lo que vi me llenó de espanto, pues era como si una bestia desconocida le hubiese dado un mordisco al mismísimo sol, que parecía una rebanada de pan a la que se le han hincado los dientes. Apenas pude contener un alarido de pánico y mis rodillas empezaron a flaquear. Presa del terror más profundo, me quedé un buen rato hecho un ovillo y temblando entre la nieve, hasta que me atreví a abrir de nuevo los ojos para comprobar que la luz había vuelto. Había sido un eclipse, nada más, tal como mi preceptor trató en su día de inculcarme con tanto esfuerzo: la interposición de la luna entre el sol y la tierra, en este caso en un ángulo que hizo que no ocultara del todo el disco solar. Probablemente, aquello no duró más que unos pocos minutos.
Desanduve el camino a toda prisa siguiendo mis propias huellas. Finalmente, cerré la puerta de mi habitación tras de mí, me acurruqué sobre mi austera cama y me cubrí la cabeza con la manta. Había cometido un error al salir, un error que no volveré a cometer ni aunque intenten obligarme ahumándome con ramas encendidas. Me han pedido que tenga paciencia y me han asegurado que tarde o temprano hallarán la cura para el mal que padezco. Mientras tanto, debo mantenerme calmado y evitar la compañía de otras personas. Puede que Tomas fuera un loco, pero me ha hecho recordar mi vergüenza, la fechoría que cometí y que los ojos de mi prójimo me traen siempre a la memoria con gran dolor de mi parte. De aquí en adelante, debo resignarme a pasar las horas de luz como sumido en un letargo.
En ocasiones nos proporcionan tintura tebaica, que adormece el cuerpo y la mente, alivia la angustia y los achaques y, en mi caso, me permite sobrellevar el día inmerso en una nube en la que difícilmente puedo reconocer ni siquiera al visitante más obstinado. Por desgracia, me toca compartir con muchas otras personas estas costosas gotas diluidas en agua y sazonadas con azúcar o miel, y a menudo las reservas se agotan. (En todo caso, somos afortunados, pues he oído decir que el hospital dispone también de las dosis que en realidad le corresponden al manicomio.) He decidido fingir: los días en que no me ofrezcan gotas me meceré hacia delante y hacia atrás, o me abrazaré el cuerpo, tararearé una melodía monótona y clavaré la mirada en el vacío hasta que la paciencia de mis visitantes se agote y me dejen de nuevo en paz para que pueda recrearme en mi culpa. A esto me dedicaré hasta que llegue el atardecer y la noche, momento en que, finalmente, podré dedicarme a escribir sin que nadie me vea.
Mi benefactor me ha pedido que escriba para no olvidar los detalles de los lamentables acontecimientos que me han empujado a este deplorable estado, y puede que también para reconciliarme con las acciones que me han traído a esta yerma orilla del Báltico y al hospital de Danviken. Se me ha dicho que no soy dueño de mis propios sentidos, pero que quizá mi situación tenga remedio; que no debería culparme por algo que, más que un crimen, fue un capricho de la naturaleza. No obstante, albergo más bien pocas esperanzas.
En mi cabeza hay una tormenta desatada y en mi pecho, un vacío. Alzo las manos ante mí: son rojas y no es posible lavarlas, son las herramientas de un asesino.
Toda mi vida había carecido de amor, así que nunca imaginé cómo sería cuando llegara: hermoso pero terrible, una fiebre en la sangre, un déspota vestido de fiesta. Y tampoco imaginé lo bajo que me haría caer, como quien se despeña en un cañón oscuro del que no es posible volver a salir jamás. Si me fuera concedido un deseo, sería el siguiente: no haber amado jamás. La ausencia de amor también nos habría ahorrado todo esto: yo no estaría entre estas dos colinas dejadas de la mano de Dios y ella no estaría… Bueno, ya es suficiente: dejemos descansar la pluma. Aún no estoy preparado para escribir sobre el final de esta historia, y el principio tendrá que bastar por esta noche.
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